Traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
No hay lugar para la justicia en Guantánamo – Introducción de Tom Engelhardt
Siguiendo la moda impuesta por los presidentes modernos y a falta de tan solo nueve meses para dejar el cargo, Barack Obama ya está planeando el complejo post-presidencial que llevará su nombre, compuesto por una biblioteca, un museo y una fundación. Este tipo de instituciones parece aumentar su opulencia y su aire imperial a medida que pasan los años y las administraciones. Según parece, la voluntad de Obama dejará pequeños los 300 millones de dólares recaudados por George W. Bush para su versión de esta institución, pues se propone dedicarla entre 800 y 1.000 millones de dólares. Con estas perspectivas para su futuro posterior a la Casa Blanca y siendo su presidencia ya casi parte de la historia, está claro que últimamente ha estado muy ocupado con «su legado». Y, en lo referente a política exterior, es evidente que puede alardear de haber conseguido algunos logros. Dos de los más obvios son el acuerdo nuclear con Irán y la apertura a Cuba. A su manera, ambos suponen un punto de inflexión que rompe con relaciones envenenadas que se prolongan, en el caso de Irán, más de tres décadas y media y, en el caso de Cuba, más de medio siglo.
Ya pueden imaginarse las exposiciones dedicadas a celebrarlas en el Centro Presidencial Barack Obama, que se levantará en la parte meridional de Chicago. Pero es difícil no preguntarse cómo manejará dicha institución las tres grandes promesas de política exterior que el nuevo presidente realizó en los tiempos lejanos de 2008-2009. Después de todo, lo que en gran medida le llevó a la presidencia fue su atrevida promesa de acabar la catastrófica guerra de George W. Bush en Irán: «Así que, cuando sea comandante en jefe me propondré desde el primer día de mi presidencia un nuevo objetivo: acabar esta guerra». Nueve años más tarde, está llevando otra vez al país al «lodazal» de una guerra en Irak, la tercera o la cuarta en las últimas cinco presidencias (dependiendo de si contabilizamos el apoyo de la administración Reagan a la guerra de Saddam Hussein contra Irán en los ochenta). En este momento, cuando acabamos de enviar a Qatar los B-52, el bombardero clásico favorito de la era de Vietnam, como contribución a esa iniciativa bélica y nos encaminamos a una ampliación gradual aún mayor de nuestra implicación en el lodazal de Irak, probablemente estemos hablando de una futura exposición museística del infierno.
Pero no llegará a la altura de la exposición especial que algún día, sin ninguna duda, explorará la promesa sincera del presidente de esforzarse al máximo por reducir el arsenal atómico estadounidense y global y situar al planeta en la senda de la abolición nuclear, un término que nunca jamás había rondado el despacho oval. Las ambiciones desarmamentísticas del presidente fueron, de hecho, responsables de que recibiera el premio Nobel de la Paz en 2009, un honor concedido, prácticamente en exclusiva, antes de que realizara cualquier logro. Ahora, ese mismo hombre preside un plan de renovación y modernización del mismo arsenal nuclear presupuestado en 1 billón de dólares para las próximas tres décadas, en el que se incluye el desarrollo de una primera generación de armas nucleares «inteligentes», potencialmente de primer uso. No cabe duda de que la evolución del primer presidente abiertamente antinuclear merece un lugar especial de (des)honor en el futuro Centro Obama.
No obstante, salvo que los próximos meses nos deparen grandes sorpresas, ninguna exposición será más sorprendente o retorcida que la que tendrán que dedicar al «cierre» de Guantánamo, el notorio campo de prisioneros deslocalizado de la era Bush. Después de todo, tal y como Karen Greenberg señala en el artículo que sigue, el cierre de Guantánamo en menos de un año fue una de las primeras promesas del presidente al entrar en la Casa Blanca. A menos que consiga hacerlo por encima de la férrea oposición del Congreso republicano en estos meses finales, el cierre de Guantánamo podría ser el no va más de su futuro museo.
¿Qué impide realmente el cierre de Guantánamo?
¿Puede usted creerlo? Estamos en el último año de la presidencia del hombre que al llegar a la Casa Blanca juró que cerraría Guantánamo y, sin embargo, este lugar y todo lo que representa sigue formando parte de nuestro mundo. Muchos años después, aun podemos leer noticias sobre las pesadilla continua de esa nefasta prisión, desde detenciones sin cargo a huelgas de hambre y alimentación forzosa. Su nombre todavía resuena en los salones del Congreso enfrascados en un agrio debate sobre lo que debería o no hacerse al respecto. Continúa siendo un símbolo global de lo peor que Estados Unidos puede ofrecer.
En el caso improbable de que llegara a cerrarla antes de acabar su presidencia, Donald Trump ya ha jurado que lo reabriría y lo llenaría de «tipos malos», mientras Ted Cruz prevenía contra la devolución de la base naval donde se encuentra la prisión a los cubanos. En resumen, dicha cárcel continúa persiguiéndonos como un espíritu maligno. Aunque Obama siga resuelto a cerrarla, poco ha hecho por reducir su población penal, y el Congreso republicano mantiene su determinación a mantenerla abierta. Con solo nueve meses antes del cambio de presidencia, la cuestión es: ¿Podrá llegar a cerrarse algún día la prisión que simboliza la guerra de este país contra el terrorismo?
«Detenidos perpetuos»
Esta es la pequeña y funesta historia de un lugar en el que la mayor parte de los estadounidenses preferirían no tener que pensar.
En enero de 2002, el presidente George W. Bush inauguró el Centro de Detención de la Bahía de Guantánamo. Su objetivo era retener en él a «lo peor de lo peor» de la guerra contra el terrorismo, en palabras del entonces secretario de Defensa Donald Rumsfeld. Con el tiempo, su población llegó a alcanzar los casi 800 prisioneros, procedentes de 44 países, algunos de ellos capturados en Afganistán, otros conseguidos mediante recompensas pagadas a vecinos vengativos o tribus hostiles y algunos capturados en operativos de la CIA en países alejados del territorio talibán. Entonces, la prisión encerraba más seguidores que líderes de al-Qaeda y los talibanes, pero muchos de los reclusos no eran ni lo uno ni lo otro: simplemente estaban en el lugar equivocado en el momento equivocado. Tras reconocer este hecho, en unos pocos años la administración Bush envió a más de 500 de vuelta a sus países de origen o a otros dispuestos a aceptarlos.
Luego, en 2006, Bush convirtió la mentira de Guantánamo en una realidad. Su administración finalmente transfirió a la ya entonces notoria prisión-isla a «lo peor de lo peor». Entre esos 16 individuos estaban cinco acusados de participar en la conspiración del 11-S y otros a quienes se creía responsables de atentados devastadores contra objetivos estadounidenses en los noventa, incluyendo a las embajadas de este país en Kenia y Tanzania en 1998, y al destructor de la armada Cole en el puerto yemení de Adén en 2000. Todos ellos llevaban años custodiados por la CIA en «cárceles clandestinas» de países de todo el mundo. Todos habían sido sometidos a «técnicas de interrogatorio mejoradas», el eufemismo que utilizaba el gobierno (y en aquellos días también los medios de comunicación) para nombrar algunas de las prácticas de tortura conocidas más antiguas.
Ese cambio supondría un punto de inflexión. En vez de ir reduciendo la población reclusa hasta cerrar el lugar, como debería haber ocurrido, la prisión se convirtió exactamente en lo que Rumsfeld había prometido que sería: un lugar para encerrar a los «detenidos más valiosos» que EE.UU. tenía en su poder. Entre ellos, Khaled Sheik Mohamed, el cerebro del 11-S y otros cuatro presuntos autores de la planificación o la realización de los atentados en Nueva York y Washington.
Ese mismo otoño, el Congreso aprobó la ley de comisiones militares cuyo objetivo era convertir Guantánamo en un enclave para impartir justicia y no solo un lugar de detención deslocalizado. A su llegado momento, Mohamed y los demás serían juzgados por militares estadounidenses en Cuba, no por tribunales civiles en Estados Unidos. Parecía que las comisiones militares, como los detenidos más valiosos, servían para definir Guantánamo (más que allá de un simple lugar de maltrato, humillación e injusticia) y la posibilidad de avanzar en el contexto de la guerra contra el terrorismo. Quienes no fueran liberados ahora podrían ser juzgados. Y sin embargo, al acabar el gobierno de Bush, solo se había conseguido condenar a tres prisioneros, y ninguno de ellos formaba parte de esos «detenidos más valioso»; en cualquier caso era un número menor que los cinco detenidos muertos en prisión durante esos años.
Este hecho debería haber sido suficientemente revelador como para extraer conclusiones. Resultaba que ni siquiera un «sistema de justicia» secretista, militarizado y dudosamente legal conseguía juzgar a unos individuos que participaron en el crimen que dio inicio al nuevo siglo, cuando las principales pruebas contra ellos a menudo procedían de formas brutales de tortura. Como resultado, cuando Obama llegó al poder en enero de 2009, la mayor parte de los detenidos en Guantánamo estaban instalados en una especie de limbo. En aquel momento seguía habiendo 242 presos y los juicios militares no avanzaban. El nuevo presidente llegó sobre un caballo blanco, lleno de promesas para acabar con el estancamiento de Guantánamo y dispuesto a actuar con sentido común. Enseguida prometió clausurar de una vez por todas la prisión y suspendió las comisiones militares.
Eso dejaba sin resolver el problema del estatus incierto de diversos detenidos, individuos que entraban básicamente en tres categorías: los que ya no se consideraban un peligro para Estados Unidos y debían ser liberados; los que se consideraban demasiado peligrosos para ser puestos en libertad pero que no podían ser juzgados ni siquiera por tribunales militares -puesto que su testimonio había sido conseguido mediante tortura- y debían mantenerse en detención indefinida (un grupo al que la reportera del Miami Herald denominó acertadamente «prisioneros perpetuos»); y los que algún día serían juzgados por alguna comisión similar a las comisiones militares suspendidas.
Al llegar el verano de su primer año en el poder, Obama anunció que estaba dispuesto a aceptar la claramente poco estadounidense realidad de la detención indefinida y las comisiones militares, aunque en una forma que el Congreso aún debería legislar. A partir de entonces, su presidencia quedaría siniestramente atrapada por la doctrina Bush sobre Guantánamo y, con o sin promesas, pronto fue evidente que el presidente no estaba preparado para jugársela por los presos de Guantánamo: tenía otras cosas que atender (como su propuesta de sistema de salud). Mientras tanto, una comisión especial nombrada por el presidente determinó que 48 presos tendrían que permanecer de cualquier modo en prisión indefinida, 36 debían ser juzgados y el resto podría ser liberado y transferido a terceros países.
La reducción de Guantánamo
Si tomamos en cuenta sus promesas, no se trata de un logro del que estar muy orgulloso, pero en sus siete años de mandato el presidente Obama ha hecho al menos ciertos avances en relación con el volumen de la población del penal. Cierto es que el ritmo de liberación de los presos ha sido terriblemente lento. Docenas de prisioneros declarados no peligrosos siguen pudriéndose en sus celdas. Mientras tanto, las negociaciones diplomáticas para su reasentamiento en países que no sean tan frágiles como para que el terrorismo siga siendo una realidad cotidiana y en los que tampoco continúe su maltrato se hacen eternas (y los congresistas republicanos siguen luchando con uñas y dientes para mantenerlos donde están). Con todo, en la actualidad «solo» permaneces detenidas 80 personas, una tercera parte de la población penal de enero 2009. 26 están listos para su liberación pero llevan años esperando su traslado, 44 continúan presos sin cargos en detención indefinida y 9 se enfrentan a acusaciones reales ante las comisiones militares.
No obstante, a pesar de la reducción de las cifras, el campo de detención sigue siendo esencialmente lo mismo que era bajo el gobierno Bush, un monumento a los malos recuerdos. Todavía mantiene a docenas de individuos encerrados en una triste situación de desesperanza, algunos de ellos con su liberación aprobada pero temiendo que su traslado nunca llegue, otros habiéndose rendido por completo y en huelga de hambre, básicamente con la intención de suicidarse.
Teóricamente, el ritmo de traslados de aquellos cuya liberación ha sido aprobada podría acelerarse y la Junta de Revisión Periódica, encargada de decidir si un individuo ya no supone ningún peligro para este país, podría reunirse con más frecuencia para decidir la libertad de un número cada vez menor de detenidos cuyo futuro sigue siendo incierto. Si así fuera (y podría ser) en pocos meses la población de Guantánamo podría reducirse a (relativamente) unos pocos presos.
Vale la pena señalar que los contribuyentes estadounidenses continúan aportando lo suyo para mantener Guantánamo y el grupo cada vez menor de reclusos en su situación actual. Se estima que en 2015 el coste de mantenimiento de un solo detenido está entre 3,7 y 4,2 millones de dólares al año. Si la población penal se redujera considerablemente, esos millones de dólares por detenido se dispararían. Cuanto menor sea el número remanente y mayor el coste por cabeza, es más probable que incluso un Congreso reacio llegue a aceptar en su momento su traslado a Estados Unidos, aunque «el cierre de Guantánamo» en esas condiciones suponga trasladar a territorio estadounidense la detención indefinida sin cargos, la violación más fundamental del proceso penal imaginable.
Retroceso de la justicia
Eso dejaría un asunto y solo uno entorpeciendo el cierre oficial de Guantánamo: las comisiones militares, lo cual resulta bastante irónico. Después de todo, a diferencia de la detención indefinida o la tortura, dichas comisiones son un signo reconocible, aunque con fallos, de la tradición legar estadounidense, ya que fueron empleadas durante la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial.
Dichas comisiones han estado marcadas por el fracaso desde el comienzo. No estaban previstas inicialmente por los abogados y funcionarios de la administración Bush que organizaron la guerra contra el terrorismo, montaron el campo deslocalizado en Cuba y perfeccionaron esas «técnicas» de tortura clásicas. En realidad, las detenciones fuera del país tenían el propósito de esquivar casi por completo el sistema judicial de EE. UU. y conseguir información de los prisioneros por cualquier medio. La meta estaba suficientemente clara: compensar la desafortunada falta de conocimiento de los servicios de inteligencia estadounidenses sobre Osama bin Laden, la red de al-Qaeda, sus escondites y sus campos de entrenamiento.
Para concederse flexibilidad en los interrogatorios y el trato a los detenidos, la administración rechazó considerarlos prisioneros de guerra, ya que en ese caso los métodos de interrogatorio estarían limitados por las Convenciones de Ginebra. En su lugar, acuñaron el término «combatientes enemigos» para crear una categoría más allá de los límites de la legalidad. Hasta el día de hoy, los oficiales y funcionarios de EE. UU. siguen sin llamar «prisioneros» ni «prisioneros de guerra» a los detenidos que quedan en Guantánamo.
Poco después de la instalación de la prisión, el gobierno Bush remitió a 24 de esos «combatientes enemigos» a un proceso ad hoc que empezó a denominar «comisiones militares», hasta que en junio de 2006 el Tribunal Supremo las declaró inválidas a menos que fueran autorizadas por el Congreso (que sumisa y apresuradamente aprobó la Ley de Comisiones Militares de 2006).
Muchos años después, solo 8 prisioneros han sido condenados por estas comisiones, que fueron suspendidas y luego reavivadas por Obama. Tres de esas condenas, impuestas antes de que jurara el cargo, han sido anuladas o revocadas. Visto de otra manera, se podría decir que las comisiones están siendo incapaces de conseguir su meta: reducir los casos de Guantánamo. En su día pudieron reclamar 8 veredictos de culpabilidad, ahora solo 5 y en los próximos meses, dependiendo de las decisiones futuras de los tribunales de apelación de Washington, esa cifra podría verse aun más reducida. En resumen, las comisiones no han mostrado el menor progreso en cuanto a su meta de cerrar Guantánamo.
Claro que existen en EE. UU. tribunales federales con mucha experiencia en juicios de terrorismo, con un índice del 100% de condenas en los casos importantes. Al principio, la intención era trasladar los juicios de las comisiones militares al territorio del país para otorgar reconocimiento a las autoridades nombradas por Obama, e incluso se llegó a efectuar el traslado de un detenido de máximo valor, Ahmed Ghailani, al tribunal federal de Nueva York. Pero aunque el jurado le consideró culpable de uno de los cargos contra él, sentenciándole a cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional, su ejemplo fue utilizado por quienes quieren mantener Guantánamo abierto como una prueba de que los terroristas tienen la oportunidad de salir libres si son juzgados en tribunales federales. Una buena parte de las pruebas contra Ghailani, contaminadas por la tortura, fue rechazada por el tribunal. Aunque el jurado desconocía el hecho de que hubiera sido torturado o de su estancia en Guantánamo, Ghailani fue absuelto de 283 de los 284 cargos que pesaban contra él. Dado que la situación no permitía otorgar peso al «valor de las convicciones», el presidente Obama y el fiscal general Eric Holder se echaron atrás en medio de un aluvión de críticas y las comisiones militares continuaron actuando en Guantánamo.
Afortunadamente, para todos los que tenemos la esperanza de que la prisión se clausure antes de morirnos, más tarde o más temprano la idea de transferir a los acusados formalmente de terrorismo a los tribunales federales tendrá que revisarse. Si esto llega a ocurrir, el lugar que cuenta con más posibilidades de recibir dichos casos es probablemente el juzgado del distrito este de Virginia (EDVA por sus siglas en inglés), un lugar relativamente cercano a la Casa Blanca. Este tribunal ha visto desde el 11-S una serie de casos graves de terrorismo, incluyendo los de Zacarías Moussaoui, John Walker Lindh y Abu Alí.
Además, al estar situado cerca de Washington, sus jueces y fiscales están familiarizados con el uso de información confidencial relacionada con la inteligencia. Se encuentra próximo al Departamento de Justicia y puede solicitar el testimonio de expertos y autoridades del FBI, la CIA y cualquiera que haya trabajado en estos asuntos en los últimos años. Por último, tiene la reputación de ser un juzgado que trata los casos que le corresponden con celeridad, cumpliendo los plazos previstos, lo que es importante dado el retraso que acumulan estos juicios.
¿Se cerrará Guantánamo?
El EDVA podría recibir el encargo de juzgar los casos de las comisiones militares por distintas vías, desde una ley presidencial que se oponga a la prohibición del Congreso de trasladar prisioneros de Guantánamo a los EE. UU. hasta una autorización del mismo Congreso. No obstante, si hay alguien que podría facilitar mucho todo esto es el general de brigada Mark Martins, fiscal jefe de la oficina de comisiones militares desde 2011. Gracias a la lealtad de sus soldados, una mente legal y un comportamiento público carismático, Martins ha defendido durante seis largos años la posibilidad de que las comisiones militares de Guantánamo puedan trabajar como tribunales válidos, constitucional y legalmente, con procedimientos y garantías similares a los juzgados de lo penal. Tiene la capacidad para declarar la inviabilidad de las comisiones, dejando a la administración sin más opción que cerrarlas. Si llegara a hacerlo, constituiría un punto de inflexión.
Martins ha sido asesor del general David Petraeus en Irak y Afganistán y copresidente de la comisión especial que volvió a instaurar las comisiones militares después de que Obama jurara su cargo y ha sufrido todo tipo de contratiempos. A lo largo de estos años, ha recibido puñaladas por la espalda de la CIA, en sus intentos por espiar la sala de justicia de las comisiones en Guantánamo y los cuartos donde los abogados se reunían con sus defendidos. Los tribunales federales le han prohibido continuar con sus pesquisas sobre los detenidos al declarar «ilegales» las principales acusaciones contra ellos; se ha visto sorprendido por la transferencia misteriosa de materiales del consejo de defensa a los ordenadores de la acusación; y humillado, un mes tras otro, por no ser capaz de cumplir la promesa que hizo de que los procedimientos de la comisión en cuanto a «garantías fundamentales de imparcialidad y un juicio justo» serían «comparables a los de los juicios de los tribunales federales». Por el contrario, dichos procedimientos han resultado ser una farsa.
Si el general Martins llegara finalmente a aceptar la realidad de Guantánamo -que, dada su historia, nada de lo que allí se haga podrá parecerse a la verdadera justicia- podría llegar a convencer a un Congreso recalcitrante, a la postrera administración Obama y al público estadounidense de la única conclusión realista: que las comisiones militares nunca llegarán a funcionar y que ha llegado la hora de cerrar definitivamente la prisión de Guantánamo. Después de todo, es difícil de imaginar un sistema que funcione peor que el que, durante una década, no ha conseguido ni siquiera iniciar los juicios de los acusados de perpetrar los atentados del 11-S.
Esos atentados dejaron una herida abierta que no se cicatrizará si no hay una justicia real. En aras de los familiares de las víctimas, de la capacidad del país para salir adelante y de la propia confianza de la nación en su sistema judicial, es preciso juzgar a los acusados y ya se ha demostrado que tal cosa no es posible en Guantánamo.
Pero también tenemos que ser conscientes de la posibilidad de que la prisión no sea clausurada en lo que queda de presidencia de Obama, de que este país permanezca sumido en la oscuridad de Guantánamo y de un mundo siniestro asociado eternamente a Estados Unidos, y que se nos siga conociendo como una nación que desea evitar la justicia, cuando no rechazarla abiertamente. Aunque ya haya transcurrido demasiado tiempo, el cierre de Guantánamo y el traslado de las comisiones militares de vuelta a los tribunales federales contribuiría a sanar la herida que la guerra contra el terrorismo infligió a la identidad más profunda del país, la de una nación de justicia para todos.
Karen J. Greenberg, colaboradora habitual de TomDispatch, es directora del Centro para la Seguridad Nacional de la Escuela de Derecho de Fordham y autora de The Least Worst Place: Guantánamo’s First 100 Days.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/176130/
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