Recomiendo:
0

Un archipiélago cercado ante una acuciante disyuntiva

Soberanía alimentaria o un futuro incierto para las Islas Canarias

Fuentes: Canarias-semanal.com

En 1996, Vía Campesina -un movimiento internacional integrado por más de 120 organizaciones de agricultores y campesinos de 56 países- introducía en el debate político el concepto de «soberanía alimentaria». Lo hacía coincidiendo con la celebración del «Foro Alimentario Mundial», una conferencia sobre el hambre organizada por la ONU en la que, por enésima vez, […]

En 1996, Vía Campesina -un movimiento internacional integrado por más de 120 organizaciones de agricultores y campesinos de 56 países- introducía en el debate político el concepto de «soberanía alimentaria». Lo hacía coincidiendo con la celebración del «Foro Alimentario Mundial», una conferencia sobre el hambre organizada por la ONU en la que, por enésima vez, los países participantes prometían eliminar esta lacra mediante el desarrollo de la «seguridad alimentaria». Pese a su aparente similitud, los dos términos manejados respectivamente por las Naciones Unidas y por Vía Campesina expresaban puntos de vista e intereses antagónicos. La llamada «seguridad alimentaria» se refiere a la «disponibilidad de alimentos» y asume la estrategia de expansión de la gran industria alimentaria global como la mejor manera de luchar contra el hambre. La «soberanía alimentaria», en cambio, hace alusión al derecho de los pueblos a controlar sus recursos naturales y a definir políticas agrícolas, pesqueras, y agrarias social, económica y ecológicamente sostenibles. E incide en la necesidad de priorizar la producción para el consumo doméstico como garantía de una vida digna para las diferentes poblaciones.

La reivindicación de una «soberania alimentaria» surgió, precisamente, como reacción a los devastadores efectos provocados en la mayor parte del planeta por el modelo agrícola industrial potenciado por la ONU a través de organizaciones como la FAO. Durante las últimas décadas, y en plena fiebre neoliberal, las empresas transnacionales del sector y las grandes potencias que las respaldan lograron imponer la apertura de los mercados de los países del Tercer Mundo, para inundarlos más tarde con sus productos subvencionados. Al tiempo, utilizaron organizaciones como el FMI, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio para conminar a estos países a reconvertir sus tierras de cultivo, dedicándolas a la agricultura industrial de exportación. Los beneficiarios de esta reestructuración fueron un puñado de multinacionales que controlan el comercio de granos y la producción y distribución de semillas, herbicidas y fertilizantes. Pero esta agricultura industrial de monocultivos para la exportación -además de esquilmar y degradar los recursos naturales por el uso intensivo de agua, fertilizantes y pesticidas que requiere – supuso la destrucción de la agricultura tradicional de la que dependían las comunidades locales. Como consecuencia, millones de personas se vieron obligadas a dejar el campo, sumándose al resto de excluidos que malviven en las ‘villas miseria’ que circundan un número creciente de ciudades. Y también se produjo un incremento de las hambrunas, incluso en países que exportan enormes cantidades de alimentos.

Sin embargo, los graves peligros de permitir que la supervivencia humana dependa de los cálculos contables de alguna transnacional no afectan solo a los países empobrecidos. La crisis económica y energética introduce nuevas variables en la producción y el comercio mundial que podrían incluir en la lista de damnificados a poblaciones pertenecientes al «Primer Mundo». Con estas nuevas perspectivas, la situación especialmente frágil y dependiente de Canarias no puede dejarnos impasibles.

Pese a las notorias diferencias, resulta posible establecer algunos paralelismos entre la evolución de la economía canaria y el proceso anteriormente descrito en relación al sector primario. En primer lugar, y como es de sobras conocido, los habitantes del Archipiélago han sufrido durante siglos, en términos de auténtico subdesarrollo, las consecuencias de que las clases dominantes isleñas y foráneas impusieran una economía basada en sucesivos monocultivos. Durante siglos, no obstante, además de recurrir a la válvula de escape de la emigración, la población canaria lograba paliar su situación de miseria gracias a una agricultura y una pequeña ganadería de subsistencia. En los años 70, la revolución del sector turístico modificó radicalmente la economía del Archipiélago. Casi de la noche a la mañana, y al calor de las nuevas posibilidades de negocio, una sociedad eminentemente rural se reconvirtió como pudo para responder a la nueva oferta de empleo procedente de la construcción y el sector terciario. Pero lo que podría haber supuesto una oportunidad para utilizar racionalmente nuestras condiciones naturales se convirtió, en manos de una clase empresarial depredadora y la casta política que la representa, en la orgía de destrucción medioambiental y de cemento en la que estamos inmersos. Actualmente, la dependencia económica de los viejos monocultivos ha sido sustituida por la de la construcción y el turismo. Sólo está cultivado el 10% de la superficie y una buena parte de la agricultura de subsistencia ha desaparecido.   Según datos aportados por la Asociación de Agricultores y Ganaderos de Tenerife -hay quienes reducen algo estas cifras sin que la variación resulte significativa- el 90% de los alimentos que consumimos proceden del exterior. En los últimos tiempos, el incremento espectacular del precio de estos alimentos ha servido para alertar sobre el delicado equilibrio en el que se basa nuestra reciente «opulencia». Incluso en los medios de comunicación convencionales -los mismos que acostumbran a ridiculizar las advertencias de los grupos ecologistas- es posible leer artículos sobre la debacle que se produciría en las Islas si una gran crisis mundial paralizase los suministros que impiden que muramos de hambre. Hasta hace bien poco mencionar esta posibilidad suponía ser tachado de catastrofista o, sencillamente, de ignorante y retrógrado. Hoy, la manera en la que han comenzado a tambalearse los cimientos de la economía mundial ha trocado muchas sonrisas displicentes en muecas de profunda preocupación.

Conviene, no obstante, hacer hincapié en el hecho de que aunque este gran crack no llegue a producirse en un futuro inmediato -a largo plazo una economía basada en el crecimiento continuo es esencialmente insostenible- la situación en Canarias no deja de resultar igualmente preocupante. Según señalan numerosas investigaciones, el cenit de la producción mundial de petróleo -y de gas natural- se alcanzará aproximadamente dentro de 25 ó 30 años. Esto supone, como ya estamos apreciando, un incremento del precio de los combustibles que será permanente y repercutirá en los costes de transporte de las mercancías. Además, todo el proceso de producción en la agricultura intensiva de exportación consume ingentes cantidades de energía procedente de los combustibles fósiles y por tanto también se encarecerá. Y, por si la situación no fuera lo suficientemente delicada, resulta preciso sumarle la especulación con los alimentos y la producción de agrocombustibles. Dos prácticas que agravarán hasta extremos dramáticos la actual crisis alimenticia mundial.

Ante un panorama como el que se nos presenta, con una población de más de 2 millones de habitantes, una crisis económica sin visos aparentes de solución y un mercado de alimentos que ya no volverá a ser el que conocimos, parece una locura o una imprudencia temeraria continuar actuando como si nada sucediese. Justamente lo que, según indican todas las evidencias, está dispuesto a hacer el Gobierno de Canarias, con la complicidad de los restantes grupos políticos del arco parlamentario.

Y no sólo, al parecer, respondiendo a la «crisis» con nuevos proyectos de hoteles de cinco estrellas, con la legalización de lo construido ilegalmente o con más regalos fiscales e incentivos para los magnates del ladrillo. Recientemente, representantes de los agricultores y ganaderos que aún producen en nuestras islas advertían de que el Ejecutivo autonómico -lejos de mostrar alguna preocupación por «lo nuestro»- parece empeñado en terminar definitivamente con su actividad. Portavoces de COAG Canarias y de FEDEGRAN denunciaban que el Gobierno no sólo continúa sin ofrecerles el apoyo que precisan, sino que además atenta contra su subsistencia subvencionando las importaciones de productos que ellos podrían proporcionar a los mercados del Archipiélago. Entran en las Islas, por ejemplo, toneladas de leche en polvo y leche congelada con subvenciones de 760 euros por tonelada, así como carnes y quesos. Esto genera -según los propios agricultores y ganaderos- «una situación crítica en la que no podemos competir y que aboca al sector a la desaparición». José Manuel Ponce, presidente de FEDEGRAN, hacía público, igualmente, que la Consejería de Agricultura y Ganadería entrega «cheques regalo de 500 euros por tonelada a los productores foráneos que colocan sus quesos en Canarias». Mientras Juan Farrais, portavoz de la Asociación de Ganaderos de la Villa de Los Realejos, aclaraba que «hay entre 800.000 y un millón de kilos de queso canario almacenado que no puede salir al mercado por la competencia desleal» que genera esta medida.

En su comparecencia ante los medios de comunicación, los portavoces de agricultores y ganaderos lanzaron un mensaje contundente: «para bajar los precios de los alimentos -afirmaron- hay que producir aquí». Precisando aún más, al asegurar que si se potenciara la producción de las islas con las subvenciones que se otorgan a la importación «estos precios podrían abaratarse hasta en un 30%, tal y como se observa en el Mercadillo del Agricultor de Gran Canaria, donde se encuentran productos frescos de la mejor calidad con una diferencia de hasta un 40% en el precio».

Como cabía esperar, el Gobierno autonómico ha hecho oídos sordos al llamamiento. Al fin y al cabo, los burócratas que lo integran y sus patrocinados no tendrían mayores problemas para abandonar el barco ultraperiférico llegado el caso, dejándonos por todo recuerdo las ruinas de sus pretensiosas macro construcciones. Para la mayoría de los habitantes del Archipiélago, en cambio, se ha convertido en un imperativo de supervivencia recoger este grito de auxilio para hacerlo propio. Apoyando y potenciando, a partir de las iniciativas que ya existen, proyectos que nos acerquen al objetivo de la soberanía alimentaria. Porque, parafraseando una vieja disyuntiva cada día más vigente, ésta se presenta como la única alternativa racional que podemos oponer a lo que, en caso contrario, puede devenir en una auténtica barbarie.