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El caballero de la tortura cabalga a la Secretaría de Justicia

La irresistible ascensión de Alberto Gonzales

Fuentes: The Gully

En atracción sentimental no hay quien le gane a Alberto Gonzales, el nuevo Secretario de Justicia de Estados Unidos. Sus antepasados cercanos fueron trabajadores migrantes mexicanos; su padre, obrero de la construcción. Su padre y dos tíos hasta fabricaron con sus propias manos la casa en la zona norte de Houston, Tejas, donde Alberto se […]

En atracción sentimental no hay quien le gane a Alberto Gonzales, el nuevo Secretario de Justicia de Estados Unidos. Sus antepasados cercanos fueron trabajadores migrantes mexicanos; su padre, obrero de la construcción. Su padre y dos tíos hasta fabricaron con sus propias manos la casa en la zona norte de Houston, Tejas, donde Alberto se crió. Los ocho niños, la madre y el padre, compartían los dos dormitorios.

Luego de graduarse de secundaria con calificaciones excelentes, Gonzales se enroló en la Fuerza Aérea de Estados Unidos y consiguió un puesto en su Academia. Dos años más tarde, se trasladó a la Rice University, en su ciudad natal, donde se licenció en ciencias políticas en 1979. Un título en leyes de la prestigiosa Harvard Law School coronó todos estos éxitos.

El resto ya es historia. En 1994, luego de haber ejercido la profesión de abogado durante una década, Gonzales fue nombrado asesor jurídico del entonces gobernador de Tejas, George W. Bush. En 1997, Bush lo nombró Secretario de Estado de Tejas. En 1999, lo designó juez de la Corte Suprema de dicho estado. Cuando Bush fue electo Presidente de Estados Unidos en el año 2000, se llevó al fiel Gonzales con él a la Casa Blanca, nombrándolo asesor jurídico presidencial.

Pese a las opiniones contrarias de su patrón, Gonzales se ha mantenido en sus trece en su apoyo al derecho al aborto y la llamada «acción afirmativa», la política de privilegiar a las minorías étnicas y a las mujeres en el empleo o la educación.

Al igual que la mayoría de los bien conectados políticamente, Gonzales se ha permitido una que otra conducta dudosa en su rápida ascensión a la cumbre del poder. Cuando era asesor jurídico del gobernador Bush, Gonzales ayudó a éste a zafarse de su obligación de actuar como jurado en un caso de conducción en estado de embriaguez en el condado tejano de Travis. En el cuestionario que tienen que llenar todos los jurados en potencia, Bush no reveló su propia condena por conducir borracho en 1976.

En su calidad de Secretario de Estado de Tejas, Gonzales era el responsable de presentarle al gobernador Bush las peticiones de clemencia de los condenados a muerte. En varios casos, Gonzales omitió detalles importantes sobre el condenado, incluso información sobre su salud y capacidad mentales, pruebas de la ineficacia de su abogado defensor, conflictos de interés, pruebas atenuantes y hasta pruebas de su inocencia. No ha de extrañar, pues, que durante el mandato del gobernador Bush, el estado de Tejas ejecutara a 56 personas, más que nunca en su historia.

A Gonzales también se le ha acusado de tener vínculos con Enron, la empresa de energía que se desplomó en un sonado escándalo financiero en 2002. En Tejas, Gonzales trabajó en el bufete de Vinson y Elkins, abogados de Enron, y ésta contribuyó $6,500 a su exitosa campaña de reelección a la Corte Suprema de Tejas, en el año 2000.

Todas estas acusaciones quizás se puedan pasar por alto como ejemplos de amiguismo político común y corriente o, en los casos de pena de muerte, hasta de incompetencia. Pero el apoyo ilegal y sin remordimientos de Alberto Gonzales a la tortura en la llamada «guerra contra el terror», eso ya es harina de otro costal.

Estados Unidos empezó a usar la tortura de manera sistemática poco después de los ataques del 11 de septiembre de 2001. El tratamiento «cruel, inhumano y degradante» en Guantánamo, Abu Ghraib y otros lugares se ha documentado de manera exhaustiva en los informes de la Cruz Roja Internacional, la investigación del Mayor General Antonio M. Taguba, la de una comisión encabezada por el ex Secretario de Defensa James R. Schlesinger y autorizada por el Pentágono y otras investigaciones, tanto del gobierno estadounidense como independientes

Los interrogadores de la base naval y prisión estadounidense de Guantánamo, Cuba, se han hecho célebres por su uso de la tortura. Allí, en contra de los argumentos el ex Secretario de Estado Colin Powell y de abogados militares estadounidenses, Gonzales recomendó que se denegase a los prisioneros de la guerra de Afganistán la protección de las Convenciones de Ginebra, mediante el subterfugio de redefinirlos como «detenidos», en vez de «prisioneros». Las Convenciones de Ginebra, dijo Gonzales, no son sino unas «antiguallas» en este mundo post 11/9. Son «obsoletas», recalcó.

Incitada por Gonzales, la Secretaría de Justicia redactó en agosto de 2002 un memorando en el que se redefinía la palabra «tortura» para permitirle a los interrogadores hacerle de todo a los prisioneros, excepto infligirles un dolor «de una intensidad parecida a la que acompaña un daño físico grave como la muerte o el fallo orgánico». Esto permite toda una gama de prácticas que constituyen tortura según el derecho internacional y las leyes de Estados Unidos y que seguramente se considerarían tortura si fuesen infligidas a soldados estadounidenses. Por ejemplo, el llamado método de la «tabla de agua», por el que se desnuda al prisionero, se le ata a una tabla y se le sumerge en agua hasta que casi se ahogue, la privación de sueño, las palizas y la violación.

En ese mismo memorando de agosto de 2002, Jay S. Bybee, por entonces jefe de la Oficina de Asesoría Jurídica de la Secretaría de Justicia, afirmó también que el Presidente no tenía en lo absoluto que preocuparse por definir la tortura.

«En su calidad de comandante en jefe, el Presidente tiene la autoridad constitucional para ordenar las interrogaciones de los combatientes enemigos». Bybee agregó que, en su calidad de comandante en jefe, el Presidente puede, legalmente, ordenar la tortura, haciendo caso omiso de las leyes penales federales de Estados Unidos y del derecho internacional. Bybee afirmó asimismo que toda medida «que interfiera con la dirección por parte del presidente de cuestiones bélicas esenciales tales como la detención e interrogación de combatientes enemigos sería, por tanto, inconstitucional». Aparentemente, ni el mismísimo Congreso tiene derecho a refrenar a Bush. ¿Y la Constitución y su famoso sistema de «checks and balances» para prevenir abusos de poder? Pues al basurero.

Sin duda para facilitarle a Gonzales su confirmación por el Senado, la Secretaría de Justicia anunció hace poco que había «rescindido» el memorando de Bybee, el cual estaba siendo «revisado». Jay Bybee, por su parte, fue generosamente recompensado por sus servicios: hoy es juez federal del importantísimo Tribunal de Apelaciones del Noveno Distrito. Y Alberto Gonzales ya ocupa el más alto cargo jurídico del país. Las consecuencias son enormes.

En un comentario publicado en enero en el New York Times, titulado «Ahora todos somos torturadores», Mark Danner dice:

«El Sr. Gonzales no se merece [el cargo de Secretario de Justicia] porque, siguiendo su lento curso, la litigación actual terminará por llegar ante el próximo Secretario de Justicia con un montón de casos de tortura que cuestionan las políticas que él, personalmente, ayudó a crear y a poner en práctica. No se lo merece, porque el Secretario de Justicia es el encargado de hacer cumplir la ley y la documentación muestra que el Sr. Gonzales, en su calidad de asesor jurídico de la Casa Blanca, ayudó a su presidencial cliente a tramar estrategias para evadir la ley en lo tocante a la tortura. Y, por último, no se lo merece porque se ha convertido, con razón, en el símbolo de la fatídica desviación de Estados Unidos de uno de los aspectos más sólidos y establecidos del derecho internacional y de las prácticas en materia de derechos humanos, que este país pretende encarnar.

En las candentes audiencias en el Senado que precedieron a la confirmación de Gonzales el 2 de febrero como Secretario de Justicia, cuando el Senador Patrick Leahy, demócrata de Vermont, le preguntó a aquel a rajatabla: «¿Estuvo usted de acuerdo con esa interpretación del estatuto sobre la tortura de agosto de 2002?», el entonces candidato de Bush a ese alto cargo contestó:

«Si usted me lo permite, voy a tratar de darle una respuesta rápida, pero antes me gustaría ofrecer un poquito de contexto. Obviamente, en ese caso estábamos interpretando un estatuto que los tribunales no han examinado nunca…. No me acuerdo ahora de si yo estuve o no de acuerdo con todo el análisis, pero yo no no estoy en desacuerdo con las conclusiones a las que llegó entonces la Secretaría [de Justicia]. En última instancia, la Secretaría es la responsable de decirnos lo que la ley significa, Senador». (Las cursivas son mías).

En otras palabras, Gonzales sigue afirmando que la Secretaría de Justicia de Estados Unidos puede seguir haciendo lo que le venga en ganas en materia de facilitar la tortura. «Yo no estoy en desacuerdo con las conclusiones a las que llegó entonces la Secretaría».

La ascensión de Gonzales a la Secretaría de Justicia va a producir seguramente más Abu Ghraibs y más Guantánamos. Las revelaciones sobre la tortura estimularán el reclutamiento de terroristas. Los militares estadounidenses van a tener que despedirse de las protecciones que hasta ahora les ofrecían las Convenciones de Ginebra. Y los demás habitantes de los Estados Unidos de América vamos a tener que bajarnos del pedestal en el que acostumbrábanos a encaramarnos para exigirle al resto del mundo que renunciase a la tortura, la tiranía y las «desapariciones» en aras de esas dos antiguallas pintorescas y obsoletas: la democracia y el imperio de la ley.

En cuanto a Alberto Gonzales, es posible que haya Gonzales para rato. Para mucho más rato que el que le queda a su patrón, el cual desaparecerá de la Casa Blanca en 2009. Al nombrarlo Secretario de Justicia, Bush parece que está preparando a su fiel Gonzales para un futuro nombramiento a la Corte Suprema de Estados Unidos, donde los jueces son vitalicios.