Traducido para Rebelión y Tlaxcala por Caty R.
«Si nos declaramos incapaces de llegar a una convivencia y de establecer acuerdos honrados con los árabes, no podremos negar que no nos hemos enterado de nada durante nuestros dos mil años de sufrimientos y mereceremos todo lo que nos llegará.» (Albert Einstein, carta a Weismann, 25 de noviembre de 1929).
A los ojos de numerosos observadores, la política actual del gobierno israelí puede parecer perfectamente irracional. ¿Por qué correr el riesgo de abrasar Líbano cuando se está alejando poco a poco de Siria? ¿Por qué atacar militarmente a Hamas, en el instante preciso en que este movimiento estaba a punto de ceder a las presiones internacionales y reconocer el «derecho a la existencia» de Israel? En realidad, estos actos sólo son incomprensibles si nos empeñamos en mirar la política de Israel desde el punto de vista de su discurso oficial, el que proclama en los foros internacionales, afirmando que «sólo deseamos vivir en paz con nuestros vecinos». Las cosas se vuelven mucho menos oscuras cuando se examina la política del Estado israelí a la luz de su doctrina fundadora: el sionismo.
Cuando, hacia 1885, hombres como Leo Pinsker, Ahad Haam y Theodor Herzl pretendieron crear un «hogar nacional judío» en Palestina, estaban muy lejos de la aprobación general. Al contrario, la inmensa mayoría de los judíos no estaba de acuerdo con este proyecto. Primero, porque no tenía ningún sentido: era materialmente imposible conseguir la emigración de todos los judíos del mundo a Palestina (todavía hoy, el Estado de Israel sólo agrupa a una pequeña porción de los judíos del planeta, aunque se arrogue el derecho a hablar en nombre de todos). Por otra parte, la inmensa mayoría no tenía ganas de dejar el país donde había nacido; a pesar de las persecuciones y las discriminaciones, los judíos se consideraban, muy justamente, ciudadanos de Francia, Bélgica, USA, Alemania, Hungría o Rusia.
Además muchos judíos, sobre todo los intelectuales y los progresistas, se oponían radicalmente al carácter premeditadamente racista y colonialista del proyecto sionista. No se reconocían en las intenciones de Ahad Haam cuando decretó que «el pueblo de Israel, como pueblo superior y continuador moderno del Pueblo elegido, también debe poseer una auténtica identidad»; no podían seguir a Theodor Herzl cuando dijo que quería «colonizar Palestina», crear allí un Estado judío y para hacerlo «prestar servicios al Estado imperialista que protegerá su existencia». Hasta después de la guerra y el Holocausto, importantes personalidades judías que incluso aportaban a veces su sostén material y moral a los judíos que se instalaban en Palestina, continuaron negando radicalmente la idea de crear allí un Estado judío. Einstein: «La conciencia que tengo de la naturaleza esencial del judaísmo choca con la idea de un Estado judío dotado de fronteras, de un ejército y de un proyecto de poder temporal».
El racismo y el colonialismo israelíes no valoran la naturaleza de una mayoría gubernamental; su Estado no se define con referencias a una nación, sino a una religión y a una etnia particulares; es un Estado que se basa en leyendas polvorientas, el derecho de «su» pueblo a la apropiación exclusiva de una tierra ya habitada y explotada por otros pobladores. ¿Qué tierra? En Israel, todavía, son los textos fundadores del sionismo los que alumbran la política actual. Cuando en 1987 Herzl se dirigió al gobierno francés, con la esperanza de obtener su apoyo para la fundación de Israel, escribió: «el país que nos proponemos fundar incluirá el Bajo Egipto, el sur de Siria y la parte meridional del Líbano. Esta posición nos hará dueños del comercio con la India, Arabia y África del Este y del Sur. Francia no puede tener otro deseo que el de ver los caminos de la India y de China ocupados por un pueblo dispuesto a seguirla hasta la muerte». Después de la Primera Guerra Mundial y del acuerdo Sykes-Picot [1], dirigieron las mismas promesas a Inglaterra. Y desde 1945, como es bien sabido, suenan en los atentos oídos del gobierno estadounidense. Del Bajo Egipto al sur de Líbano… Basta una mirada sobre los mapas sucesivos de Oriente Próximo desde la fundación de Israel, para observar la regularidad sistemática con la que se está cumpliendo el plan de Theodor Herzl. Desde Galilea y la franja costera de Jaffa, los territorios propuestos por el primer mapa de reparto de Bernadotte en 1948, Israel se ha extendido progresivamente hasta Jerusalén, el Mar Muerto, Néguev, los Altos del Golán y el sur de Siria; hoy fagocita poco a poco Cisjordania y la franja de Gaza; hasta ansía el sur de Líbano.
Israel es en Oriente Próximo lo que la África del Sur del apartheid fue, antaño, en África austral: una colonia euro-estadounidense que impone a las poblaciones autóctonas una dominación de carácter racista y cuya existencia sería imposible sin la ayuda material de una potencia imperialista «por los servicios prestados». Recordemos también que las Naciones Unidas condenaron repetidas veces a Israel por su colaboración militar y nuclear con el régimen surafricano. Cada oveja con su pareja…
Cuando un gobierno decide que la vida de un soldado es más importante que la de decenas de niños y civiles, con el único argumento de que el soldado es judío y los civiles y los niños son musulmanes, cristianos o no tienen religión, es obvio que el Estado al que representa ese gobierno es un estado racista. Cuando las fuerzas armadas, en los territorios que ocupan ilegalmente, prohíben a los civiles desplazarse, sacar el agua de los pozos y las fuentes, arar sus campos, visitar a sus familias, acudir a la escuela o a al trabajo, circular de un pueblo a otro, llevar a un niño enfermo al médico, por los simples motivos de no profesar la religión judía o no tener la nacionalidad israelí, ese ejército es el de un estado racista y colonialista.
Decir esto hoy en Europa, atreverse a discutir los fundamentos del proyecto sionista, es correr el riesgo de ser catalogado de antisemita, incluso de «negacionista». Ya es hora de que cese esta hipocresía. La Shoa no puede justificar los sufrimientos de los palestinos y los libaneses. ¿Qué derecho tienen los dirigentes israelíes, la inmensa mayoría de ellos nacidos después de 1945, a hablar en nombre de las víctimas del nazismo? ¿Qué derecho tienen para pretender apropiarse la memoria exclusiva de un crimen perpetrado contra toda la humanidad? Atreverse a invocar el Holocausto para justificar su propio racismo es un insulto, no un homenaje a los mártires judíos.
Nos ofendió oírle decir al presidente iraní que hacía falta «borrar a Israel del mapa». Y sin embargo es la única solución. También habrá que borrar del mapa poco a poco los «pretendidos territorios palestinos», los nuevos bantustanes [2]. Borremos del mapa de Oriente Próximo la frontera vergonzosa entre judíos y árabes. La política de «dos pueblos, dos Estados», la política de la división de Palestina sobre una base religiosa y étnica, es una política de apartheid que jamás traerá la paz. Volvamos a lo que fue siempre, hasta Oslo, el proyecto de la OLP, y también el proyecto de muchos judíos como, de nuevo, el gran físico y humanista Albert Einstein: «sería más razonable, a mi parecer, llegar a un acuerdo con los árabes teniendo como base una vida común pacífica que crear un Estado judío».
[1] El acuerdo Sykes-Picot fue un pacto secreto entre Gran Bretaña y Francia, con el consentimiento de Rusia, para el desmembramiento del Imperio Otomano. Se finalizó en mayo de 1916 -durante la Primera Guerra Mundial- y condujo a que Siria, Irak, Líbano y Palestina, hasta entonces en manos turcas, fueran divididos en áreas administradas por británicos y franceses. Toma su nombre de los negociadores, Sir Mark Sykes por Gran Bretaña y Georges Picot de Francia. http://www.bbc.co.uk/spanish
[2] Bantustán es el término que designa cada uno de los veinte territorios que sirvieron como reservas tribales de habitantes no blancos en Suráfrica y África del Suroeste (actual Namibia), en el marco de las políticas segregacionistas impuestas durante la época del apartheid. Tanto en la República Surafricana como en el territorio aledaño de África del Suroeste (por entonces, bajo su ocupación y administración), se establecieron diez reservas de esta clase, destinadas a alojar y concentrar en su interior poblaciones étnicamente homogéneas.
http://es.wikipedia.org/wiki
* Nico Hirtt es profesor de Física e Informática de enseñanza secundaria, sindicalista belga y uno de los fundadores de la asociación Appel pour une École Démocratique (Aped). Es autor de «L´École sacrifiée» (EPO, 1996), «Tableau noir» (EPO, 1998) y «L´École prostituée» (Labor, 2001).
Fuente: http://bellaciao.org/fr
Caty R. es miembro de los colectivos de Rebelión y Tlaxcala, la red de traductores por la diversidad lingüística. Esta traducción es copyleft y se puede reproducir libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y la fuente.