Traducido para Rebelión por Germán Leyens
¿Cuántos de nosotros somos capaces de imaginar la noche de horror que sufrió la familia Salah? Acostados en el piso de la sala de estar durante lo que parecía una eternidad, abrazados como un solo ser, temblando de miedo mientras la casa es acribillada por balas y misiles; viendo como el rayo del láser del francotirador ejecuta su danza de la muerte por los muros de la casa, misil tras misil, como si ocurriera un terremoto; levantarse a oscuras siguiendo la orden de evacuar el edificio antes de que sea demolido; tratar de abrir la puerta delantera y descubrir que ha sido deformada totalmente por los balazos y que no se puede abrir; abrir una ventana y tratar de gritar a los francotiradores, en las tinieblas de la noche, que la puerta está bloqueada; ver que el padre de la familia cae con una bala en el cuello disparada por un francotirador; ver que el hijo cae unos minutos más tarde con una bala en la mejilla disparada por un francotirador; ver, impotente, como tu hijo yace en el piso, que la vida se le escapa, junto a su padre muerto, y gritar pidiendo ayuda, para ver que los soldados no permiten que nadie entre; sufrir después un interrogatorio y ser humillada; para descubrir luego que todo el contenido de la casa ha sido destruido.
Esa fue la noche de horror de la familia Salah: el padre, el profesor Khaled Salah, de 51 años, fundador del Departamento de Ingeniería Eléctrica de la Universidad An-Najah en Nablus, su mujer, Salam, y sus tres niños, Diana, de 23, Mohammed, de 16, y Ali, de 11 años, que se encontraban todos en casa esa noche. Por suerte el mayor, Amer, estaba en Boston, donde estudia ingeniería. Fue una noche de horror en la que el padre, doctorado de la Universidad de California, Davis, y miembro del Comité de Paz Israelí-Palestino en An-Najah, murió, con su hijo, Mohammed, que amaba el fútbol y soñaba con ser farmacéutico, y que yacía agonizante en el suelo por falta del auxilio médico que los soldados le negaron.
Tal vez los viste. Hace dos años, durante el Mundial (la Copa Mundial de fútbol), el corresponsal de Channel 2 News, Itai Engel, transmitió un informe sobre sus impresiones desde una casa en Nablus donde había visto el juego entre Brasil y Turquía como invitado de la familia Salah. Engel quedó anonadado esta semana cuando le contaron lo que ocurrió con la familia que lo invitó. ¿El muchacho también? El muchacho, también. Dijo que le habían encantado, el padre y su hijo, ambos ávidos aficionados al fútbol. Cuando le preguntó sobre la posibilidad de un partido entre Israel y Palestina, Khaled consultó a Mohammed y respondió: «Somos mejores, pero será mejor si ustedes ganan, por lo que nos pasaría si los derrotamos». Hablaron de paz y de fútbol.
A Salam, la viuda y desconsolada madre, superviviente de esa noche, le fue difícil recordar esta semana el programa de televisión y las observaciones de sus seres queridos sobre la paz. Para ella es importante que los israelíes sepan que Khaled era un hombre de paz. Entre ataques de llanto, sufriendo todavía del choque, quiere contar en detalle a los israelíes lo que ocurrió en las horas antes de la madrugada del 6 de julio en su casa en Saka Street, Nablus.
Salam Salah llegó a su casa un poco antes de medianoche de vuelta de una fiesta de matrimonio en la ciudad. Sólo ella y Diana habían asistido al matrimonio. Mohammed se quedó en casa con su padre mirando la televisión, a la espera de los dulces que su madre le traería de la fiesta. A Mohammed le gustaban mucho los dulces matrimoniales blancos y rosa rellenos de nueces. Nadie podría haber imaginado que serían los últimos dulces que comería en su vida. Diana, que como su hermano Amer, nació en California – ambos son ciudadanos estadounidenses – tiene un grado en administración de empresas de An-Najah. Ella, también, se preparaba para su propio matrimonio, una gran ocasión que debía tener lugar durante el mes siguiente.
Pronto se fueron a dormir. Mohammed era un muchacho que sufría de ansiedad. Nacido durante la primera Intifada en la dura ciudad de Nablus, llegó a la adolescencia al estallar la segunda Intifada. Tenía la costumbre de morderse las uñas. A veces le sangraba la nariz, cuando aumentaba la tensión en Nablus. Salam dice que puede haber sido porque ella protegía demasiado al niño.
Un cuarto para las dos despertaron asustados con el estruendo de un poderoso estallido. Salam y Khaled saltaron de la cama y miraron por la ventana de su dormitorio. No vieron nada. De la ventana de la pieza de Diana vieron las oscuras formas de soldados que rodeaban el edificio. Sólo desde la ventana de la cocina pudieron ver claramente todo lo que ocurría. «Es como un infierno», susurró Khaled a su mujer. Toda el área estaba repleta de francotiradores, tanques, helicópteros y otras fuerzas del ejército que habían venido a arrestar o liquidar a individuos buscados que probablemente se ocultaban en el apartamento de la planta baja.
Su edificio esta situado en Saka Street, sobre la ladera de un cerro, y Nablus se extiende debajo. Las residencias del edificio son espaciosas. Dos vecinos son médicos, y Sami Aaker, propietario de una fábrica que produce ropa para casas de moda israelíes es otro vecino. La casa de Aaker está ahora en ruinas, como la de la familia Salah.
Khaled metió a los niños en la sala de estar y se acostaron en el suelo, apretados los unos con los otros, cinco miembros de una familia como un solo cuerpo. De vez en cuando, otro misil o granada daba en el apartamento y estallaba, lanzando una luz refulgente, como un fuego artificial. Ocasionalmente, los reflectores o los rojos rayos de láser de los francotiradores iluminaban la oscura sala de estar. La electricidad se apagaba y encendía. La puerta del refrigerador, dañada como todo lo demás en la casa, estaba abierta de par en par y la luz amarilla iluminaba un poco. Salam y Khaled
llamaron a todos los que recordaban usando el teléfono móvil de Mohammed, para tratar de averiguar lo que ocurría. El tiroteo no se detuvo ni un segundo, y su casa estaban siendo gradualmente destruida. Llamaron a parientes, pidiéndoles que hicieran algo, rápido.
Un pariente llamó al consulado de EE.UU. en Jerusalén, pero incluso el largo brazo del todopoderoso EE.UU., cuyos ciudadanos se encontraban en el apartamento sitiado, no sirvió para nada. Un misil ya había impactado el dormitorio, otro en la cocina. El teléfono móvil de Khaled sonó en el dormitorio, pero nadie puedo alcanzarlo. Lloraban, rezaban, gritaban, guardaban silencio. Y se abrazaban todos. Tenían un Corán y leyeron versos en voz alta, para que la gente pudiera oír.
«Fue una pesadilla. Nunca me recuperaré. Ninguna película de horror que haya visto puede compararse con eso», dice Salam, que lleva ropa negra de luto. Cinco misiles habían caído ya en la casa. Khaled trató de calmarlos: «Es sólo daño a la propiedad, nadie ha sido herido». Salam dice que era fuerte y que no conocía el miedo. Sólo querían que no se moviera y fuera a arriesgar que lo hirieran.
Oyeron que las ventanas se hacían añicos, que el agua corría de cañerías que habían estallado y que perfumes fluían de botellas que se habían roto las unas tras las otras, sus fragancias flotaban por el apartamento. Oyeron el sonido de un helicóptero que venía de arriba. La batalla por la casa llegaba a su clímax. «Telefoneamos una y otra vez pero nadie podía ayudar. Era la guerra, y mi sentimiento era que ninguno de nosotros sobreviviría». Continuaron así durante una hora y cuarto, hasta las 3 de la mañana.
Cuando llegó el silencio, Salam gritó: «Por favor, por favor, somos una familia pacífica. Mi nombre es Salam, shalom [paz]». El silencio continuó un instante, y el tiroteo recomenzó. Inmediatamente después, la fuerza israelí ordenó que todos abandonaran el edificio, porque iba a ser volado. La orden fue dada por un altavoz, en árabe. «Todo el que no salga será volado dentro del edificio», amenazaron los soldados.
Khaled se levantó primero. «Estamos bien, todos estamos bien», cuchicheó. Caminó hacia el corredor y encendió una luz. Salam dijo a los niños que esperaran hasta que él pudiera ver lo que ocurría. Pero el tiroteo recomenzó y Khaled volvió apresuradamente a la sala de estar. Cuando terminaron los tiros, comenzó nuevamente a ir hacia la puerta delantera y trató de abrirla. Pero la puerta había sido deformada por los tiros y la llave no funcionó.
Al no poder abrir la puerta, y tomando en serio la amenaza de los soldados de volar la casa con ellos adentro, Khaled fue al dormitorio, abrió la ventana, levantó sus manos y gritó a los soldados, en inglés: «Señor, señor, necesitamos ayuda. Por favor vengan y abran la puerta. Soy profesor, somos gente de paz. Tenemos pasaportes estadounidenses». No hubo respuesta. Khaled trató de nuevo, esta vez en árabe: «Ayuda, ayuda, necesitamos ayuda».
Una fracción de segundo más tarde, Salam escuchó tres tiros. Khaled cayó en silencio. Nunca más volvería a oír su voz. Dentro de la habitación, el aterrador rayo rojo de láser saltaba por las paredes.
Salam se arrastró hacia su marido y lo encontró tirado en el suelo, entre la cama y la ventana. Primero no vio sangre, pero ya no respiraba. Entonces vio el agujero en su cuello. «Diana, Diana», gritó: «mataron a tu padre».
Entonces vio a Mohammed en la alfombra junto a Diana. «¿Qué pasó, Diana» gritó. Diana guardó silencio. Salam movió rápidamente a su hijo, vio la sangre que corría de su boca. Su mejilla estaba partida. Trató de contener la sangre que manaba de su mejilla usando toallas de papel. Primero, dice, pensó que era una herida superficial. El niño se lamentaba. Sus ojos estaban abiertos de par en par y emitía ruidos extraños. Sus ojos imploraban ayuda, pero su madre sólo tenía toallas de papel. Abrió la ventana de la habitación y gritó histéricamente a los soldados: «Ustedes mataron a mi marido y a mi hijo». Dice que escuchó la risa de un soldado.
«Cállate, mujer», le ordenó el soldado en árabe. Y de nuevo un rayo rojo de láser danzó por la pieza.
«Nunca comprenderé cómo mataron a Mohammed. Tal vez algún día lo sabré. Khaled alzó sus manos, así que era un objetivo conveniente para ellos. Lo mataron a sangre fría. Dejaron que terminara de hablar y luego lo mataron. Pero no entiendo cómo mataron a Mohammed. Grité como loca: ‘Ayuda, mi hijo está vivo, tenemos que salvarlo’. Se rieron y me dijeron que me callara. El soldado que se reía estaba abajo, en la calle. Me senté y seguí gritando como loca. Golpeé la puerta hasta herir mis manos. No sé cómo pude lanzar maldiciones. Pedí ayuda, Diana y Ali gritaban histéricamente, y los soldados amenazaron con volar el edificio con nosotros adentro.»
Mohammed estaba todavía en vida. Diana gritó a los soldados que tenía dos vecinos que eran médicos, que permitieran por lo menos que uno de ellos viniera o que dejaran pasar una ambulancia. Salam dice que cada vez que sus gritos aumentaban en fuerza, los soldados amenazaban con dispararles a menos que se callaran. Finalmente, los soldados dijeron que enviarían a alguien. Enviaron a un escudo humano, utilizando el «procedimiento del vecino» ilegal, en este caso el hijo de 15 años del vecino. El delgado muchacho empujó la puerta desde afuera, Salam tiró desde adentro y por fin la puerta se abrió.
«Salimos en pijama con los brazos en alto», dijo Salam. «Los soldados nos hablaron, humillándonos. Les grité que mi hijo y mi esposo estaban muertos y se rieron de nosotros, imitando mis gritos. Nos llevaron al apartamento de los vecinos. Diana preguntó dónde podía sentarse, y un soldado le dijo: siéntate en tu trasero. Cuando le pregunté por su comandante, se rieron de mí. Cuando les dije que quería estar con Mohammed, me remedaron. Es el ejército más criminal y más cruel del mundo. Fue asesinato de primer grado.»
A las 6 y cuarto de la mañana, cuatro horas y media después del comienzo del ataque, los soldados permitieron que una ambulancia palestina llegara al edificio. Padre e hijo estaban muertos. Salam fue llevada para ser interrogada por el «capitán Razel» del servicio de seguridad Shin Bet, que le preguntó por los hombres buscados que se habían ocultado en el apartamento de abajo. No tenía la menor idea, dice, de lo que ocurría afuera.
El asunto no terminó ahí. «Después de todo eso entraron a la casa y dispararon contra todo lo que encontraban. Todo. No hay un vestido, ni una toalla, que no hayan acribillado. Dispararon contra el ordenador, la heladera, todas nuestras pertenencias, lo destruyeron todo. No nos dejaron ni un par de calcetines. Lo destruyeron todo. Una casa de 20 años, todos nuestros recuerdos, todos nuestros sueños, toda nuestra historia. Imagínese lo que es un hogar de 20 años. Lo destruyeron todo. Los libros de mi marido. No entiendo por qué. Sólo querían mostrarnos lo fuertes que son y cuán crueles.»
¿Qué pensarán ahora los soldados implicados? ¿El francotirador que mató a un padre y a su hijo, y los que rehusaron el auxilio médico para el niño agonizante? El ejército publicó una declaración el día siguiente: «El doctor Salah y su hijo Mohammed fueron aparentemente matados por fuego de las IDF, pero no hubo intención de dañarlos. Debido a los disparos del hombre buscado desde el edificio, los soldados se vieron obligados a disparar en diferentes etapas a todos los pisos y al techo del edificio, y es posible que en uno de los casos los soldados no identificaron correctamente el origen del fuego o se vieron obligados a abrir fuego contra movimientos sospechosos. Por la continuación del evento y la falta de información sobre dónde había más individuos buscados en el edificio, no fue posible enviar equipos médicos al edificio».
Las sirenas aúllan en las calles principales de Nablus. Otra procesión funeraria. Yasser Tantawi, 21 años. Su hermano, Khaled, de 19, fue matado hace dos meses. Los dos son del campo de refugiados Balata de la ciudad. Un voluntario sueco, Henryk Larsen, estudiante de medicina de la Universidad Uppsala, que se unió a una ambulancia de la Organización de Ayuda Médica, fue testigo del asesinato de Yasser en la noche del sábado pasado.
Jóvenes lanzaban piedras contra jeeps, los soldados abrieron fuego, Yasser fue herido en la pierna y cayó al suelo. El evento tuvo lugar en el cementerio del campo. Larsen trató de atender al muchacho herido, pero le hicieron fuego y tuvo que retirarse. Vio el cuerpo de Yasser sacudiéndose para atrás y para adelante mientras los soldados le disparaban. Le disparaban, dice, después de que ya lo habían herido en la pierna.
El doctor Rasan Hamadan, de la Organización de Ayuda Médica, dice que se encontraron unas 10 balas en el cuerpo de Yasser y que el equipo médico informó que no portaba armas. Larsen, también, dice que no vio ningún arma.
La respuesta de la oficina del portavoz de las IDF: «Durante actividad operativa de una fuerza de las IDF en el campo de refugiados Balata, la fuerza fue atacada con disparos y mediante el lanzamiento de artefactos explosivos. Los soldados abrieron fuego contra un terrorista armado con un rifle Kalashnikov que avanzaba hacia ellos, y lo mataron. En la compleja realidad en la que operan las IDF, se hace el máximo de esfuerzos para no herir a inocentes. Al mismo tiempo, en el caso de individuos armados que ponen en peligro a soldados de las IDF y de aquellos que los rodean, la obligación de los soldados es impedir que actúen».
Dos días más tarde, el lunes de esta semana, soldados mataron a otro lanzador de piedras en el cementerio del campo Balata. Su nombre era Husam Abu Zeitouna. Tenía 14 años.
23 de julio de 2004