Traducción para Rebelión de Loles Oliván Hijós.
Esta es la historia de cuatro labradores palestinos muertos y enterrados hace muchos años pero cuyo legado sigue definiendo las aspiraciones colectivas de toda una nación. También es la historia de un pueblo que fue borrado de la existencia hace 70 años. Los labradores son mis abuelos, y el pueblo, Beit Daras, siempre será mi hogar.
Mi abuelo materno Mohammed murió unos meses después de ser expulsado del pueblo. Todo lo que sé de Mohammed es lo que aprendí de mi abuela Mariyam. Falleció con solo 37 años en el suelo de lona de una tienda de campaña que los cuáqueros proporcionaban a los refugiados que llegaban a la Franja de Gaza desde toda Palestina. Su enfermedad nunca fue diagnosticada, mucho menos tratada.
Mariyam solía decirnos que «murió porque se le rompió el corazón».
Mi madre Zarefah lloraría solo con oír el nombre de su padre. Cuando él murió ella era demasiado pequeña como para distinguir entre el sueño y la vigilia o para entender que la muerte es el fin inexorable. Las mujeres del campamento de refugiados la llamaron para que fuera a la tienda a besar a su padre antes de volver a jugar con sus amigas a la rayuela. «Buenas noches, papá», le susurró al oído. Nunca despertó de ese profundo sueño.
«Vuestro abuelo era un hombre guapo», nos decía mamá. Pero no teníamos con qué comprobarlo porque su esposa destruyó todos los papeles y fotografías que ella misma había salvado de las llamas de su casa en Beit Daras durante la «gran masacre».
Mohammed, como otros hombres de la aldea, luchó hasta el final. Cuando la milicia sionista de la Haganá acabó quebrando la obstinada resistencia local en el pueblo, sus combatientes prendieron fuego a las casas.
Mohammed solo se fue porque Mariyam se lo suplicó, pero cayó enfermo en el polvoriento camino a Gaza. Tan pronto como montaron su tienda en lo que se convertiría en el campo de refugiados de Buraij, en el centro de la Franja de Gaza, entró en coma.
Mariyam borró todo registro de la existencia de su esposo porque temía que los sionistas descubrieran a la familia de un combatiente por la libertad en Gaza. Temía por sus tres hijos y por mi madre, Zarefah, que tan pronto como enterraron a su padre se uniría a Mariyam en la perpetua misión de sobrevivir.
Milagrosamente, los niños recibieron educación gracias a la Agencia de Socorro y Obras de las Naciones Unidas (UNRWA) establecida en los años posteriores a la Nakba, la destrucción de la patria palestina en 1948. Pero Zarefah no. Recogía chatarra para venderla en el mercado local mientras su madre se arriesgaba buscando comida para sus hijos en la «zona de la muerte», entre Gaza y el recién establecido Estado de Israel.
Mariyam regresaba cada noche con una pequeña cesta con la fruta o la verdura que hubiera conseguido en su trayecto mortífero. De hecho, los soldados israelíes mataron a muchos palestinos que se aventuraban a llegar a la cerca fronteriza en un intento desesperado por recuperar el fruto de la tierra que les pertenecía.
Lo cierto es que para Mariyam y Zarefah, esa tierra siempre les perteneció a pesar de estar ocupada ilegalmente por bandas de extranjeros asesinos. Hablaban de Beit Daras en presente, como una realidad que aunque desfigurada por la guerra y la indigencia, seguiría siendo palestina hasta el final de los tiempos.
Mis abuelos paternos también son de Beit Daras. Así que ser un Badrasawi -como se llama a la gente de mi pueblo- pasó a formar parte integral de mi ser.
Nací en el seno de una familia refugiados en el campamento de Nuseirat, en Gaza, y me enorgullezco de ser un Badrasawi. Nuestra firme resistencia en el pueblo y más tarde en los campos de refugiados nos dio reputación de «tenaces». Es verdad, somos tercos, orgullosos y generosos. Borraron Beit Daras pero la identidad colectiva que nos legó el pueblo permanece intacta no importa cuál sea el exilio que nos haya tocado.
Cuando lanzaron Google Earth en 2001 me apresuré a localizar un pueblo que ya no existe en el mapa. Buscar un lugar que prácticamente desapareció décadas atrás no era un acto irracional, al menos no para mí. El pueblo de Beit Daras era el único pedazo de la tierra que me importaba.
Pero solo pude encontrarlo a ojo. Beit Daras estaba ubicado a 32 kilómetros al noreste de Gaza, suavemente alzado entre una gran colina y un riachuelo que parecía que nunca se secaría.
Beit Daras era un pueblo pacífico que existía desde hacía miles de años. Romanos, cruzados, mamelucos y otomanos lo gobernaron e incluso trataron de someterlo como lo intentaron con toda Palestina; sin embargo, fracasaron. Es cierto que cada invasor dejó su huella: los antiguos túneles romanos, un castillo de cruzados, una oficina de correos de los mamelucos, un caravanserai otomano… pero finalmente todos fueron expulsados. Hasta que en 1948 desalojaron a sus 3.000 habitantes y destruyeron Beit Daras.
Los Badrasawis lucharon valientemente defendiendo su pueblo en tres batallas. Al final, las milicias sionistas con la ayuda de las armas y la asistencia estratégica británicas, derrotaron a la resistencia integrada sobretodo por aldeanos que luchaban con viejos rifles y aperos de labranza.
La masacre de Beit Daras que sobrevino sigue siendo un hondo grito que atraviesa los corazones de los Badrasawis. Después de todos los años bajo asedio, de guerras sucesivas y contiendas sin fin, su Nakba nunca ha concluido realmente. No se puede olvidar el dolor si la herida no se cura de verdad.
De pequeño aprendí a sentirme orgulloso de mi abuelo paterno que también se llamaba Mohammed. Era un labrador guapo, elegante y fuerte, con una fe inquebrantable que consiguió ocultar su profunda tristeza tras ser expulsado junto a toda su familia de su hogar en Palestina. A medida que envejecía se sentaba durante horas entre oraciones buscando en su interior los hermosos recuerdos del pasado. De vez en cuando soltaba un suspiro de tristeza, alguna lágrima; sin embargo, nunca aceptó su derrota ni la idea de que Beit Daras se había ido para siempre.
«¿Para qué te vas a molestar en cargar las mantas buenas a lomos del burro, que van a coger polvo con el viaje, si en una semana más o menos volveremos a Beit Daras?» le dijo a su desconcertada esposa Zeinab mientras se embarcaban con sus hijos en un exilio interminable.
No puedo precisar el momento en que mi abuelo descubrió que las «mantas buenas» habían desaparecido para siempre, que todo lo que quedaba de su pueblo eran dos gigantescas columnas de cemento y un montón de cactus.
No es fácil reconstruir una historia que, como cada casa del pueblo, hicieron añicos hace solo unas décadas para borrarla de la existencia. La mayoría de las referencias históricas escritas por historiadores israelíes o palestinos sobre Beit Daras son breves y describen su caída como la de las casi 600 aldeas palestinas limpiadas étnicamente y luego completamente arrasadas durante los años de la guerra. Fue un episodio más de una tragedia compleja que testimonió la expulsión y la desposesión de casi 800.000 palestinos.
Para mi familia era mucho más que eso. Beit Daras era nuestra dignidad. Las manos encallecidas de mi abuelo y su piel curtida y atezada daban fe de décadas de trabajo duro en la tierra empedrada de los campos de Palestina. Mis hermanos y yo jugábamos a señalarle una cicatriz de su cuerpo para que nos contara alguna historia divertida sobre los rigores de la vida labriega.
Con el tiempo alguien le regaló un transistor para escuchar las noticias y ya siempre lo llevaría con él. Lo recuerdo escuchando La voz árabe en la maltrecha radio que alguna vez fue azul y que acabó blanca con el paso del tiempo. Las pilas estaban enganchadas con cinta adhesiva en la parte de atrás. Sentado, con la radio pegada a la oreja intentando escuchar algo en medio de las interferencias, el abuelo aguardaba a que el locutor anunciase lo que tanto esperaba: «A los de Beit Daras: vuestras tierras han sido liberadas, regresad a vuestro pueblo».
El día en que el abuelo murió, su fiel transistor estaba en la almohada al lado de su oreja para que pudiera oír el anuncio que había esperado tanto tiempo. Quería escuchar que la desposesión que le infligieron había sido un simple error en la conciencia del mundo, que se iba a corregir y que se haría a tiempo.
Pero no fue así. Setenta años después, mi gente sigue siendo refugiada. Y no solo los Badrasawis sino millones de palestinos dispersos en campos de refugiados por todo Oriente Próximo, por todo el mundo. Esos refugiados, que siguen buscando un camino seguro que los devuelva a casa, se hallan a veces además inmersos en otro viaje, en otro sendero polvoriento, expulsados una y otra vez de una ciudad a otra, de un país a otro, incluso perdidos entre continentes.
Mi abuelo fue enterrado en el cementerio del campo de refugiados de Nuseirat y no en Beit Daras como él hubiera querido. Pero siguió siendo un Badrasawi hasta el final, manteniendo apasionadamente los recuerdos de un lugar que para él, para todos nosotros, sigue siendo sagrado y real. Incluso las palabras inscritas en su lápida refrendan esta idea: «Mohammed Mahmoud Baroud, de Beit Daras. 93 años».
Lo que Israel debe entender es que el Derecho al Retorno de los refugiados palestinos no es solo un derecho político y legal que desafía el siempre injusto status quo. Hace mucho que lo ha sobrepasado. Para los refugiados, Palestina es mucho más que un pedazo de tierra; es una lucha perpetua por la justicia en nombre de aquellos que murieron a lo largo de los senderos polvorientos del exilio y de los que todavía están por nacer.
Bayt Daras (Gaza)
Fecha de la expulsión: 1175/1948
Superficie: 16.357 km
Causa de la despoblación: Expulsión por las fuerzas sionistas
Nivel de destrucción: destruído, quedan los escombros.
Población árabe (1948): 3.190 habitantes
Refugiados registrados (2008): 23.775
Extraído de Atlas de Palestina, 1917-1966 [2010], www.palestineremix.com