Traducido para Rebelión por Beatriz Morales Bastos
El derecho de los refugiados palestinos expulsados en la guerra de 1948 a volver a sus hogares fue reconocido por la Asamblea General de Naciones Unidas en diciembre de 1948. Es un derecho anclado en el derecho internacional y acorde con nociones de justicia universal. Más sorprendentemente quizás, también tiene sentido en términos de realpolitik: a menos que Israel acceda a repatriar a los refugiados, todo intento de resolver el conflicto israelo-palestino está abocado al fracaso, tal como quedó claro en 2000 cuando la iniciativa de Oslo fracasó debido a este asunto. Sin embargo, solo uno pocos judíos en Israel están dispuestos a defenderlo, en parte debido a que la mayoría de los judíos israelíes niega que en 1948 Israel llevara a cabo esta limpieza étnica.
El objetivo del proyecto sionista ha sido siempre construir y después defender una fortaleza occidental/ «blanca» en el mundo árabe/ «oscuro». En el centro de la negativa a conceder a los palestinos el derecho al retorno está el temor de los judíos israelíes a ser superados en número por los árabes en Israel. Esta posibilidad suscita unos sentimientos tan fuertes que a los israelíes no parece importarles que sus actos sean condenados por todo el mundo; la propensión judía a buscar desagravio ha sido reemplazada por piadosa arrogancia y por pretensiones de superioridad moral. Su postura no es diferente de la de los Cruzados cuando se dieron cuenta de que el Reino de Jerusalén que ellos habían construido en Tierra Santa no era más que un islote en medio del hostil mundo árabe. O la de los colonos blancos en África, cuyos enclaves han desaparecido más recientemente, cuya pretensión de ser otra tribu local se vino abajo.
En 1922 o en torno a éste año, un grupo de judíos colonialistas del este de Europa consiguió -gracias en gran parte a la ayuda que recibieron del Imperio Británico- construir las bases de un enclave en Palestina. En aquel año y el siguiente las fronteras de Palestina como un futuro estado judío estaban delineadas. Los colonialistas soñaban con una masiva emigración judía para fortalecer su control. Pero el Holocausto redujo el número de judíos «blancos» y decepcionantemente desde un punto de vista sionista, aquellos que habían sobrevivido prefirieron Estados Unidos, e incluso la propia pérfida Europa, a Palestina.
Los dirigentes de la Europa del este admitieron a su pesar a un millón de judíos árabes en el enclave. Fueron sometidos a un proceso de des-arabización, que ha sido bien documentado por estudiosos post-sionistas y Mizrachi. Esto fue visto como un éxito y la presencia de una pequeña minoría palestina dentro de Israel no disipó la ilusión de que el enclave estaba bien construido y descansaba sobre una sólida base – aunque el precio hubiera sido la desposesión y el desarraigo de la población indígena, y la apropiación del 78% de su tierra.
El mundo árabe y el movimiento nacional palestino fueron lo suficientemente fuertes como para dejar claro que no iban a reconciliarse con el enclave israelí. En 1967 ambas partes se enfrentaron y el proyecto sionista extendió su apropiación de territorio, se hizo con el control de toda Palestina y de partes de Siria, Egipto y Jordania. La victoria produjo un apetito de más territorio. En 1982 se añadió el sur del Líbano al mini-Imperio, en compensación por la pérdida del Sinaí que había sido devuelto a Egipto en 1979. Para proteger en enclave se hizo necesaria una política expansionista. Desde 2000 el Estado judío ha dejado de expandirse, de hecho se ha reducido con la retirada del Líbano. Sucesivos gobiernos se han mostrado incluso dispuestos a negociar la retirada de los Territorios Ocupados, mientras los dirigentes israelíes han llegado a creer que la tierra no es lo más importante. Otras cosas parecen parece ahora más valiosas: en particular, la capacidad nuclear, el apoyo incondicional de Estados Unidos y un ejército fuerte. Ha vuelto a emerger un pragmatismo sionista que cree que es posible limitar Israel al 90% de Palestina, siempre y cuando el territorio esté rodeado por muros electrificados tanto visibles como invisibles. Una minoría de fanáticos se niega a estar de acuerdo con esta concesión de territorio e incluso se ha llegado a hablar de «guerra civil».
Sin embargo, esto es un farsa: la gran mayoría del público [israelí] apoya la «juiciosa» política de desconexión de Gaza.
Así pues, podría estar acercándose la etapa final de la construcción de la fortaleza, en la que se están construyendo altos muros al rededor de un enclave acordado, con cierto consentimiento internacional -e incluso regional. Pero, ¿qué va a ocurrir dentro de estos muros?
No mucho, de creer a los principales periódicos de aquí. Existen amenazas desde dentro de la fortaleza, pero pueden ser vencidas. Es verdad, han llegado no-judíos de la antigua Unión Soviética, pero al menos son «blancos» y, por lo tanto, se les puede dar la bienvenida. Los inmigrantes trabajadores invitados, ninguno de ellos judío, pueden o bien ser deportados o quedarse como esclavos modernos; en todo caso, no son árabes y por lo tanto no constituyen un «problema demográfico»: la frase utilizada por aquellos israelíes que apoyan la expulsión de más palestinos de Israel y el título de muchas conferencias académicas, incluyendo una que se va a celebrar este mes en mi universidad – los profesores y los funcionarios que asistirán a ellas apoyan abiertamente una estrategia de mayor limpieza étnica. Los judíos árabes no son considerados un peligro para la pureza del enclave porque se ha logrado des-arabizarlos: se asume que los pocos de ellos que se atreven a señalar sus raíces en el mundo árabe no constituyen una amenaza real para el consenso sionista.
Está claro por qué ninguna concesión sionista puede aumentar las posibilidades de negociación. El derecho al retorno de más «árabes» al Estado de Israel, aunque fuera un medio de acabar con el conflicto. La negativa a considerar el retorno es, sin embargo, extraña – esto es, si uno se aleja aunque sea ligeramente de la percepción sionista de la realidad, dado que Israel ya ha dejado de ser un Estado con una mayoría judía, gracias a la afluencia de cristianos de Europa del Este, al creciente número de trabajadores invitados y al hecho de que los judíos seculares solo pueden ser considerados «judíos» en un sentido. Esto es menos desconcertante cuando uno se da cuenta de que el objetivo principal en realidad es mantener el Estado «blanco» (los judíos negros venidos de Etiopía viven en zonas pobres y son escasamente visibles). Lo que importa a los ojos tanto de la derecha como de la izquierda en Israel es que las puertas se mantienen cerradas y los muros altos, para protegerse de una invasión «árabe» de la fortaleza judía. El gobierno israelí ha fracasado en sus intentos tanto de fomentar una mayor emigración judía como de incrementar la tasa de natalidad judía dentro del Estado. Y no han encontrado una solución al conflicto que puede ocasionar la reducción del número de «árabes» en Israel. Todas sus soluciones llevarían, por el contrario, a un incremento (ya que consideran el Gran Jerusalén, los Altos de Golán y un gran bloque de asentamientos en Cisjordania como parte de Israel). La tasa de natalidad palestina es tres veces mayor que la de los judíos y no hace falta ser un experto en demografía para entender lo que esto significa.
Además, mientras que la propuesta para acabar con el conflicto presentada por el gobierno Sharon-Peres -con la silenciosa aquiescencia de la izquierda sionista- puede satisfacer a algunos regímenes árabes, como los de Egipto y Jordania, no serán suficientes para la sociedad civil de estos países, politizados por el Islam radical. El objetivo estadounidense de «democratizar» Oriente Medio -como lo está llevando a cabo actualmente su ejército en Iraq- no rebaja, sin embargo, la preocupación de la vida dentro de la fortaleza «blanca». El nivel de violencia sigue siendo alto y el nivel de vida de la mayoría baja constantemente. Estas cuestiones no se está tratando: su importancia en la agenda es casi tan escasa como la de los problemas medioambientales o la de los derechos de la mujer. Lo que importa es que constituimos -me incluyo a mí mismo ya que procedo de una familia de judíos alemanes- una mayoría de «blancos» en nuestra progresista isla en un mar de «negros».
Denegar el derecho de los refugiados palestinos al retorno equivale a una promesa incondicional de defender el enclave «blanco». Esta postura es particularmente popular entre los judíos sefardíes, que originariamente formaban parte del mundo árabe pero que desde entonces han aprendido que el pertenecer a la sociedad «blanca» requiere un proceso de Hishtakenezut – de «convertirse en ashkenazi». Hoy son ellos los más vociferantes defensores de la isla «blanca», aunque muy pocos de ellos, especialmente entre aquellos que proceden del norte de África, vayan a llevar la confortable vida que disfrutan sus homólogos ashtenazis. Por muy estruendosamente que se des-arabicen a sí mismos, tarde o temprano se darán contra un muro de cristal.
Mas importante, la creencia sionista en la Fortaleza Israel garantiza la perpetuación del conflicto con los palestinos, con sus vecinos árabes y con las sociedades musulmanas hasta el sudeste de Asia. Pero no son solo la solidaridad cultural y la afinidad religiosa las que posiblemente asegurarán que enormes fuerzas árabes e islámicas se entreguen a la lucha contra Israel: toda la frustración del mundo en vías de desarrollo y todo su deseo de liberación algún día será canalizado en el rescate de Palestina.
La íntima relación entre judíos y palestinos que se ha ido desarrollando a lo largo de estos tumultuosos años tanto dentro de Israel como fuera y la naturaleza compuesta de aquellas secciones de la sociedad judía en Israel que se han permitido a sí mismas ser modeladas más por las circunstancias que por la ingeniería humana, prometen la reconciliación a pesar de los años de apartheid, expulsión y opresión. Pero la ventana de la oportunidad solo permanecerá abierta un rato. Si el ultimo enclave poscolonial europeo en el mundo árabe no se transforma voluntariamente en un Estado cívico y democrático, se convertirá en un país lleno de ira, con sus características deformadas por el deseo de retribución, por el chovinismo y el fanatismo religioso. Si esto ocurre, será casi imposible pedir moderación a los palestinos, o esperarla de ellos. Puede ocurrir, pero dado lo que hemos visto en otros países árabes liberados por medio de la lucha armada, las esperanzas de que esto llegue temprano antes que tarde son escasas.
Aquellos de nosotros que defendemos el derecho de los palestinos al retorno consideramos que aún no se han cerrado las oportunidades. Todavía hay una casi increíble distancia entre el peso de la opresión israelí y la fragilidad de la vengatividad palestina. Pero es difícil decir cuánto tiempo vamos a ser capaces de beneficiarnos de esta distancia . Me temo que no mucho y a menos que obtengamos alguna ayuda del mundo exterior, lo peor está por llegar.
*Ilan Pappe es profesor de ciencias políticas en la Universidad de Haifa y dirige el Instituto Emil Touma de Estudios Palestinos en Israel. Es autor de A History of Modern Palestine: One Land, Two Peoples [Una historia de la moderna Palestina: una tierra, dos pueblos] publicado por Cambridge en 2003.
London Review of Books, Volumen 27, N°. 10 19 de mayo de 2005