Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.
El régimen de Asad es mucho más que una mera dictadura; para poder entenderlo, así como sus horrores, es preciso que actualicemos nuestro pensamiento convencional sobre los Estados genocidas, sostiene Yassin al-Haj Saleh.
Referirse al régimen de Asad en Siria como «dictatorial» es un gran error; es, de hecho, la madre de todos los errores intelectuales, políticos, éticos y de derechos humanos perpetrados contra los sirios a nivel internacional. El Estado asadista se basa en el exterminio, no en la mera «represión», y en ese sentido es más problema universal que exclusivamente sirio. Concebir el régimen gobernante en Siria como dictadura es colocarlo en una amplia categoría aplicable hoy a muchos regímenes anteriormente colonizados, y a la misma Europa hace menos de dos generaciones. Esto ayudaría a normalizar el gobierno de Asad; en realidad, serviría para elogiarlo y para eliminar su singularidad en criminalidad e impedir una progresión necesaria en el pensamiento político, tanto a nivel sirio como mundial. Franco fue un dictador, Bourguiba fue un dictador, al igual que Gamal Abdel Naser y Tito, e innumerables tantos otros que gobernaron, o intentaron gobernar, de por vida, excluyendo a sus opositores y restringiendo la pluralidad política. Sin embargo, ninguna de esas figuras trabajó para instalar dinastías gobernantes o para hacer del Estado su propiedad privada, o para hacer de la «eternidad» (*) -y de la guerra inacabable contra el futuro que ello requiere- el principal objetivo de su gobierno.
Eternidad, dinastía y Estado privado son las distinciones fundamentales de una dictadura. En ella no se utiliza al Estado para organizar políticamente a la sociedad. No es un Estado nacionalista practicando la represión, sino más bien un Estado desprovisto de nacionalismo, que fomenta la esclavitud política o una relación de maestro-adepto; negándose a compartir el poder; aplastando cualquier objeción concebible a su eternidad y dinastía con violencia torrencial. El parentesco etimológico en árabe entre eternidad (al-abad) y exterminio (al-ibada) hace posible imaginar que la eternidad no se puede conseguir sin exterminio; es decir, sin el asesinato, la tortura y la humillación de sus nacionales a escala masiva. En cualquier caso, eso es consistente con el camino tomado por los Asad, père et fils. En el caso del padre, decenas de miles de personas fueron asesinadas, arrestadas y torturadas, y varios miles más desaparecieron durante dos décadas en la prisión de Tadmor (Palmira) para que el sometimiento de los que no habían sido encarcelados se prolongara durante mucho tiempo.
La «eternidad» se convirtió en un lema político en Siria en la década de 1980, íntimamente unido a las masacres y el exterminio. Con exterminio quiero decir la ampliación del asesinato con el objetivo de asegurar el poder sobre el tiempo y de impedir el cambio. Matar aquí no es punitivo, ni siquiera retributivo; es destructivo y extirpativo, con objeto de esclavizar a quienes aún no han sido asesinados e inmortalizar a los asesinos. Las cifras de asesinados pudieron ser de entre 20.000 y 30.000 en los primeros años de la década de 1980, y de medio millón o 600.000 entre 2011 y 2018, pero lo que importa no es tanto el número exacto sino el impacto y la destrucción que permiten asegurar la propiedad privada del Estado durante un período de tiempo sin final a la vista. Esta propiedad privada se aseguró de hecho durante los años de gobierno de Hafez al-Asad y durante la década posterior a su muerte y el lanzamiento del gobierno dinástico. Parece que la competencia de Hafez en el exterminio fue el ideal que inspiró a su heredero y en el que cimentó los pilares de su gobierno desde el primer discurso del 30 de marzo de 2011. Estaba convencido de que para asegurar el Estado privado durante treinta años más era necesario seguir por la misma senda que el padre.
Los resultados difieren y la cifra de víctimas y desplazados, así como la escala de la destrucción, fueron incomparablemente mayores, porque en esta ocasión se trataba más de una revolución de base, pluralista en valores y componentes sociales, que de una confrontación armada instigando protestas que se quedaban limitadas en el ámbito social y geográfico. Sin embargo, hay pocas dudas de que los pilares del Estado de Bashar se basan más en la tradición de Hafez que en la creación de la suya propia. Su objetivo es destruir a los revolucionarios y sus entornos sociales, y aterrorizar a la sociedad en su conjunto, para seguir disfrutando del gobierno durante una o dos generaciones más sin ningún inconveniente y sin hacer política, al igual que hizo Hafez antes. Y lo importante a tener en cuenta es que la detención de la matanza a decenas de miles o cientos de miles, en lugar de millones o decenas de millones, es completamente arbitraria; no hay nada en la composición del régimen que la impida. Lo que puede limitar el número o incrementarlo son las condiciones que rodean el proyecto de eternidad.
En la literatura sobre el genocidio se discute sobre si los grandes exterminios son el resultado de un intento premeditado («intento» es el término utilizado en la definición de genocidio de las Naciones Unidas en el Convenio de 1948) o de situaciones no planificadas. Creo que en esta discusión ha desaparecido una tercera dimensión que está conectada con la estructura de las elites en el Estado exterminador, su memoria, sus precedentes históricos y predisposiciones políticas. No es necesario que haya una intención clara de exterminar desde el principio, pero la estructura facilita o hace que ciertas tendencias sean más probables que otras, beneficiándose en cualquier caso de las circunstancias disponibles o de los accidentes de la historia. Por ejemplo: la protección ruso-china en el Consejo de Seguridad desde el otoño de 2011, el surgimiento de los yihadistas, el hecho que el régimen se fuera de rositas tras la atrocidad química en Guta en agosto de 2013 y muchas otras circunstancias más. Si el régimen de Asad hubiera sido seriamente castigado por sus crímenes, se habría limitado el exterminio de sus súbditos. La inmunidad frente al castigo proporciona las condiciones más apropiadas para el exterminio.
Y quizá de lo anterior quede claro que la estructura que hace más probable el exterminio, beneficiándose de esas alentadoras (o no restrictivas) condiciones internacionales se basa en la propiedad privada del Estado, en la dinastía y en la eternidad.
Aunque el régimen dictatorial es un problema para sus súbditos, el régimen de exterminio es un problema global porque su estructura, en busca de la eternidad, no contiene nada que pueda pararlo. La realidad es que se estaba pidiendo a los sirios que fueran ellos quienes solventaran el problema de su régimen de destrucción masiva, un régimen que disfrutaba de protección, que les mataba sin rendir cuenta alguna, que utilizaba armamento químico y que inventaba nuevas armas, como las bombas de barril, con las que destruir aún más cuerpos y arrasar más y más edificios. Si al régimen de exterminio no se le detiene desde fuera, está más que dispuesto a acabar dentro con cuanto se interponga en su camino. Esto fue lo que sucedió con el régimen nazi, que sólo pudo derribarse con una amplia coalición internacional.
No sólo sucede que no hay posibilidad equiparable de derrocar al gobierno de Asad, sino que parece que las potencias mundiales prefieren que permanezca, cuando no trabajan activamente para rehabilitarlo como hacen rusos e iraníes con el consentimiento tácito de Occidente.
Por tanto, el mundo está en crisis. Tenemos un problema global que el mundo no ha resuelto, un problema que el mundo ha amparado y protegido. Se ha aceptado la existencia de un «espacio de excepción», en el que las matanzas se suceden día y noche durante meses y años. Como Giorgio Agamben esclarecía en su análisis del «estado de excepción»: no es una excepción a la norma, sino que es la excepción la que produce las normas, o la que establece las posibilidades medievales que están apareciendo hoy. El espacio sirio de excepción establece, de hoy en adelante, normas globales. Porque si a Israel se le permite asesinar a los palestinos que se manifiestan más pacíficamente que nunca, como sucedió el Día de la Nakba este año; y Sisi puede mostrar un rostro fascista para que Egipto «no se convierta en Siria» (al igual que se dice ahora abiertamente de Jordania e Irán); entonces todo esto es señal de que la excepción siria se ha convertido en una base sobre la que explorar nuevos límites de poder, en esos países y a nivel mundial. Por decirlo de otra manera, después de Siria, el exterminio se ha convertido en una posibilidad soberana en el mundo de los Estados.
Según Agamben, el espacio óptimo de excepción es el campo de concentración, donde a los prisioneros «puede sucederles de todo» (Hannah Arendt). Los equivalentes sirios de esto son la prisión de Tadmor, en los años de Hafez, y la de Saydnaya, en los de su hijo Bashar. Con la tadmorización de Siria en los años posteriores al estallido de la revolución (véase mi artículo en árabe: «La tradición de Tadmor»), el espacio de excepción se extendió por todo el país. Cuando todo un país se convierte en un campo de concentración, el mundo en su totalidad se convierte en el país que rodea ese campo. Y del mismo modo que Tadmor resulta de utilidad para aterrorizar a todos los sirios, el espacio sirio de excepción es útil para aterrorizar al mundo, como demuestran los ejemplos de Egipto, Irán y Jordania. No olvidemos aquí que Oriente Medio es un extenso espacio de excepción respecto al derecho internacional mismo, basado en una jerarquía de poder, con Israel en la parte superior y las camarillas gobernantes de los Estados árabes por debajo de él. Hay una semejanza estructural entre los lemas de «hasta la eternidad» de Asad y «estamos aquí para quedarnos». Pero nuestra eternidad pertenece a una dinastía, no al «Estado del pueblo judío». El eterno, exterminador y dinástico Estado asadista ha sido uno de los pilares del sistema de Oriente Medio desde la década de 1970. Es nuestro Israel local.
Siria ha demostrado, en siete años, que el pensamiento político en el mundo está en crisis; que ha fallado a la hora de responder al desafío de la excepción siria de forma eficaz, a la hora de intervenir para detener la matanza y la devastación y promover la política, o de al menos ser consciente de la aniquilación e intentar revolucionar el pensamiento de las condiciones del Estado y la democracia y el mundo, así como de la relación entre la composición de la autoridad y el tiempo, y mucho más. Se ha rumiado bastante sobre los discursos tradicionales en relación con la soberanía, y sobre el imperialismo y el «cambio de régimen», y sobre intervención y no intervención (sin la más mínima consistencia moral respecto a esta última: la intervención de las fuerzas occidentales contra las partes que no eran el régimen estaba bien, al igual que la intervención de Rusia, Irán y sus acólitos en favor del régimen). En el fondo, se asumía siempre, en el peor de los casos, que el régimen de Asad es una dictadura como tantas otras, o su alternativa, que era víctima de una conspiración imperialista. Esto es peor que un fallo en la lectura; es un fracaso de la moral y un fracaso del sentimiento.
Debería haber estado en la naturaleza del pensamiento sobre la excepción siria que se hubiera llegado a desarrollos fructíferos en teoría social y pensamiento político, de la misma forma que el pensamiento sobre los campos de concentración nazis y sobre el nazismo mismo y el estalinismo produjeron importantes avances de este tipo (la escuela de Frankfurt, Hannah Arendt, Foucault, Agamben). Quizá sea hoy necesario reconstruir el pensamiento político emancipador en torno al actual régimen de exterminio como el paradigma de un espacio de excepción globalmente protegido. Si no se reflexiona respecto a la excepción siria en el mundo, en el campo de concentración sirio en el país/mundo, es poco probable que veamos nuevas normas, nuevas instituciones y nuevos sistemas de justicia. En relación con la catástrofe siria no ha surgido ni una sola institución de carácter global. Esto es una señal del ostracismo de los sirios en el mundo, una señal de que el mundo no siente necesidad alguna de cambiar nada ni de introducir nada nuevo a cuenta de los sirios.
Sin embargo, el mundo siente que está en crisis, aunque esté confundido sobre sus orígenes. El sistema internacional está inmerso en una grave crisis porque se ha negado a tomar nota de la excepcionalidad de la situación siria, y por tanto ha sido incapaz de abordarla de forma que pudiera demostrar su eficacia. Trató de someterla a su juicio convencional: un régimen dictatorial en un Estado soberano, cuyas acciones son quizá condenadas de vez en cuando. Pero los resultados fueron terribles: catastróficos para los sirios y buenos para nadie, excepto para los candidatos del compuesto eternidad/exterminio, como Irán y Rusia.
El problema es que el pensamiento político en el mundo y el sistema internacional y el mundo y la izquierda (es decir, los que ocupan el lugar de lo alternativo en el mundo; los beneficiarios hasta este día de los rendimientos simbólicos de esta posición en ausencia de competidores revolucionarios) están en crisis, y nadie quiere ver que el espacio sirio de excepción, o el Estado de exterminio en Siria, es el titular fundamental de esta crisis, cuando no su esencia.
Así pues, el futuro de la crisis está asegurado, no hay de qué preocuparse.
Nota:
(*) Como en la conocida rima (en árabe) del eslogan a favor del régimen: «¡Nuestro líder eterno / El leal Hafez al-Asad!»
(Este artículo se publicó originalmente en lengua árabe. Fue traducido al inglés por Alex Rowell).
Yassin al-Haj Saleh es un escritor sirio, expreso político y cofundador de Al-Jumhuriya. Su último libro está disponible en español «Siria, la revolución imposible» (Ediciones del Oriente y el Mediterráneo)
Fuente: https://www.aljumhuriya.net/en/content/state-extermination-not-%E2%80%9Cdictatorial-regime%E2%80%9D
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