El príncipe heredero de la monarquía saudí Mohamed bin Salman fue el primer mandatario en llegar a la Argentina para participar del G20. Su arribo se vio ensombrecido por la presentación judicial realizada por Human Rights Watch, que acusó penalmente a Salman de crímenes de guerra contra el pueblo yemenita y le atribuyó la responsabilidad […]
El príncipe heredero de la monarquía saudí Mohamed bin Salman fue el primer mandatario en llegar a la Argentina para participar del G20. Su arribo se vio ensombrecido por la presentación judicial realizada por Human Rights Watch, que acusó penalmente a Salman de crímenes de guerra contra el pueblo yemenita y le atribuyó la responsabilidad por el asesinato del periodista Jamal Kashogui, ejecutado dentro del consulado saudita en Estambul.
El 28 de noviembre el fiscal federal Ramiro González solicitó al juez Ariel Lijo evaluar la denuncia contra el príncipe heredero y este último solicitó a la cancillería argentina información sobre el status diplomático del mismo. Según fuentes cercanas al Palacio San Martín, sede del ministerio de relaciones exteriores argentino, se le comunicó al magistrado que no existe ninguna posibilidad de darle trámite a la denuncia dado que eso fue lo acordado con Arabia Saudita en forma previa a la llegada del príncipe, el 28 de noviembre. Human Rights Watch fundamentó su petición por considerar el caso como un crimen de guerra y por tanto contar con status de jurisdicción universal.
La acusación remite al asesinato de Kashogui y a la participación criminal del príncipe saudí en la guerra civil que se desarrolla en Yemen desde 1990, en la que se enfrentan cuatro grupos: (a) los hutíes o zaydíes, integrantes del universo religioso de los chiitas, pero con características específicas que los convierten, ante los ojos de los Ayatolas persas, en una secta carente de pureza.
Este colectivo que es el 40 % de la población yemenita, se identifican como Ansar Allah («Los Partidarios de Dios) y están apoyados en el terreno por los libaneses chiitas de Hezbollah y las milicias iraníes Al-Quds. (b) El DAESH, también conocido como Estado Islámico, o ISIS, de tradición sunita que se integra con combatientes locales y provenientes de diferentes territorios, entre ellos de Chechenia, Medio Oriente y el Magreb. En los dos últimos años se han incorporado milicianos provenientes de Siria e Irak, desde donde han sido expulsados. (c) Los sunitas apoyados por el príncipe Mohamed ibn Salman, que tienen su territorio liberado en Adén, al sur del país, cerca del estrecho de Mandeb, desde donde se planifican las incursiones terrestres contra los hutíes, y (d) los grupos tribales secesionistas del sur del país que pretenden separarse de Yemen y controlar el paso de los buques petroleros.
El conflicto en Yemen se agravó en 2011, luego de la denominada primavera árabe cuando el Presidente que comandó Yemen durante 30 años, de ascendencia huti, Ali Abdullah Saleh, fue obligado a declinar el poder en su vicepresidente, el sunita Abd Rabbu Mansour Hadi. A partir de ese momento, Saleh se constituyó en comandante de las milicias hutíes que expulsaron a Hadi de la capital, la ciudad de Saná. Desde 2014, Saleh y los hutíes controlaron la capital pero los intentos de este último por llegar a un acuerdo de paz generaron acusaciones cruzadas de traición (al interior de los chiitas) situación que finalizó con un enfrentamiento militar y la ejecución de Saleh el 4 de diciembre de 2017.
La etapa más cruenta de la guerra civil se había iniciado con los bombardeos realizados por la Coalición Árabe, bajo la denominación de Operación Tormenta de la Firmeza. Su misión prioritaria era aniquilar a las fuerzas hutíes, desligándose de la responsabilidad por la población civil. De la coalición liderada por los sauditas participan fuerzas de Estados Unidos, Turquía, Jordania y las milicias de Al-Qaeda, cuya franquicia en Yemen se denomina AQPA. De la misma manera que en Afganistán en las décadas del ’70 y el ’80, llamativamente después de las torres gemelas, Washington y Al-Qaeda cooperan asociativamente en una trinchera común.
Más allá de las acostumbradas utilizaciones de índole religiosa o secesionista para justificar bombardeos a población civil, bloqueos criminales y su posterior generación de la crisis humanitaria más grave que existe en la actualidad a nivel mundial, las razones ocultas del conflicto permanecen disimuladas detrás de citas coránicas y ancestrales enemistades tribales [1]. La dos motivaciones centrales de la guerra son el petróleo y las comercialización de armas: los cuatro grupos pujan por el control de un Estado que se encentra ubicado al sur de la península arábiga y que controla uno de los puntos más acuciantes de la circulación de petróleo a nivel mundial. Al oeste de Yemen se encuentra el Estrecho de Mandeb, que separa Asia del Cuerno de África, y que conecta el mar Rojo con el Golfo de Adén y el Océano Índico.
Por esa ruta circula el 11 por ciento del petróleo mundial, mayoritariamente proveniente de Arabia Saudita. Esa es justamente la zona controlada por los hutíes, aliados de la república Islámica de Irán. La otra ruta de los barcos petroleros, que también utilizan los sauditas, exige el tránsito por el Estrecho de Ormuz, fiscalizado justamente por quien se ha constituido en el enemigo prioritario de la familia de Mohamed bin Salman, el gobierno de la República Islámica de Irán. El Estrecho de Mandeb es una zona de influencia de los hutíes, situación que ha sido definida por Estados Unidos como un innecesario riesgo para uno de sus socios estratégicos en la región, que además es el primer cliente internacional de la exportación de armas de Washington.
Frente al asesoramiento desinteresado del Pentágono, los Salman no han dudado en bombardear enclaves civiles y producir en los últimos tres años, según cálculos de las Naciones Unidas, alrededor de 40.000 muertes, 100.000 heridos y someter a 10.000.000 personas a condiciones de cuasi-inanición, bloqueo de medicamentos e imposibilidad de migración. Este reposicionamiento belicista de Arabia Saudita en la región ha sido impulsado por Washington y asimilado con fervoroso ímpetu sagrado por el príncipe heredero, desde que asumió la responsabilidad máxima del Estado en 2017.
Una de las primeras acciones secretas generadas por bin Salman fue al conformación de los Tiger Squad, encargados de actuar como escuadrones de la muerte para ejecutar opositores dentro y fuera de su país. Uno de esos grupos fue el comisionado para asesinar en el consulado de Estambul al periodista Jamal Kashogui, el 2 de octubre último. Jamal había caído en desgracia luego de la muerte de su tío y protector, Adnan Kashogui, en 2017, quien había sido uno de los más importantes comerciantes de armas en el mundo, que venía siendo desplazado por una relación directa entre el Pentágono y la familia real saudita.[2]
Además Jamal había pertenecido a la cofradía de los Hermanos Musulmanes y participó en la conformación de al-Qaeda, durante la etapa en que Osama bin Laden luchaba, con el apoyo de la CIA en Afganistán, contra la Unión Soviética. Una vez ejecutado el saudita que lideraba al-Qaeda, su puesto fue ocupado por el egipcio Aymán al-Zawahirí, también proveniente de la hermandad musulmana, como Jamal. Adnan, el tío del periodista asesinado en Estambul, había sido el máximo proveedor de pertrechos bélicos de Al-Qaeda. Pero la familia de Salman, en connivencia con Washington, le birló el negocio.
El petróleo, el comercio de armas, el narcotráfico y el control de los recursos naturales continúan siendo las causas prioritarias de las guerras y el intervencionismo de Estados Unidos y la OTAN. La tragedia de Yemen explica otras derivas internacionales que tienen a las trasnacionales como decisores ocultos, capaces de producir guerras útiles para acrecentar las ventas de armas y debilitar a los pueblos generando sectarismos y divisiones mínimas o artificiales. Los escritorios de los think tanks ligados al Pentágono están ávidos de convertir a Venezuela en Yemen, con el objetivo de controlar lo que hoy les es esquivo e incrementar la venta de armas. Los dos millones de niñas y niños en peligro de muerte al sur de la península arábiga debieran hacer comprensible la obviedad del plan: que el capitalismo monopólico no tiene límites, y que sólo los pueblos empoderados, atentos a evitar las divisiones fratricidas internas, pueden detenerlos.
Notas
Jorge Elbaum. Sociólogo, doctor en Ciencias Económicas, analista senior del Centro Latinoamericano de Análisis Estratégico (CLAE, www.estrategia.la)
Publicado en cohetealaluna.com y questiondigital.com
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