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No les importa nada

Fuentes: Rebelión

«La austeridad no es sino una guerra de clases» (Noam Chomsky) Bajo las grandilocuentes palabras que los políticos que representan a la derecha de este país pronuncian en sus engañosos discursos, cuando de verdad les quitamos la capa de cinismo, de hipocresía y de mentira, nos damos cuenta de que no les importa nada. Discursos […]

«La austeridad no es sino una guerra de clases» (Noam Chomsky)

Bajo las grandilocuentes palabras que los políticos que representan a la derecha de este país pronuncian en sus engañosos discursos, cuando de verdad les quitamos la capa de cinismo, de hipocresía y de mentira, nos damos cuenta de que no les importa nada. Discursos que nos hablan sobre la necesidad de disminuir los gastos sociales del Estado, de racionalizar el funcionamiento de la Administración, de la disminución de impuestos (porque «el dinero está mejor en el bolsillo de los ciudadanos»), de los intercambios comerciales libres, y no digamos ya cuando pronuncian las palabras más gruesas (democracia, libertad, convivencia, igualdad, justicia, etc.), en realidad esconden sus verdaderas intenciones sobre el modelo de sociedad al que quieren llevarnos. Nos dejamos llevar por la ingenuidad, y pensamos que algo de buena intención puede haber en sus palabras, cuando lo cierto es que sólo intentan que sigamos confiando en ellos, depositando el voto en la urna cada cuatro años, mientras continúan llevándonos al precipicio. Hagamos siquiera un somero repaso:

No les importan los derechos humanos, comenzando por el propio derecho a la existencia misma. Desprecian absolutamente los más elementales derechos, como el derecho a la vida, por mucho que se pongan estupendos y trascendentales con el tema del aborto. El derecho a la subsistencia, al trabajo, a la salud, a la educación, a la vivienda, a la reunión, a la manifestación, a la cultura, a la justicia, a la igualdad, absolutamente todos los derechos humanos básicos han sido agredidos durante esta última legislatura, aunque es cierto que es un proceso gradual que viene de más lejos, concretamente desde la Transición. Pero tampoco se avanza nada en la erradicación de otras muchas manifestaciones de nuestra sociedad que también tienen que ver con derechos fundamentales, tales como la tortura o la violencia de género. No les importan los enfermos, ni los dependientes. El derecho a una Sanidad pública, gratuita y universal está siendo progresivamente desmantelado, actuando sobre varios frentes simultáneos: privatización (de centros, de servicios, de recursos) sanitaria, instauración de sistemas de co-pago o de re-pago (en farmacia, hospitales e intervenciones), y exclusión del propio sistema de cientos de miles de personas, mediante la implantación de una serie de criterios y requisitos excluyentes (inmigrantes, personas sin empleo, etc.). Por su parte, la Ley de Dependencia está siendo desmantelada económicamente, dejándola sin cobertura y sin efectividad, en base a retirar progresivamente los presupuestos para la misma, y por tanto, provocando la imposibilidad manifiesta de atender a cientos de miles de personas dependientes que existen en nuestro país, muchas de las cuales mueren sin haber sido atendidas.

No les importan los estudiantes, porque en general no les importan nada los jóvenes y su mundo, sus necesidades, su futuro… En el terreno educativo, la recién implantada LOMCE (afortunadamente, no en todas las Comunidades Autónomas, ni en igual grado) establece un modelo de educación que rompe con todos los principios que la guiaban hasta el momento, esto es, la universalidad (la educación se vuelve elitista y segregadora), la gratuidad (se apoya a los centros privados y concertados en detrimento de los públicos), y la calidad (se vuelve a la religión en las aulas, se mercantiliza la educación, se acaba con la democracia en la comunidad educativa, y se eliminan los valores ciudadanos en la enseñanza, sustituyéndose por valores capitalistas, como las finanzas o la inversión). Igualmente, se desmantelan recursos educativos (centros, medios, profesorado, etc.), y se encarecen y endurecen los requisitos para obtener becas y ayudas al estudio, por lo cual el cóctel para la educación elitista y excluyente está servido.

No les importan los mayores, los jubilados y jubiladas, los pensionistas en general, a pesar de constituir, en pleno período de crisis, un puntal básico y fundamental para el sostenimiento de las familias, que se han ido quedando sin recursos, y al borde de la pobreza y de la exclusión social. El mayor exponente de que no les importan los mayores es la política que se ha iniciado en torno a nuestro sistema público de pensiones, argumentando en contra de su sostenibilidad los criterios de una mayor esperanza de vida, y de una mayor cantidad de población de personas mayores, que el sistema ha de mantener. Hemos iniciado una deriva que nos conducirá hacia un sistema público de pensiones residual, absolutamente marginal, con objeto de potenciar y complementar con los planes privados de pensiones, para gloria y beneficio de las entidades financieras que los comercializan. De hecho, la actualización desde hacer un par de años acá del importe de las pensiones ha sido absolutamente ridículo, indigno y despreciable.

No les importa el medio ambiente, a tenor de las agresivas políticas energéticas que se practican, del gran oligopolio que se permite que exista en el terreno de las compañías eléctricas, del poco apoyo que se presta al mundo de las energías renovables, y de la escasa importancia que se les dedica al conjunto de políticas que intenten paliar los efectos del cambio climático (en el cual no se cree), y poner en marcha una serie de medidas encaminadas a sanear y cuidar nuestros ríos, nuestras playas, nuestros bosques (que también se privatizan), el aire que respiramos, nuestra flora y fauna, etc. Más bien al contrario, se practica una política que favorece descaradamente a las grandes compañías petroleras transnacionales, aún a sabiendas del tremendo daño que causan a los ecosistemas y a la sostenibilidad de nuestro modelo energético. Por si fuera poco, se apoyan las secretas negociaciones sobre el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y la Unión Europea (TTIP), un perverso acuerdo comercial que supondrá la absoluta hegemonía de las transnacionales sobre todos los sectores (agrario, farmacéutico, sanitario, cultural, laboral, medioambiental, etc.).

No les importan la soberanía nacional ni la unidad de España, por mucho que se llenen la boca con estas ideas y conceptos manidos, fundamentados en las más retrógradas concepciones de la «una, grande y libre» de tiempos pasados y oscuros. Los auténticos argumentos para oponerse con uñas y dientes al «derecho a decidir» (en realidad, al derecho de autodeterminación de los pueblos) reside en el miedo a que dichos procesos acaben con gran parte de sus privilegios y de su status quo, y a que no se cree de verdad en la auténtica democracia. No es posible una unidad mantenida a la fuerza, en contra del criterio de millones de personas que desean ser consultadas, como tampoco es posible un federalismo que no contemple el posible ejercicio del derecho de autodeterminación (porque en ese caso, estaríamos hablando de unionismo, no de federalismo). Por otra parte, es muy gracioso y tremendamente cínico que se invoque a la «soberanía nacional», cuando continuamente se interviene en las decisiones políticas desde instancias supranacionales (Unión Europea), o cuando nos vemos inmersos en atroces operaciones de intervención o maniobras militares de la OTAN, que utilizan nuestro territorio como rampa de lanzamiento, mediante sus bases militares, para operar en terceros países. Parece que, para dichos casos, la soberanía nacional importa un bledo. Pero tampoco les importa la soberanía en lo que se refiere a soberanía monetaria, ni económica, ni alimentaria, etc. La sobernía es, pues, un bulo para engañabobos que pretende invocar la conciencia identitaria y el sentimiento patriótico en aras de un ideal rancio y conservador.

No les importa la corrupción, que campa a sus anchas a lo largo y ancho de nuestra geografía nacional, y de nuestros niveles gubernamentales (central, autonómico y local), donde asistimos a un completo repertorio: desde las puertas giratorias, hasta la corrupción urbanística en los Ayuntamientos, pasando por la corrupción de los altos cargos de la Administración, y de los cargos públicos electos. Corrupción que justifican vergonzosamente apelando a la infantil falacia de que «es algo consustancial a la naturaleza humana», o de que «siempre ha existido corrupción, desde los tiempos más remotos», o que «se está demostrando que la justicia es igual para todos», y otras lindezas por el estilo. Pero lo cierto es que la corrupción se extiende como un cáncer por nuestra sociedad, porque está presente en lo más profundo de nuestros comportamientos, de nuestros valores. La corrupción es seña de identidad de la cultura capitalista, es el pan del capitalismo. La corrupción, por tanto, lejos de ser combatida, se necesita como el pegamento que engrasa y hace fluir todos los componentes del sistema. Una corrupción protegida, amparada, auspiciada, legitimada e institucionalizada que todo lo invade, y que desprecia la ética en la gestión tanto de lo público como de lo privado.

No les importan los servicios públicos, porque no les importa la gestión de lo público, porque, simplemente, desprecian lo público, y lo infravaloran frente a lo privado. Todo ello puede constatarse no sólo por la propia ideología neoliberal que los inspira, sino por la machacona y peligrosa deriva privatizadora de dichos servicios, iniciada desde finales de la década de los 90 con el sector eléctrico, y continuada por muchos otros sectores. Bajo el falaz argumento de que hay que ahorrar y de que la gestión privada de los servicios públicos será más eficaz y eficiente, se encargan de desprestigiar la gestión pública de nuestros servicios (sanidad, educación, servicios sociales, mayores, justicia, dependencia, etc.), de poner en cuestión la «sostenibilidad» de los mismos, para así atraer adeptos a la causa de la privatización. Pero lejos de demostrar lo que argumentan, más bien demuestran lo contrario, si observamos la multitud de casos donde la gestión privada de los servicios públicos ha derivado en incremento de costes, en reducción de personal, en «racionalización» de los recursos, en un descenso en la calidad de los mismos, en cierre de servicios, en descontento y protestas de los usuarios (que ahora son clientes o consumidores), en corrupción en las altas esferas, en fraude, en puertas giratorias, y en caos en última instancia.

No les importa la cohesión social, ni la igualdad, ni la violencia de género, ni la memoria histórica, ni la cooperación al desarrollo, porque, simplemente, no creen en estos principios y en estos valores. Sólo creen en el capitalismo, en el individualismo, en la competencia, en el egoísmo, en la ley del más fuerte, en la selva, en la barbarie. Y todo ello extrapolado a la propia sociedad, por lo cual, lisa y llanamente, no creen en la sociedad. Y de esta forma, según su perversa ideología, justifican y legitiman la desigualdad social, incluso la amparan con sus injustas medidas, y para todo lo demás, retiran (bajo la excusa de la crisis, que les ha proporcionado una perfecta coartada) los presupuestos que podrían ir destinados a dichas medidas. Desmontan así todos los principios que proporcionan una mínima cohesión social, y una sociedad justa, libre y avanzada. Simplemente, no les importa. No tienen conciencia, ni siquiera frente a los grandes crímenes económicos que se perpetran bajo este sistema, y de esta forma, justifican los crímenes sociales del capitalismo.

No les importan los refugiados, porque como estamos diciendo, son absolutamente incapaces de respetar los más mínimos derechos humanos, así que mientras miles de personas se agolpan en una frontera, heridos, hambrientos y harapientos, habiendo dejado su hogar, su familia y sus pertenencias ante el gran horror de la guerra, fomentada por la propia OTAN y sus países «aliados», ellos rehúyen el humano deber de acoger o al menos ayudar a los damnificados. Es decir, que no sólo les bombardean sus casas, sino que luego les cierran las fronteras en sus narices, para que sólo les quede la opción de pudrirse de rabia y de dolor. Frente a este terrible drama humanitario, ¿cuáles son sus argumentos? Pues bajaran unos cuantos, a cada cual más desalmado y vergonzoso: el «efecto llamada», las altas tasas de paro del país en cuestión, o la posible infiltración de peligrosos terroristas yihadistas en las filas de los refugiados. No se puede ser más miserable. Pero en fin, en este tema no deberíamos sorprendernos, después de comprobar el régimen bajo el que mantienen a los inmigrantes irregulares en los CIE (Centros de Internamiento de Extranjeros), auténticas cárceles encubiertas donde el respeto a la dignidad humana brilla por su ausencia.

No les importa la democracia, ni los derechos de los pueblos, a tenor del poco caso que le hacen a los mecanismos de democracia participativa, del rodillo que practican cuando poseen la mayoría absoluta, del constante desprecio al Parlamento y a las vías de participación popular, o de la poca voluntad política de la que hacen gala para modificar la Ley Electoral, que lleva desde la Transición aplicando un injusto reparto de escaños frente al porcentaje de voto de cada partido o coalición. No les importa la voluntad popular, a tenor de la facilidad con la que olvidan sus promesas electorales, que vuelven a reproducir mitin tras mitin cuando están en campaña, pero que olvidan nada más llegar al poder, al verse protegidos mediante un sistema político que impide la revocación de cargos públicos, y la rendición de cuentas ante el electorado. No les importa la democracia, por la sencilla razón de que no les importa el pueblo, sus intereses, sus problemas ni sus decisiones.

¿Qué les importa, pues? Únicamente la defensa de sus intereses de clase, los intereses del gran capital, de las grandes empresas, de los bancos, de aquéllos que en realidad dictan y ordenan las políticas que hay que hacer, sin presentarse a las elecciones, para que las lleven a cabo sus políticos vasallos y manijeros. Sólo les interesa la explotación en todas sus vertientes, para acelerar y acumular mayores beneficios, a costa de lo que sea: explotación de las personas, de los trabajadores, de los recursos naturales, de las zonas en conflicto, explotación sin límites. Esto es una lucha de clases, como muy bien nos indican desde Marx hasta Noam Chomsky. Hoy igual que ayer, mientras ellos (los ricos y poderosos, y los políticos y medios de comunicación a su servicio) van desarrollando cada vez más mecanismos para garantizarse y blindar y perpetuar sus privilegios, nosotros (las clases populares y trabajadoras, el pueblo llano) no terminamos de desarrollar la conciencia de clase necesaria para enfrentarnos a ellos con todas las consecuencias. Hasta que no lo hagamos, hasta que no nos convenzamos de que no les importamos nada, ni nosotros ni nuestros derechos, ni los del mundo en que vivimos, no seremos capaces de reaccionar.

Blog del autor: http://rafaelsilva.over-blog.es

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