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Entrevista a Giaime Pala sobre Cultura clandestina. Los intelectuales del PSUC bajo el franquismo (II)

«Manuel Sacristán fue el intelectual más sólido que tuvo el PSUC a lo largo de su historia»

Fuentes: Rebelión

Giaime Pala es doctor en Historia por la Universidad Pompeu Fabra y profesor asociado en la Universidad Autónoma de Barcelona y en la Universidad de Girona. Forma parte del consejo de redacción de la revista Mientras tanto. Nuestra conversación se centra en su último libro Cultura clandestina, Granada, Comares 2016. *** Prosigo con la entrevista […]

Giaime Pala es doctor en Historia por la Universidad Pompeu Fabra y profesor asociado en la Universidad Autónoma de Barcelona y en la Universidad de Girona. Forma parte del consejo de redacción de la revista Mientras tanto. Nuestra conversación se centra en su último libro Cultura clandestina, Granada, Comares 2016. ***

Prosigo con la entrevista caro Giaime [1]. Hablas en el capítulo 3 de la apuesta por una cultura nacional-popular. ¿No era un poco quimérico teniendo en cuenta la fuerza real de la intelectualidad próxima al Partido en aquellos años? V

isto el asunto con conocimiento de causa, lo era. Pero ellos estaban seriamente convencidos de que el partido iba a saber construir un bloque social capaz de acabar con la dictadura en un plazo relativamente breve. Liso y llano: pensaban que la ruptura política sería cuestión de años y no de lustros. Y que, en el marco de un proceso de revolución democrática, iba a ser posible no sólo normalizar la lengua y la cultura catalanas, sino también transformar su carácter y ampliar su base social.

Si tuvieras que elegir una sola aportación, ¿qué destacarías del papel jugado por Nous Horitzons? Añado: ¿se conoce el alcance de la publicación? ¿Quiénes leían la revista?

De entrada, hay que decir que, en los años sesenta, Nous Horitzons llegaba a toda la intelectualidad antifranquista catalana, que en la primera mitad de los sesenta reunía a unas 500 personas. Para entendernos, la recibían incluso los monárquicos conservadores pero demócratas como Antonio de Senillosa. Esto lo sabemos por el elenco de suscriptores que se conserva en los archivos. El problema es que, al ser una revista publicada legalmente en México pero de facto prohibida en España, los intelectuales catalanes no comentaban públicamente sus artículos ni podían polemizar con ellos desde otras publicaciones. Aún así, el partido recibía noticias de que sus textos eran leídos y discutidos en Cataluña. Por otra parte, de esta revista yo destacaría sobre todo un punto: fue un ágora en que muchos activistas del PSUC se formaron como intelectuales y donde se curtieron en un trabajo editorial que tuvo continuidad en otros núcleos de agitación cultural durante el tardofranquismo y la Transición. No creo que se pueda entender sin ella a otras publicaciones culturales y políticas como, por ejemplo, Construcción, Arquitectura, Urbanismo, Taula de canvi, Recerques, Materiales o Mientras tanto.

Del cuarto capítulo. Mirado con perspectiva histórica, ¿fue realmente un fracaso la convocatoria de manifestación en Canaletas tras el asesinato de Grimau?

Sí, para mí fue un fracaso. Y también un error. La idea de organizar una manifestación en la Rambla de Canaletas de Barcelona vino del Comité de Intelectuales y fue aprobada por la dirección de París. Se consideraba que era un deber moral «hacer algo» para protestar por el asesinato de Grimau. Pero desde el principio los intelectuales constataron que ni los obreros del partido querían saber nada de esa manifestación, al considerarla un acto aventurista que sólo podía provocar detenciones policiales inútiles y peligrosas. Recordemos que el partido venía de años muy duros, en los que fue repetidamente golpeado por la policía a través de la detención de numerosos cuadros importantes. A mayor abundamiento, los núcleos políticos socialistas y nacionalistas que prometieron al PSUC personarse en Canaletas, no lo hicieron. Es por esto por lo que al final se congregaron en la Rambla tan sólo unas pocas decenas de intelectuales y estudiantes del PSUC, una buena parte de los cuales fue detenida (y fichada) por la Brigada Político-Social. Este fracaso desmoralizó a los intelectuales comunistas. Y, puesto que los medios de comunicación no dieron noticia del acto, casi nadie supo de él en la ciudad.

¿Se puede hablar de caza de brujas en el PSUC tras la expulsión de Claudín-Semprún? ¿Se comportó la dirección del PSUC según métodos y procedimientos estalinistas?

Se puede hablar de caza de brujas en relación con lo que sucedió en París, donde la dirección del PSUC no dudó en investigar a las células de la ciudad para averiguar el número de simpatizantes de las posiciones de Claudín y Semprún. Y donde se produjeron no pocas expulsiones. Pero el caso de los intelectuales de Barcelona es algo diferente: puesto que éstos no aceptaron las motivos oficiales para justificar las expulsiones de los dos dirigentes del PCE y pidieron insistentemente sus tesis para discutirlas a fondo, el Comité Ejecutivo del PSUC pensó -equivocadamente− que estaban protagonizado una especie de amotinamiento político para hacerse con las riendas de la organización. Lo cual activó una reacción antiintelectual muy fuerte en los dirigentes y la ruptura de todo tipo de contacto con el Comité de Intelectuales. Fue un pulso largo y que habría acabado con un buen número de expulsiones si los intelectuales no hubiesen acatado la versión oficial según la cual las tesis de Claudín y Semprún eran «revisionistas» y atentaban a la unidad del partido. Los métodos y procedimientos de la dirección del PSUC no fueron «estalinistas» -yo reservaría este adjetivo para calificar determinadas conductas y decisiones del PCE/PSUC en los duros años cuarenta−, pero sí autoritarios.

A pesar de que podían ir más lejos, ¿no fue valiente la dirección del PSUC -y del PCE- tras la invasión de Praga por las tropas del Pacto de Varsovia? ¿No fue demasiado exigente la intelectualidad del Partido, parte de ella cuanto menos, teniendo en cuenta las circunstancias y la situación del Partido?

Más que valientes, las direcciones del PSUC y el PCE fueron inteligentes al «no aprobar» la invasión de Praga. No la condenaron, como querían los intelectuales del PSUC, sino que se limitaron a no aprobarla. Esta fórmula terminológica más edulcorada les permitió no perder el control de la gran mayoría de los militantes de los dos partidos, que estaba totalmente acuerdo con la intervención militar de Moscú. Y si lo estaba es porque el PCE y el PSUC habían sido hasta entonces dos partidos prosoviéticos; es decir, dos partidos cuyas direcciones habían aleccionados a sus bases en una especie de «mito soviético» por el cual la URSS no podía equivocarse en sus decisiones. En cambio, los intelectuales del PSUC hacía tiempo que habían dejado de ver a la URSS como un modelo socialista convincente para una realidad como la española, hasta el punto de que no fueron pocas sus protestas a la dirección por permitir la publicación en Nous Horitzons de artículos simplones e inútilmente enfáticos sobre la URSS. De ahí su divergencia sobre cómo valorar la invasión. Con lo cual, repito, las direcciones del PCE y del PSUC fueron más inteligentes que valientes. Lo valiente hubiera sido empezar a dar antes de 1968 una visión más madura y realista del mundo soviético, tal y como supo hacer el Partido Comunista Italiano (el cual, no por casualidad, controló más fácilmente a su militancia pese a formular un juicio más duro acerca de la invasión).

Hay un militante-filósofo que aparece numerosas veces en tu libro, Manuel Sacristán. ¿Fue tan importante Sacristán en el Partido como a veces algunos solemos creer durante estos años sesenta?

Fue muy importante en el partido y fuera de él. Sacristán fue el intelectual más sólido que tuvo el PSUC a lo largo de su historia. Y el intelectual de izquierdas con más proyección social en Cataluña en los años del franquismo. Tenía una vasta formación cultural y estaba al tanto de los debates culturales europeos gracias a su conocimiento del inglés, francés, alemán e italiano. A causa de su militancia clandestina no llegó a escribir con una cierta continuidad, pero su importancia se debió también a su magisterio universitario y a su labor editorial en Ariel y Grijalbo, mediante la cual pudo oxigenar la vida cultural de la época. Los estudiantes universitarios politizados de los sesenta, no sólo los del PSUC, llegaron a profesarle una auténtica devoción; admiraban su limpieza conceptual y su precisión lingüística, y veían en él al tipo ideal de intelectual comprometido que sabía conjugar la teoría y la práctica militante con seriedad y rigor. Yo diría que hasta finales de los sesenta fue el único «maître à penser» de izquierdas operante en Cataluña.

Un asunto -que explicas en el libro- que es poco conocido (yo mismo lo desconocía por ejemplo): expulsado de la Universidad por motivos políticos, recibe una oferta -tal vez de Sánchez-Mazas- para ir a dar clases de Ginebra. No acepta, decide seguir militando, como en 1956, tras su vuelta de Münster. ¿No hay demasiado espíritu de sacrificio en su forma de enfocar las cosas?

Tú mismo dices que estaba exhausto, que no podía más, que su actividad era febril. Ya sus camaradas de la época notaron en Sacristán una tendencia a concebir la militancia clandestina como sacrificio personal. Hace años, Francesc Vicens me comentó que algunos intelectuales del PSUC hasta hablaron en su caso de tendencia al martirio. Entendámonos: la militancia clandestina implicaba un riesgo personal evidente y del que todos los militantes eran conscientes. Pero es indudable que, mientras duró su fe en la dirección del partido, Sacristán llevó su compromiso político hasta el límite del agotamiento físico y siempre consciente del alto precio que tenía que pagar por ello. No creo que le importase demasiado escribir poco a causa de su militancia absorbente, ni renunciar a la vida académica cuando fue expulsado de la Universidad por participar en la Capuchinada o a trabajar en centros universitarios europeos por quedarse a luchar en España. Es algo que asumió con entereza, en tanto que formaba parte de una elección de vida que hizo en 1956, cuando decidió entrar en el PSUC. El problema, o, mejor dicho, el drama -porque como tal lo vivió él− fue cuando, a finales de los sesenta, se dio cuenta de que, además de la imposibilidad de desarrollarse como docente universitario (profesión por la que tenía vocación), tampoco pudo desarrollarse como intelectual comunista dentro del PSUC. Es decir, como intelectual volcado en la elaboración de pensamiento crítico y en la articulación de un potente frente intelectual del partido capaz de conquistar la hegemonía cultural en Cataluña. En este sentido, Sacristán no obtuvo de sus compañeros del Comité Ejecutivo del PSUC las respuestas que andaba buscando. Él los admiraba como luchadores íntegros, pero constató su incapacidad para pensar -entre otras cosas− la cultura como un ámbito de lucha con notables potencialidades políticas. E interpretó todo esto como un fracaso personal, que además le hundió sicológica y anímicamente. Soy de la opinión de que si Sacristán hubiese vivido desde joven en un contexto de normalidad democrática, y si hubiese militado en un partido comunista como el italiano, que sabía potenciar el talento de sus intelectuales, se habría realizado plenamente tanto como intelectual que como militante.

¿Qué pretendía la propuesta de la alianza de las fuerzas del trabajo y la cultura?

 Si no ando errado, estuvo vigente, cuanto menos en papeles y propaganda, hasta bien entrados los años sesenta. En teoría, pretendía ser una propuesta a través de la cual el PCE/PSUC, o en todo caso el movimiento antifranquista en general, conectarían a los intelectuales y profesionales liberales con los trabajadores manuales con vistas a realizar la revolución democrática y antimonopolista. Porque, según el partido, la importancia de la revolución científico-técnica y la creciente proletarización de los trabajadores de la cultura eran factores nuevos que politizaban a los intelectuales. En realidad se trataba de un eslogan atractivo pero políticamente insustancial. Por de pronto porque, como han demostrado los historiadores, la tradición socialcomunista siempre contó en sus filas con intelectuales y trabajadores de la cultura. Vamos, que la politización del intelectual no era ese hecho que veía Carrillo en los años sesenta. Pero sobre todo porque, si se leen los documentos comunistas, esta alianza no ofrecía directrices para desarrollar un programa cultural consistente o una acción real en los ámbitos de la Sanidad, la Educación y el mundo de las profesiones liberales. En la práctica, cuando hablaba de esta «alianza» el partido se limitaba a analizar los sueldos, las condiciones laborales de los trabajadores de la cultura y la manera de insertarlos en los conflictos sociales de la época. Es decir, se limitaba a hacer política sindical.

Te pregunto por el capítulo VII. ¿Te parece?

De acuerdo, cuando quieras.

Notas [1] La primera parte ha sido publicada en: «Entrevista a Giaime Pala sobre Cultura clandestina. Los intelectuales del PSUC bajo el franquismo (I). «Lo interesante es que ingresaron en el PSUC siendo conscientes del precio que podían pagar por ello» http://www.rebelion.org/noticia.php?id=212226

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