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Obama: el cambio del cambio

Fuentes: Rebelión

  Es poco probable que en 1841, cuando Volney B. Palmer abrió la primera agencia de publicidad en la ciudad de Filadelfia, alguien pudiera prever hasta qué punto la mercadotecnia llegaría a penetrar la política. Es todavía menos probable que nadie en su sano juicio pensara entonces que un hombre negro llamado Barack Hussein llegaría […]

 

Es poco probable que en 1841, cuando Volney B. Palmer abrió la primera agencia de publicidad en la ciudad de Filadelfia, alguien pudiera prever hasta qué punto la mercadotecnia llegaría a penetrar la política. Es todavía menos probable que nadie en su sano juicio pensara entonces que un hombre negro llamado Barack Hussein llegaría algún día a postularse como posible presidente de EEUU. Sin embargo, hoy Obama pugna por convertirse en el primer negro que ocupe la Casa Blanca y el actual proceso electoral norteamericano subraya una vez más que los políticos operan decididamente como productos, las campañas resultan ejercicios de marketing y los votantes son tratados como meros consumidores. Cuando todas las economías se disuelven en la economía política, es lógico pensar que la política acabe por disolverse en la economía y se convierta en mercado. Si el bueno de Palmer levantara la cabeza seguramente gozaría hasta sufrir un pasmo.

 

Al igual que ocurre con la publicidad, Obama ha destacado por su capacidad para generar valor de cambio a través del valor simbólico de la marca. Durante las primarias demócratas supimos que el senador por Illinois ofrecía un cambio que representaba al menos dos valores: valor de cambio semántico (nueva retórica política) y valor de re-cambio (inyección de energía para el sistema). Desde que el pasado junio le ganara la batalla a Hillary Clinton, hemos sabido que Obama encarna además un valor de cambio del propio cambio: el pragmatismo electoral esgrimido en los últimos tres meses ha modificado el sentido del cambio prometido, limitando notablemente su alcance. La convención demócrata celebrada en Denver hace unas semanas no sólo proclamó a Barack Obama como candidato a la Casa Blanca, también borró de un plumazo los trazos de la supuesta anomalía inicial que éste había introducido en el código fuente de la alta política norteamericana. En este sentido, Denver ha constituido un verdadero acto de restauración.

 

La convención demócrata ha desplazado al sujeto fundamental que ha alimentado la composición social del fenómeno Obama: los jóvenes. Durante las primarias demócratas la juventud fue la variable explicativa más relevante del empuje y el crecimiento de la apuesta Obama. Los analistas no se cansaban de repetirlo y las encuestas no dejaban de señalar cómo el senador de Illinois había enganchado con los más jóvenes hasta lograr que se interesaran por la política, se inscribieran para votar y se convirtieran en la principal fuerza viva de su campaña. En Denver, sin embargo, tan sólo el 7% de los delegados de la convención eran menores de 30 años, mientras que el 32% tenía más de 60 años.

 

Durante las primarias, la distancia más importante de Obama respecto a la clase política de su país vino determinada por su carácter «movimentista». «No represento a un partido, soy la voz de un movimiento«, decía el pasado mes de febrero. Tomando la actual crisis de la representación política como dato de partida, Obama planteó una recomposición de la misma a partir de una paradójica ruptura formal con las dinámicas tradicionales de la propia representación y de los partidos. El candidato se miró en el espejo de los movimientos sociales para vampirizar sus lenguajes y sus prácticas organizativas: el motor de su campaña fue un movimiento en red que usaba Internet para hacer correr el mensaje, movilizando a miles de activistas por todo el país y revolucionado la práctica política institucional. Las significativas cotas de autonomía que alcanzó dicho movimiento se pusieron de manifiesto el pasado mes de julio, cuando Obama votó a favor de la ley de espionaje telefónico de Bush y los propios activistas que gestionaban la web del candidato la inundaron de protestas y críticas afiladas. Denver, sin embargo, ha marcado el final de esa experiencia. No hay autonomía posible. La elite del partido ha tomado el mando. «Siempre buscamos la oportunidad para poner a nuestra gente a trabajar«, decía durante la convención Steve Hildebrand, manager de la campaña de Obama. Cada mañana, los delegados recibían cumplidas instrucciones de qué debían contestar exactamente si eran interpelados por la prensa. Su labor quedó reducida al envío de mensajes SMS a familiares y amigos durante el mitin del candidato. Todo estaba atado y bien atado. Apartada de toda participación en la enunciación, la gente común era convertida en mero objeto del enunciado.

 

Una de las pruebas más evidentes del giro táctico inicial hacia los imaginarios de los movimientos tuvo una naturaleza semántica: el «Yes we can» que vistió la campaña de Obama durante las primarias, era traducción casi literal del «Sí se puede» que inundó EEUU durante el importante movimiento de migrantes de 2006. La parada demócrata en Denver, sin embargo, ha operado un giro lingüístico considerable, consolidando la sustitución del lema inicial por la fórmula «Change you can believe in» («El cambio en el que puedes creer»). Del poder de un nosotros incluyente que iba a producir una transformación, a la creencia pasiva en un vosotros en el que se delega el cambio. De la «New América» que se prometía durante las primarias, al «Take back América» («Recuperar o devolver América») con el que han insistido durante la convención los políticos demócratas. El producto Obama sigue vendiendo esperanza, tal y como se encargaba de recordar el reverendo que dirigía el rezo colectivo que cerraba diariamente la convención de Denver, pero la aventura inicial de un éxodo ha sido sustituida por la promesa de un retorno.

 

A lo largo de los últimos meses las diferencias de programa entre el candidato republicano y el demócrata se han reflejado en la lógica publicitaria que orientaba sus campañas. Si la publicidad de McCain ha funcionado en clave coactiva, la de Obama ha tenido una naturaleza seductora. Si uno actuaba de manera reactiva, el otro lo hacía de manera propositiva. Si los enunciados del republicano han insistido permanentemente en el miedo ambiente (guerra al terror), la retórica del demócrata ha hecho hincapié en el medio ambiente (crisis energética). Sin embargo, tras la convención de Denver la frontera entre ambos parámetros discursivos no aparece tan clara. Al mismo tiempo que Obama iniciaba una decidida ofensiva dialéctica contra McCain, su proyecto se vestía de camuflaje y adoptaba evidentes tintes bélicos. En una ciudad tomada por casi 4.000 policías que han gastado 2.1 millones de dólares en equipos de protección y 1.4 millones en barricadas para frenar el paso de los manifestantes antiguerra que se concentraron en torno a la reunión demócrata, Barack Obama fue literalmente proclamado comandante en jefe por las huestes de su partido. El mismo día que la ONU denunciaba que el ejército norteamericano había asesinado a 90 civiles en Afganistán, 60 de ellos niños, Obama subrayaba su compromiso con la guerra en aquel país y su determinación de apostar decididamente por ese frente bélico. Días antes, el candidato demócrata había anunciado a Joseph Biden, un senador que votó a favor de la guerra en Irak, como su vicepresidente. Tras un sentido homenaje a los cientos de miles de soldados que EEUU tiene desperdigados por todo el mundo, Biden despidió su participación en la convención de Denver con un emocionado «Dios salve a nuestras tropas».

 

Del mismo modo, la ubicación del encuentro demócrata puede ser leída como bitácora del viaje emprendido por Obama: la convención se inició en el Pepsi Center y se clausuró en el estadio Invesco, una de las principales empresas financieras del mundo. Del inicio del evento a su clausura, se dibuja el transito desde el estado gaseoso de la retórica del senador por Illinois y lo chispeante de su mensaje inicial de cambio, a su preferencia actual por la liquidez y la solvencia. Durante las primarias, Obama hablaba de un gobierno para la gente y no en favor de las grandes corporaciones. Horas después de ganarle la partida a la senadora Hillary Clinton, el candidato demócrata se reunía en el Fairmont Chicago Hotel con los dirigentes de importantes compañías como Ford, JPMorgan Chase, Aetna o Duke Energy. El mismo amigo norteamericano que me hablaba de esta reunión hace unos días, me contaba lo difícil que le resultaba creer la promesa de Obama de universalizar el derecho a la sanidad cuando parte de su campaña durante las primarias fue financiada con 414.863 dólares provenientes de las compañías sanitarias privadas. Este amigo, ilusionado activista de las redes de apoyo a Obama, se mostraba profundamente desilusionado tras la convención de Denver y resumía su estado de ánimo en tres palabras: «me siento usado».

 

Hubo un tiempo en que la publicidad informaba a los consumidores acerca de los productos. Entonces, se podía decir que los anuncios mentían. Hoy ya no. La relación entre el producto y su publicidad se ha invertido: la publicidad no habla ya de los productos, son éstos los que hablan de la publicidad. Su objetivo no es suministrar información, sino dar forma a un consumidor que ya no compra tanto el producto, como el derecho a participar en el anuncio. Con los políticos pasa lo mismo.

 

Como ocurre con la publicidad, la fuerza de Obama no reside tanto en su eficacia para referirse a la realidad, como en su habilidad para producirla. En eso su discurso es simétrico a la ficción televisiva. Cuando hace años Eli Attie ideaba los guiones de la sexta temporada de The West Wing, la aclamada serie de la cadena norteamericana NBC, se fijó en un joven y desconocido político de Illinois para crear al senador Santos, un personaje que se enfrentaría a los candidatos del establishment demócrata y se postularía como aspirante a la Casa Blanca. Ese joven y desconocido político que inspiró a los guionistas de la serie se llamaba Barack Obama. No por casualidad David Axelrod, uno de los estrategas de la campaña del propio Obama, le mandó el siguiente mensaje a Eli Attie hace un par de meses: «¡Estamos dando vida a tus guiones!». Viaje de ida y vuelta. Cada vez se hace más difícil distinguir entre Santos y Obama, entre el original y la copia.

 

No obstante, y aunque a ratos se haga difícil creerlo, ni el original es igual que la copia, ni el acto de restauración que los demócratas han escenificado en Denver ha borrado las notables diferencias existentes entre McCain y Obama. Ni el senador por Illinois es más de lo mismo, ni conviene olvidar el tejido reformista de su discurso durante las primarias de su partido. Más allá del exceso de retórica que caracteriza su campaña y de los discursos vacuos que determinan toda lógica electoral, Obama nos ha dejado signos de una ruptura programática capaz de determinar un relevante giro en el panorama político norteamericano. En un momento en el que el profundo alcance de la crisis de la globalización parece haber dejado en fuera de juego a gran parte de las elites planetarias, que tratan de capear el temporal con una sobreproducción de gestos que disimule su carencia de programa, la semántica de Obama ha ido ofreciendo en los últimos meses, sin embargo, los trazos de un proyecto de intervención sobre los ejes fundamentales de la crítica coyuntura capitalista actual: crisis de acumulación y crisis de la representación política.

 

En este sentido, el candidato demócrata no dejó de insistir durante las primarias en la necesidad de reactivar un cierto control sobre la economía, desplegando una política basada en fuertes dosis de gasto fiscal, así como en un uso del código tributario capaz de reducir la brecha social en favor tanto de los millones de norteamericanos que han quedado atrapados en las bolsas de pobreza que han proliferado por todo el país en los últimos años, como de una clase media fuertemente golpeada por las políticas económicas desplegadas por las dos administraciones presididas por George W. Bush. Pese al marcado carácter neoliberal de alguno de los miembros del equipo económico de Obama, que no obstante cuenta con asesores reformistas como James Galbraith o Jared Bernstein, el senador por Illinois ha subrayado repetidamente su intención de dar un golpe de timón en la economía estadounidense. Su insistencia propagandística en la universalización de la cobertura sanitaria y en la necesidad de realizar fuertes inversiones en materia educativa, acompañada de sus veladas críticas a la desregulación y su inclinación hacia la revisión de los tratados de libre comercio que EEUU ha firmado en los últimos años, pueden interpretarse como signos del nuevo rumbo con el que Obama afrontaría el rompecabezas económico de su país en caso de ser elegido presidente.

 

Siguiendo las contadas pistas que el senador de Illinois ha ido dejando, cabría pensar que la base de su iniciativa es la apuesta por un género de New Deal que, lejos de reproducir un pacto anclado en una dinámica productiva definida por la gran industria, intensificaría el desarrollo del capitalismo cognitivo y trataría de corregir los desmanes provocados por el anárquico proceso de financiarización de la economía que se ha desatado en la última década, poniendo en juego un intento de solución bioeconómica a la profunda crisis por la que atraviesa EEUU.

 

En un contexto en el que la acumulación, es decir, la dinámica de transformación económica y social, descansa sobre una intensa valorización de las capacidades cognitivas y relacionales de los individuos, capitalizando de sus formas de vida, Obama trataría precisamente de generar un cierto colchón para la vida de las figuras más dinámicas de la nueva composición del trabajo: jóvenes, clases medias urbanas y migrantes, no por casualidad la base del movimiento que dio cuerpo al fenómeno Obama durante las primarias de su partido, junto al grueso de la clase trabajadora afroamericana. Entre las medidas concretas que el candidato demócrata ha apuntado en este sentido, se encontrarían una mínima redistribución de la renta que atenúe mínimamente la inestabilidad de los segmentos más flexibilizados del mercado de trabajo y una política fiscal que rebaje la presión sobre las pequeñas empresas, ayudando a su desarrollo.

 

Al mismo tiempo, el candidato demócrata ha insistido reiteradamente en un segundo pilar de su hipotética intervención bioeconómica: la producción y explotación de nuevas fuentes energéticas, herramienta básica para afrontar la declinación del flujo energético global y del cenit en la producción de petróleo, relacionado directamente con la crisis financiera y la actual fase de decrecimiento con inflación. Obama lo dijo alto y claro hace unos meses en el Detroit Economic Club, cuna de la industria automovilística: «es hora de producir, vender y usar biocombustibles en todo el país«. Su intención de destinar 15.000 millones de dólares anuales durante diez años para la renovación de la tecnología energética, su conexión con el gigante de los agronegocios Archer Daniels Midland (ADM) o que uno de sus representantes sea Tom Daschle, miembro de los consejos directivos de tres compañías de producción de etanol, parecen ser datos más que elocuentes al respecto. No en vano Al Gore, gurú del capitalismo verde, declaró hace unos meses: «haré todo lo posible para asegurar que Obama sea elegido presidente«. Pese a los costos ambientales de la producción de biocombustibles, traducidos en desgaste del suelo, aumento de agroquímicos y destrucción de ecosistemas, el candidato demócrata no solamente ha logrado envolver sus propuestas con un alo retórico de ambientalismo chick, sino que ha convertido la cuestión en un asunto de seguridad nacional. En pleno medio oeste de los EEUU, corazón del llamado «Cinturón del Maíz», Obama manifestó que la adopción del etanol como sustituto de la gasolina «contribuirá en última instancia a la seguridad nacional, porque en estos momentos estamos enviando miles de millones de dólares a algunos de los países más hostiles del planeta«. La dependencia norteamericana del petróleo, agregó, «nos hace más difícil diseñar una política exterior inteligente que genere seguridad a largo plazo«.

 

Más allá del importante cambio político del que nos hablarían las hipótesis económicas propuestas, así como su decidida oposición a la guerra en Irak y su intención de retirar las tropas estadounidenses de aquel país, elementos de una inequívoca reorientación de la política exterior estadounidense hacia un enfoque multilateralista, Obama funciona sobre todo como síntoma del miedo con el que una parte de las elites norteamericanas están afrontando la crítica coyuntura actual. Su apuesta por un candidato negro, la socialización de un imaginario premeditadamente conectado con los años setenta y las luchas por los derechos civiles (no por casualidad Obama cerró la convención de Denver justamente el día en que se cumplían 45 años del discurso más famoso de Martin Luther King), la articulación de una afilada distancia semántica y simbólica en relación a la clase política de su país durante las primarias o la propuesta de un supuesto giro «radical» a nivel programático, son datos de la desesperación de gran parte de las elites norteamericanas ante la crisis abierta por la desastrosa gestión de la administración Bush en los últimos años. Su compromiso en la producción y financiación de una candidatura tan arriesgada como la de Obama, no solamente expresa su pánico, apunta además la profundidad de la crisis que enfrentan.

 

Pese a que los resultados de las elecciones del próximo mes de noviembre son todavía una incógnita, muchos analistas coinciden en señalar que el fenómeno Obama no sólo se ha hecho con el protagonismo político durante los últimos meses, sino que ha logrado agrietar definitivamente la hegemonía neocon en EEUU. Una erosión de naturaleza cualitativa que no implica, ni mucho menos, una pérdida de peso cuantitativo de las posiciones conservadoras: 38,38 millones de espectadores siguieron el discurso del candidato demócrata en Denver, mientras que 38,9 millones permanecieron pegados al televisor durante la intervención de McCain en el cierre de la convención republicana. Aunque durante las veinticuatro horas posteriores al discurso de Sarah Palin, candidata republicana a la vicepresidencia, Obama batiera el record de recaudación de fondos a través de Internet (10 millones de dólares), la aparición de la gobernadora de Alaska en la campaña le ha dado al bando republicano un balón de oxígeno mediático considerable. La receptividad que la grotesca señora Palin, ferviente seguidora del creacionismo y miembro vitalicio de la ultraconservadora Asociación Nacional del Rifle, ha encontrado en importantes segmentos del electorado de su país nos habla no solamente del inequívoco nivel de decadencia por el que atraviesa EEUU, sino que viene a señalar lo incierto de la victoria de Obama en las próximas elecciones de noviembre.

 



* Angel Luis Lara es sociólogo y guionista de televisión, vive en la ciudad de Nueva York.