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Siete postales desde Nueva York

Fuentes: Rebelión

Madrugada del cinco de noviembre de 2008. La voz de Barack Obama viaja desde Chicago y rebota por todo el planeta en tiempo real: «He oído vuestras voces. Necesito vuestra ayuda…». El barrio neoyorquino de Harlem es una olla a presión. Una marea de ochenta mil personas inunda sus calles desde hace horas. El cruce […]

Madrugada del cinco de noviembre de 2008. La voz de Barack Obama viaja desde Chicago y rebota por todo el planeta en tiempo real: «He oído vuestras voces. Necesito vuestra ayuda…». El barrio neoyorquino de Harlem es una olla a presión. Una marea de ochenta mil personas inunda sus calles desde hace horas. El cruce de la calle 125 con el Adam Clayton Powell Boulevard es una inmensa fiesta. «Yes, we did… we, we, we… did«. No se escucha ni una sola voz que diga «él lo hizo». Nosotros, nosotros, nosotros. La victoria electoral de Obama se conjuga en primera persona del plural en los gritos de la muchedumbre congregada. Latinos, blancos, asiáticos, sobre todo afroamericanos. La mayoría jóvenes. Crecidos a lo largo de los últimos cuarenta años, son la columna vertebral de la población flotante que a diario produce la gran manzana. De los dependientes del Starbucks a los estudiantes del City College, del mesero indocumentado a la profesora del high school, de la enfermera al fotógrafo freelance, de los graffiteros o los músicos del metro a los taxistas que tripulan los cabs amarillos de la ciudad. La alegría de Harlem subraya la dimensión de clase de gran parte de lo que está sucediendo. Durante años la semántica del poder los ha nombrado como consumidores, público, gente, objetos fluctuantes, estadísticas. Esta noche se expresan como sujetos. Las barreras administrativas, la producción de pánico y las trampas con las que los neocon han tratado de apartarlos de las urnas hasta el último momento han encogido ante su determinación. Más que elegir entre dos opciones, muchos de ellos han conquistado su derecho al voto. Una verdadera insurrección ciudadana. Por eso esta noche se ríen, bailan, se abrazan. Quien sólo mire a Obama no va a entender nada. Ellos han tejido la red desde hace meses y le han puesto cuerpo a un movimiento de expresión ambivalente, complejo, contradictorio. El fenómeno Obama no es unívoco: como mínimo tiene un arriba y un abajo. Nos recuerda que el poder siempre descubre paradojas, tensiones, posibilidades inmanentes. Que su teatro a veces se convierte en instrumento político de los subordinados. Otra vez un proceso electoral ha sido más que eso. De nuevo emerge una nueva cualidad de lo político que señala más allá. Como ocurrió en Madrid en marzo de 2004, el voto expresa más que representa. Quizá uno de los elementos más interesantes de la actual crisis sistémica sea la creciente inoperancia de toda medida, la dificultad para convertir la sinergia de los nuevos sujetos del trabajo vivo en algoritmos. El desolado testimonio de Alan Greenspan ante el congresista Henry Waxman de hace unos días todavía rebota en mi cabeza: «Estaba convencido de que la maquinaria funcionaba excepcionalmente bien«. Son las dos de la mañana y en Harlem sigue la fiesta. Subido a una marquesina un joven skater ha cambiado su monopatín por un megáfono: «¿Qué hora es?«. Miles de voces le responden: «es la hora del cambio«. De repente, la música de Tracy Chapman se descuelga desde una de las ventanas de un project de la calle 125: «necesitamos construir nuevos símbolos, nuevos signos, un nuevo lenguaje. El mundo está roto y no merece la pena arreglarlo. Es la hora de empezar todo de nuevo, de provocar un nuevo comienzo». Obama es un nuevo software que ha sido instalado en el código fuente de la política estadounidense. Expresa el deseo de algo nuevo que hoy atraviesa las multitudinarias celebraciones que se suceden por todo el país. Como ocurre con todas las máquinas, en realidad no explica nada por sí mismo. Funciona como analizador de los profundos malestares que la devastación neoliberal ha sembrado durante décadas y de la crítica situación por la que atraviesa el sistema operativo norteamericano. No obstante, Obama es un virtual. Por la ausencia de información real sobre su programa concreto de gobierno y lo vago de su retórica a lo largo de la campaña electoral, nadie está seguro en realidad de cómo va a actualizarse. Esperanza de los más jodidos y reformismo capitalista. Síntoma del carácter sistémico de la actual crisis e inyección de energía. Claros y oscuros. Sin embargo, esta madrugada no parece haber lugar para el escepticismo o los puntos suspensivos. Nadie piensa en una posible futura decepción. «Fucking Bush… Go home!«. En el barrio sigue la fiesta. Esta noche cada esquina de Harlem regala la mejor postal de Nueva York.

Postal 1: del singular de la representación al plural de las representaciones

La esquina del Martin Luther King boulevard con Amsterdam Avenue está más iluminada por los flashes de las cámaras que por las tenues farolas que a duras penas alumbran el cruce. Todo el mundo camina la calle 125 hacia el este. La imagen es la de un enorme río digitalizado: cámaras de fotos, teléfonos móviles, Blueberries, Iphones, cámaras de video, Ipods, pequeñas grabadoras, todo vale. Algunos se aferraran a la necesidad de registrar lo que está pasando para que nadie pueda arrebatárselo. Otros no pueden gobernar la excitación y el deseo de contarlo. Hay quien no puede creerlo y prefiere mirarlo desde la pequeña pantalla de su cámara, como si la distancia que interpone la imagen congelada y la mediación que ejerce el vidrio tornaran lo que está pasando inmediatamente en evento, en historia. Frente a la estatua de Adam Clayton Powell una inmensa pantalla proyecta el discurso de Obama desde Chicago.

La gran pantalla y la proliferación de las pequeñas pantallas multiplicadas. La lógica comunicativa que ha acompañado el viaje de Obama a la Casa Blanca desvela el hilo fundamental de su estrategia. Un juego permanente con el afuera y el adentro. El pliegue a la espectacularización de la política que todo proceso electoral contemporáneo impone y, al mismo tiempo, la apertura de un potente canal hipermedia que ha convertido a la gente común no sólo en repetidores del mensaje, sino también en relativos participantes de la forma y el contenido del mismo. Bloggers, graffiteros, diseñadores gráficos, músicos, fanzineros, activistas sociales, párrocos, comunidades en Internet, jóvenes voluntarios que han recorrido barrios, pueblos, centros comerciales, lugares de trabajo, universidades, foros, chats o listas de distribución. Obama no solamente es producto de la actual crisis de la representación política, además ha sabido interpretarla a la perfección, sirviéndose precisamente de dos de los elementos reseñables de la misma: 1. los jóvenes y la abismal distancia que habitan en relación a la política formal. Y 2. El ingente desarrollo tecnológico de herramientas para la comunicación y la construcción de representaciones que hemos conocido en los últimos años: la democratización del acceso a la autoproducción de representaciones ha contribuido a meter en crisis las dinámicas clásicas de la delegación y la representación político-institucional.

Es posible que el paso del singular de la representación al plural de las representaciones en la campaña de Obama no haya tenido un carácter absolutamente descentralizado, pero sí ha sabido articularse como una producción textual de naturaleza eminentemente colaborativa. Hasta ahora la clase política había practicado la transmisión unidireccional de la supuesta solidez de su mensaje. Obama le ha apostado al mismo tiempo a la transmisión rizomática de la liquidez de una propuesta de cambio cuya retórica, como el agua, ha terminado por empaparlo todo.

En este sentido, su candidatura se ha propuesto más como canal de expresión del cúmulo de malestares que la sociedad americana ha acumulado en los últimos años, que como simple dispositivo de representación. Es precisamente en este terreno en el que se pone de manifiesto de manera más evidente el carácter paradójico del proyecto Obama: tomando la actual crisis de la representación política como dato de partida, ha planteado una restauración de la misma a partir de una ruptura formal con las dinámicas tradicionales de la propia representación y de los partidos.

Postal 2: deriva movimentista e iconografía pop

«Dios os bendiga y Dios bendiga a los Estados Unidos de América». Las últimas palabras del discurso de Obama desde Chicago se funden con el sonido ensordecedor del júbilo de los pocos miles que han logrado llegar hasta la pantalla gigante. En torno suyo, un inmenso hormiguero de gente. A mi lado, una señora afroamericana de unos ochenta años rompe a llorar e, incrédula, se frota los ojos. «No puede ser… Todo esto es un sueño. Mi bisabuelo fue un esclavo…». Hace tan sólo unos minutos Obama ha contado la historia de Ann Nixon Cooper, una anciana negra de Atlanta que con 106 años ha hecho cola durante horas para poder ejercer su derecho al voto. La señora que está a mi lado se recompone y mira fijamente la imagen de Obama en la pantalla. «Ojalá no lo maten… No tenemos que dejarle solo».

Desde el inicio de la batalla por hacerse con la nominación de su partido, Obama ha realizado un intenso trabajo de intervención en los imaginarios colectivos, subrayando intencionadamente una notable distancia con la retórica de la clase política, así como recomponiendo algunos de los maltrechos mitos fundadores de la nación norteamericana. En la base de ese trabajo ha estado la producción de un imaginario ligado a los universos simbólicos progresistas de su país: el equipo de Obama ha tejido desde el primer día un hilo que no solamente ha unido a los más jóvenes con la generación que protagonizó los convulsos años sesenta y setenta, sino que ha ligado al candidato demócrata con fuertes mitos colectivos como Martin Luther King o John F. Kennedy. Prueba de ello es la frase hecha con la que muchos norteamericanos respondían casi automáticamente a la pregunta sobre la suerte de Obama antes de las elecciones: «ganará, si no lo asesinan antes«. Ni siquiera el histérico esfuerzo de sus contrincantes por relacionar al candidato con Bill Ayers, cofundador en 1969 del grupo radical Weather Underground, ha conseguido erosionar un inteligente ejercicio de mitopoiesis que ha trazado una vía de disidencia con las dinámicas de enunciación de la política tradicional. Los graffitis con su cara en las esquinas, la proliferación de chapas y camisetas entre los más jóvenes, las tiras de cómic, los videoclips o los maniquíes con su rostro en los escaparates de las tiendas de ropa han sido el resultado de una estrategia descentralizada de descodificación del lenguaje político y de articulación narrativa que ha convertido a Obama en algo más parecido a un icono pop que a un político, acercándolo más al imaginario de un movimiento social que al de un partido.

Obama ha dotado de una deriva movimentista a su propuesta organizativa y comunicativa desde el principio. «No os pido el voto para mí, sino para llevar hasta la Casa Blanca a un movimiento que va a cambiar América desde abajo«, decía el pasado mes de febrero. El eslogan principal de su campaña («Yes we can«) ha sido la traducción prácticamente literal del «Sí se puede» con el que el movimiento de migrantes irrumpió en la escena política norteamericana en 2006. Son datos de la articulación de un movimiento ciudadano que ha resultado clave en la suerte de Obama y que ha encontrado su origen en la conexión que ha sabido establecer sobre todo con los más jóvenes, habitantes de una distancia abismal con los lenguajes y los modos de la política convencional.

La obstinación incrédula de los Clinton durante las primarias demócratas, que les llevó incluso a poner en riesgo la fortuna familiar en su enconada batalla contra Obama, subrayaba desde el inicio el carácter inesperado y anómalo de éste. Sin el apoyo de la cúpula de su partido y de una clase política que lo señalaba como un outsider, Obama se vio en la obligación de activar desde el principio un tejido social en el que apoyarse. Hace unos días un buen amigo me hablaba irónicamente del «devenir leninista» de Obama: un tipo con la toma del poder como programa mínimo, capaz de leer magistralmente el presente y de ligarse a una nueva composición social que le ha sostenido e impulsado. Sin ese nuevo jugador que ha irrumpido en la escena política estadounidense, ese movimiento social complejo y difuso que se ha articulado en torno a su candidatura, resulta difícil entender no sólo el fenómeno Obama, sino también el posterior apoyo que le han brindado los sectores más dinámicos del capital de su país, una gran parte de la clase política, los medios de comunicación, la totalidad de su partido e incluso algunas figuras destacadas en las filas republicanas, como Colin Powell o Scott McClellan. Ese viaje de Obama desde su carácter eminentemente anómalo a su condición final de candidato del mainstream norteamericano dibuja el arco de incertidumbre bajo el que los más cautos aguardan la definitiva llegada del senador de Illinois a la Casa Blanca el próximo mes de enero. Otros apuntan, sin embargo, que el senador de Illinois introduce un input de innovación en la política norteamericana que está inscrito en su propia biografía, señalando sus días de activista en Chicago como un momento en el que el nuevo presidente vio en los tejidos sociales y comunitarios la base de cualquier proyecto de cambio. Lo cierto es que cuando un periodista le preguntó durante la recta final de las primarias demócratas a qué candidato hubiera apoyado Martin Luther King de estar vivo, Obama contestó: «ni a Hillary Clinton ni a mí, definitivamente a ninguno de los dos. El Dr. King estaría con los movimientos sociales y haciendo trabajo comunitario«. Teniendo en cuenta la importancia simbólica que Obama le ha concedido a Luther King a lo largo de su campaña, hay quien apunta que su respuesta no parece un asunto baladí.

Postal 3: el cruce de pánicos

Sigue llegando y llegando gente. La madrugada de Harlem es una fiesta colgada de un tiempo sin relojes. El baile y los cánticos siguen al ritmo de las palmas, las cacerolas y los cláxones. «Obama… Obama… Obama for your mama». La policía empuja a las aceras a una muchedumbre completamente desbordada. Uno de los agentes se topa con un grupo de jóvenes afroamericanos que entre rimas, breakdance y beatbox hacen oídos sordos al madero. El tipo, desesperado, empuja a uno de los chavales. El chico se revuelve y a dos palmos de la nariz del guardia le suelta un desafiante «Fuck you, man… ¿Qué?… ¿Qué me vas a hacer?… No me das miedo. Nuestro hombre ya está dentro».

La convención del Partido Demócrata en Denver el pasado mes de agosto constituyó un verdadero acto de restauración que escenificó dos giros reseñables en la comunicación de la candidatura de Obama. En primer lugar, una recodificación antropológica que subrayó que, pese a lo singular de su biografía y la insistencia de los republicanos en dudar de la fiabilidad de su patriotismo, el candidato demócrata era un norteamericano puro que encarnaba plenamente los valores patrios y, por lo tanto, los votantes no debían relacionarse con él mediante el dispositivo de vínculo con el «Otro» que tradicionalmente ha empleado la mayoría del pueblo estadounidense: el miedo. En segundo lugar, la convención operó una recodificación biológica, certificando que Obama poseía el ADN Demócrata y «era el Partido», no una inquietante propuesta rupturista ni una aventura movimentista de redefinición de la política.

Pese a que muchos pensábamos que el movimiento que había surgido en torno a Obama había sido desalojado del tablero de juego tras Denver, la jornada electoral del pasado día cuatro de noviembre volvió a sacarlo a la luz. A lo largo del día, colectivos sociales, asociaciones, comités ciudadanos, abogados y asambleas de voluntarios tejieron una red de vigilancia de las votaciones por todo el país. Coordinados y conectados permanentemente con radios comunitarias y sitios en Internet, fueron monitorizando el proceso electoral, denunciando las anomalías y asesorando a los votantes en problemas.

En los últimos meses los republicanos habían intensificado todavía más su intento desesperado por cortocircuitar la marea de nuevos votantes que anunciaba la inusitada solicitud masiva de credenciales electorales. En estados como Florida introdujeron absurdos requisitos para la admisión de los mismos. En Georgia, Indiana y otros tantos lugares con mayoría republicana, aprobaron leyes que obligaban a la posesión de una licencia de conducción o de un carné expedido por el gobierno para poder ejercer el derecho al voto. En numerosos estados, trataron de impedir el sufragio a personas que viajan frecuentemente o que han sido víctimas de desahucios debido a las famosas hipotecas subprime, a las que previamente habían enviado sobres que, una vez devueltos por el cartero, eran usados como supuestas pruebas de falsedad de los domicilios declarados. En el norte del estado de Nueva York, distribuyeron unos cuantos miles de papeletas en las que en vez de «Obama» había sido impreso el nombre de «Osama». En estados como California, habían sembrado el miedo entre los trabajadores hispanos con derecho a voto con la amenaza de que aquellos que votaran demócrata serían deportados a sus países de origen. Y un largo etcétera que incluyó el acoso y la criminalización de organizaciones sociales de apoyo a la inscripción electoral de jóvenes y personas con pocos recursos, como fue el caso de la red de organizaciones comunitarias ACORN, que había inscrito a 1,3 millones de nuevos votantes y fue sometida a una dura investigación por el FBI debido a absurdas acusaciones vertidas por los republicanos.

La producción de pánico y la constitución de un verdadero estado de emergencia, elementos fundamentales del ejercicio republicano del gobierno durante las dos administraciones presididas por George W. Bush, han encontrado en el proceso electoral un espacio notable de intensificación. Las cifras record de participación en los comicios, las enormes colas en los distritos electorales más desfavorecidos y golpeados del país o la afluencia masiva de nuevos votantes, sobre todo jóvenes, personas de rentas bajas y afroamericanos, nos hablan de una verdadera insurrección democrática que ha tenido en la pérdida del miedo su resorte más importante. La incontenible explosión de alegría que desató la victoria electoral de Obama dio cuenta de ello en los barrios y zonas del país más castigados, visibilizando al mismo tiempo que la conexión de su apuesta con una dinámica formal de movimiento social, calificado en estos días como «grassroots movement» (movimiento de base), ha posibilitado un proceso de momentáneo y esperanzador empoderamiento en el abajo de la sociedad norteamericana. Algo parecido cuentan los neoyorquinos que sucedió en su ciudad durante los días posteriores al 11S. Una red de intervención horizontal y de cooperación social se desplegó en torno a la tragedia, tejiendo una malla material, emocional y afectiva al margen del poder político y las instituciones. Una experiencia, cortocircuitada calculadamente desde la alcaldía de Rudolph Giuliani, que fue bloqueada por la producción de pánico con la que la Administración Bush instrumentalizó los atentados y uniformizó los comportamientos en una dramática intensificación del control social y el recorte de libertades.

Cuando Obama insistía repetidamente en sus mítines electorales en la necesidad de poner fin al régimen de miedo que los neocon habían impuesto en los últimos años, apuntaba indirectamente la relevancia subterránea que el fenómeno del pánico ha tenido en el desarrollo de su apuesta política. En primer lugar, Obama es el resultado del pánico que el carácter estructural de la crisis en curso ha desatado en los sectores más dinámicos del capital estadounidense, un miedo que les ha llevado a apoyar la opción política que inicialmente se presentaba como más anómala y arriesgada, pero que les ofrecía la propuesta más audaz de regeneración y reforma sistémica. Necesitados de una inyección de energía capaz de recuperar su maltrecha legitimidad, de dar un golpe de timón económico que ataje la quiebra del modelo neoliberal asegurandoles un recambio efectivo, así como de actualizar los golpeados mitos fundadores de la nación para reconducir la crisis de sentido por la que atraviesa el país, parte de las elites norteamericanas han apostado a la carta de Obama financiando decisivamente su campaña: la totalidad de los 100 millones de dólares recogidos por su candidatura antes incluso de las primarias de su partido procedían de importantes grupos inmobiliarios y del capital financiero. Al mismo tiempo, y pese a la incuestionable importancia que las donaciones individuales de pequeñas cantidades de dinero han tenido en la financiación de su viaje hasta la Casa Blanca, sólo el 20% de las mismas han sido contribuciones de menos de 200 dólares, la mayoría procedentes del 30% de renta más alto del país.

Sin embargo, la victoria de Obama ha sido al mismo tiempo el resultado de una derrota decisiva de la estrategia de miedo con la que el gobierno comandado por Bush, Cheney y Rumsfeld había atenazado a la sociedad norteamericana en los últimos años, desatando una producción de pánico capaz de imponer un régimen de comportamientos impersonales, de mimetismo de masa y de incapacidad generalizada para la organización del pensamiento y la acción colectiva. En este sentido, una de las claves fundamentales del éxito de Obama ha sido precisamente su capacidad para articular una propuesta discursiva y organizativa que ha conectado con las inquietudes de los más jóvenes y ha alterado decisivamente los imaginarios de las llamadas «minorías» y los grupos sociales subalternos, logrando un efecto que no sólo los ha sustraído al pánico inducido que los atenazaba, sino que ha posibilitado la constitución del movimiento social que lo ha aupado hasta la Casa Blanca.

Hace unos años el economista Christian Marazzi citaba al coronel Chandessais, un estudioso de las catástrofes, para señalar que en realidad el pánico no existe: lo único material en el pánico son las imágenes del mismo y la fascinación que éstas suscitan. En este sentido, el origen del pánico depende siempre tanto de una modalidad de alarmas, como de la interpretación de las señales de peligro que éstas activan: el pánico posee una dimensión lingüística. Considerado al mismo tiempo como la esencia de la masa y la imagen de su disolución, como el origen del ser y su destrucción, el pánico es para Marazzi la imagen de la desarticulación del lenguaje y de las representaciones. Estar atrapado en una experiencia pánica, más que sudor frío, palidez, palpitaciones y temblores, produce la pérdida del uso de la palabra: el miedo se difumina y totaliza hasta imposibilitar la producción de representaciones. Tanto en el arriba como en el abajo de la sociedad estadounidense, Obama ha desactivado el pánico instaurado por el régimen neocon, cortocircuitando la desarticulación del lenguaje, canalizando la expresión de malestares y deseos, así como activando una potente producción y circulación de representaciones. La inteligente intervención en la disolución de ese cruce de pánicos constituye uno de los elementos fundamentales del éxito de su estrategia.

Como el propio Marazzi señala, la violencia de la crisis, lejos de reflejar la irracionalidad de la «naturaleza zafia» que nos habita, representa el miedo a la inadecuación de las convenciones y de los poderes instituidos para saber gestionar las mutaciones que afectan a las condiciones sociales del desarrollo económico. Al mismo tiempo, la utilización por parte de grupos o individuos de las ideas emergentes de los procesos de transformación en acto, representa un deseo latente de emancipación y una voluntad firme de librarse de viejas dinámicas que resultan inoperantes. La enorme inteligencia política de Obama se ha puesto de manifiesto en su capacidad para interpretar a la perfección esta dinámica dual de la crisis, construyendo una máquina de sentido capaz de conectar a la sociedad norteamericana por arriba y por abajo.

Postal 4: el surfer inteligente y el político isotónico

Me paro en un quiosco a comprar algo de agua. La agitación y la caminata continua hacen que me sienta algo deshidratado. La música no para, los gritos tampoco. Pese a lo avanzado de la madrugada, el tipo del quiosco parece encantado de estar abierto y aprovecha para hacer su agosto. Detengo la vista en las numerosas revistas que surten el establecimiento. Curioso: en todas las portadas sale Obama. «Creo que soy un buen ‘papi'», destaca una de las publicaciones mientras ofrece la imagen del nuevo presidente abrazando a sus hijas. Una de música le muestra fundido en un abrazo con Bruce Springteen. En otra deportiva sale jugando al baloncesto. A mi lado un hombre que se tambalea mientras bebe de una botella de whisky que oculta dentro de una bolsa de papel parece que también ha caído en la cuenta del protagonista repetido de todas las revistas. «Jodido Obama, sabe de todo. Es un superhéroe», suelta antes de dar un lingotazo a su botella. Yo me detengo a ojear el suplemento de estilo del New York Times: «Para Mr. Kalenderian hay una gran apuesta en la consistencia y sencillez de los dos botones de la informal americana que luce Mr. Obama: indica que no es materialista. ‘No es sólo que señale que se trata de un hombre que no pertenece a nadie’, dice Kalenderian. ‘Es el reflejo de un sano desinterés por las marcas'».

Deleuze plantaba en su Postdata sobre las sociedades de control que el surfing había desplazado a los viejos deportes, apuntando la simetría existente entre la naturaleza del deporte de la tabla y la racionalidad de la dominación en la sociedad actual. Si el régimen disciplinario era una máquina discontinua de producción de energía (producción y reproducción poseían espacios y tiempos diferenciados), la actual sociedad de control implica una dinámica productiva de carácter ondulatorio: siempre en órbita sobre un haz continuo (vida y trabajo acaban por confundirse). «Todos los nuevos deportes -surfing, windsurfing y ala delta- son del tipo inserción sobre una onda preexistente. Lo fundamental es insertarse en el movimiento de una gran ola o de una columna de aire, estar en medio en vez de ser el origen del esfuerzo«, decía Deleuze. Más que constituirse en punto de inicio o palanca de una transformación, Obama ha sabido subirse a la ola del presente norteamericano leyendo a la perfección tanto las corrientes de malestar subterráneo acumulado en los últimos años, como la presente marea general de crisis, antes incluso de que ésta subiera a la superficie en forma de colapso financiero. No por casualidad el recién elegido presidente de EEUU nació en Hawai, como el surfing. El fenómeno Obama implica un cambio significativo de modelo: del político palanca, al político surfer. Si todo surfista debe ajustar permanentemente su relación con el sistema con el propósito de llegar a la orilla sobre la superficie de la ola, el senador de Illinois ha protagonizado un mimetismo notable con algunos de los elementos fundamentales del actual paradigma capitalista: Obama se ha hecho uno con la publicidad.

Hace unos años Naomi Kleim subrayaba en su No Logo la centralidad de la producción simbólica y la importancia que en las últimas décadas habían adquirido las políticas del denominado branding: la configuración de una marca a través de la administración estratégica de los activos vinculados al nombre que identifica a esa marca ha sido para los gurús de los negocios la clave del éxito y la «excelencia» en los últimos años. En este sentido, Kleim señalaba la capacidad de las grandes corporaciones transnacionales para vampirizar la crítica social y las formas de vida que nacen en el abajo de la sociedad, extrayendo tanto imaginarios a los que asocian sus productos, como símbolos con los que constituyen sus marcas. Como señala el economista Andrea Fumagalli, cuando la mercancía se convierte en símbolo, las diferencias entre producción y consumo se difuminan y la valorización de la mercancía desborda plenamente el mero proceso productivo, determinándose precisamente allí donde el imaginario se realiza: en el acto de consumo mismo. De ahí que Tom Peters, uno de los gurús de referencia para The Economics o Fortune, insista repetidamente en la importancia actual del branding: la clave del negocio está en el poder de la marca como elemento diferenciador. En el diseño estratégico del viaje de Barack Obama hasta la Casa Blanca se observa precisamente el desarrollo de esta misma racionalidad: el nuevo presidente electo ha convertido el branding en tecnología política. Vampirizando los lenguajes y las lógicas de los movimientos sociales, así como ligando su mensaje a los imaginarios y las formas de vida de la composición social que ha sostenido su apuesta (trabajadores del conocimiento y los servicios, clases medias urbanas, estudiantes, operadores de la infoesfera, afroamericanos y migrantes), Obama ha sido capaz de materializar dos de las llamadas «leyes físicas del marketing»: generar un motivo para creer («Change you can believe in») y producir una diferencia con el resto de productos.

Al igual que ocurre con la publicidad, la campaña del candidato demócrata ha hecho gala de una retórica que nunca ha dado cuenta del contenido concreto de su propuesta política. Como el propio Tom Peters señala en uno de sus libros, las historias con las que la publicidad envuelve los productos son más importantes que los productos en sí. Obama lo ha comprendido a la perfección, poniendo en juego una acción comunicativa simétrica a la lógica publicitaria: la publicidad no habla ya de los productos, son éstos los que hablan de la publicidad. Su objetivo no es suministrar información, sino dar forma a un consumidor que ya no compra tanto el producto, como el derecho a participar en el anuncio. El fenómeno Obama se ha caracterizado hasta el momento por un exceso de retórica y un evidente déficit de información sobre las propuestas concretas de su programa. Al mismo tiempo, ese consumidor al que el senador de Illionois ha hecho participe del anuncio a través del «grassroots movement» que ha sostenido su campaña, tiende en general a relacionarse con su figura como lo hace con un jugador de la NBA, un actor o una estrella de rock, activando una lógica ajena del todo al hecho político. El periodista Eric Alterman ponía palabras a esta lógica hace unos días: «Nuestro chiflado sistema político ha producido un presidente que es en la política lo mismo que Duke Ellington fue en una orquesta y en un estudio de grabación, lo que Muhammad Ali fue en un cuadrilátero y lo que Bruce Springsteen y la E Street Band son en un estadio de fútbol de 80.000 personas. Que maravilloso es de nuevo haber recuperado por completo nuestra fe en la idea de esperanza de esta manera (…)«. Al mismo tiempo, el dato de que muchos de los votantes de Obama vinculen la esperanza que ha generado su victoria con lo que definen como «los buenos tiempos de Ronald Reagan», relacionando directamente a ambos personajes, subraya el vacío de contenido político real que caracteriza tanto la propuesta de cambio encabezada por el presidente recién elegido, como la relación que una parte significativa del electorado ha establecido con ella.

Hasta ahora Barack Obama ha funcionado básicamente como signo que circula y marca, ha tenido más forma que contenido. Como ocurre con los productos de consumo, su marca no habla del producto, marca al consumidor: la proliferación de gente que circula vistiendo camisetas con el nuevo presidente, que luce chapas con su efigie o lleva gorras con sus mensajes, ha aumentado todavía más tras las elecciones del pasado cuatro de noviembre. En-marcarse en la corriente de lo nuevo des-marcándose de lo viejo parece ser la preocupación estética de muchos jóvenes norteamericanos en estos días: Obama está de moda. Pese a que haya quien apunte ya que el cambio que ha pregonado a lo largo de la campaña electoral se está contrayendo en lo real, es indudable que no deja de expandirse en lo imaginario. El sociólogo Jesús Ibáñez contaba hace años que eso era precisamente lo que había ocurrido con la sustitución del «zumo de naranja» por el producto «refresco con sabor a naranja»: pura forma-naranja sin materia-naranja. El tiempo del surfing y los nuevos deportes, sin embargo, es el tiempo de la hegemonía de las bebidas isotónicas: líquidos con gran capacidad de rehidratación. Obama no es solamente un producto de nueva generación, posee además un alto valor isotónico para el sistema. Lo interesante es que tanto las formas de rehidratación que ha puesto en juego, como las modificaciones que ha introducido en el código fuente de la clase política norteamericana, son análogas a las transformaciones que han experimentado la mercadotecnia y el propio fenómeno del consumo en los últimos años: 1) El contenido informacional de los productos y el marketing adquieren una centralidad preeminente: la publicidad pasa de tener una función referencial a convertirse en referente (Obama como signo); 2) El consumidor deja de ser un sujeto pasivo y se convierte en un agente activo en la fabricación del producto (Obama como movimiento social); 3) La producción de bienes y servicios deja de ser una realidad autocentrada en torno a la oferta y se vuelca hacia la demanda: la producción respira con el mercado (Obama como canal de expresión); y 4) El producto deja de tener una naturaleza estandarizada y se singulariza (Obama como diferencia).

Indudablemente, el fenómeno Obama ha abierto en EEUU una coyuntura cargada de elementos positivos que conviene no desdeñar. Para empezar, la prometedora insurrección expresiva y democrática de los más jodidos. Para seguir, la ruptura del régimen de pánico impuesto por la Administración Bush y el aceleramiento del derrumbe de la hegemonía neocon. No obstante, el carácter paradójico y ambivalente del fenómeno hace que el alcance real de las transformaciones que ha pregonado se presente como un dato incierto. El propio Jesús Ibáñez decía hace tiempo que la publicidad enreda a los consumidores en un laberinto sin salida en lo real pero con salida imaginaria. Apuntaba también que mientras la topología del capitalismo que subsumía la producción era el panóptico, la topología del capitalismo que acaba subsumiendo la vida en su conjunto es el laberinto: microsalida a mano sin macrosalida, para que circulemos sin salir. Pese a lo positivo de la aparición del fenómeno Obama y las posibilidades tácticas que nos brinda la coyuntura que ha abierto, su carácter isotónico tiene algo de eso. Hidrata e inyecta energía al sistema. Como todo laberinto es un rizoma: los caminos interiores son practicables, pero por sí mismo no abre caminos al exterior.

Postal 5: ¿Franklin Delano Obama?

Son las tres de la mañana. A lo largo de la noche han ido llegando noticias de Brooklyn, del Bronx y de Queens. Miles de personas se han echado a la calle también por todo Manhattan. En Harlem la marea de gente se dispersa por las calles del barrio. En medio del río de danzas y emociones, doblamos la esquina y llegamos a una pequeña plaza en la que sus vecinos bailan al ritmo de una pequeña y octogenaria banda de jazz. Apenas una trompeta, una tuba y un abollado trombón. Una anciana reparte café con una sonrisa de oreja a oreja mientras cuelga sus palabras del ritmo del bebop: «lo hemos hecho… Dios mío, lo hemos hecho». Mis ojos se detienen en una de las esquinas de la glorieta. Alguien ha colgado una enorme foto de Obama del letrero que anuncia «Roosevelt Square».

El cuadro actual de crisis en EEUU no nos habla de una mera recesión económica, sino que apunta el inicio de un colapso sistémico: la crisis posee un carácter eminentemente estructural. La combinación de múltiples factores que exceden el campo económico está determinando un crac del modelo de acumulación que incluye un cuadro general de crisis energética, ambiental, de gobierno y de sentido. Incluso las dinámicas clásicas de la representación político-institucional se encuentran seriamente afectadas. El debate entre Sarah Palin y Joe Biden durante la campaña electoral aportó un dato relevante en este sentido: ambos se afanaron insistentemente en presentar sus candidaturas a la vicepresidencia como outsiders del sistema político norteamericano. McCain fue todavía más lejos en el segundo debate presidencial: «El pueblo americano no tiene confianza en las instituciones, tampoco en Wall Street. (…) El sistema en Washington ha quebrado«. El editorial de la revista The Nation subrayaba también la idea de colapso general hace unas semanas: «Nuestro país atraviesa una extraña coyuntura. El viejo orden se está desmoronando y todos los centros de poder que nos gobiernan han sido desacreditados por los acontecimientos. El presidente es irrelevante, débil y no resulta creíble, ni siquiera para su propio partido. La mayoría Demócrata que controla el Congreso está atascada en sus propias deficiencias. El secretario del Tesoro, debido a la arrogancia con la que ha afrontado la crisis financiera, no resulta creíble como gestor del interés público. Tampoco lo son ni la conservadora Reserva Federal, ni su presidente. (…) Tan pronto como nuestros líderes reconozcan que el viejo orden ha muerto, los americanos podremos empezar a reconstruir una más viable e igualitaria economía«.

Con la victoria de Obama no solamente se produce el desalojo de Bush de la Casa Blanca, además se decreta la defunción de la hegemonía neocon en Washington y se coloca una definitiva carga de dinamita en los cimientos del neoliberalismo. Durante la campaña electoral y las primarias de su partido, el nuevo presidente electo no ha dejado de hacer referencia a la necesidad de poner fin a las políticas económicas que «desafortunadamente, en vez de establecer el marco regulador del siglo XXI, simplemente han desmantelado el antiguo«. Su insistencia en la necesidad de reactivar el gobierno sobre la economía, desplegando una política basada en fuertes dosis de gasto fiscal y en un uso del código tributario capaz de reducir la brecha social en favor de las clases trabajadoras y los sectores más desfavorecidos apuntan en esa dirección. Su supuesta intención de universalizar la cobertura sanitaria o de realizar fuertes inversiones en materia educativa, acompañada de sus veladas críticas a la desregulación y a los tratados de libre comercio que EEUU ha firmado en los últimos años, han sido un sido un punto recurrente a lo largo de su campaña. A tenor de la retórica reformista que ha esgrimido en sus mítines y declaraciones, Obama indica que el neoliberalismo ha perdido pie definitivamente.

Sin embargo, la exigencia de una revisión de las reglas de juego no solamente aparece inscrita en la retórica de Obama, sino que viene determinada por el carácter estructural de la actual crisis. Aquellos que hace unos meses se aventuraron a declarar que el colapso se limitaría a afectar los mercados financieros han quedado en ridículo. Prueba de que el crac posee una intensidad y una profundidad que determinan un alcance integral de su impacto es la velocidad con la que la quiebra financiera está penetrando la llamada «economía real», poniendo de manifiesto el carácter omnipresente de unos procesos de financiarización que han penetrado y dominado todas las esferas de la economía en su conjunto en la última década. La vertiginosa difusión internacional de la crisis en las últimas semanas pone además de manifiesto que la financiarización ha conseguido tejer una malla que ha envuelto el planeta entero, hasta el punto de hacer irreversible la mundialización y determinar incluso la propia figura de su crisis en una escala absolutamente global. La imagen de Obama haciendo campaña en la ciudad de Berlín ante 200.000 mil europeos que lo aclamaban como su presidente el pasado verano ensancha el tablero de juego hasta el punto de subrayar que, pese a su crisis manifiesta, no hay vuelta atrás en la globalización, ni proteccionismo posible, ni posibilidad de recuperar el Estado-nación como límite geográfico sobre el que pivotar cualquier intento de solución a la crisis presente. Al igual que la globalización económica requirió de una estructura jurídica y una forma política que ha alterado de manera determinante los sujetos y espacios de la soberanía en los últimos veinte años, Obama se ha propuesto como la forma política de la reforma capaz de atajar su crisis. Paul Krugman, premio Nobel de economía y profesor de la Princenton University, lo decía hace unos días: «Franklin Delano Obama?… De repente, todo lo viejo es New Deal de nuevo. Reagan es ‘out’ y Roosevelt es ‘in’«. Un giro copernicano. Desde los editoriales del New York Times a las declaraciones y artículos de catedráticos de economía política emerge un cambio semántico que expresa un notable cambio de sentido: del gobierno para la economía, al gobierno de la economía. «Barack Obama no debería escuchar a la gente que trata de asustarle para que sea un presidente que no haga nada. Él tiene el mandato y tiene la economía de su parte. La única cosa que tiene que temer es al miedo mismo. (…) ¿Hacer grandes cambios? Sí, él puede«, Krugman se mostraba convencido de ello en medio de los arduos debates que desde hace días copan los medios de comunicación en EEUU. Su convencimiento seguramente provenga del hecho de que la «radicalidad» de los cambios requeridos no emana de la esfera ideológica, sino que remite al carácter estructural y sistémico de un colapso global que afecta tanto a las dinámicas de reproducción del capital, incluida su base material (crisis energética), como a la reproducción del trabajo. Treinta años después el neoliberalismo recolecta el lodo de sus insostenibles barros: la desregulación general de los mercados y el asalto a mano armada al welfare y al salario han terminado por estallarle en las manos. El colapso actual vuelve a subrayar una vieja advertencia de Marx: el capitalismo es un sistema que por mucho que logre ir desplazando constantemente sus límites, vuelve permanentemente a encontrarse con ellos a una escala ampliada. El límite es el propio capital.

Pese a ello, Obama encabeza una propuesta de «New New Deal» anclado en la necesidad de un consenso que posibilite el desarrollo de un pacto socioambiental con el que encarar la profunda reforma que requiere el sistema. Siguiendo algunas de las contadas pistas que el nuevo presidente electo ha ido dando a lo largo de la campaña electoral, cabría pensar que la base de su propuesta es el desarrollo de una agenda política que no reproduzca un pacto anclado en una dinámica productiva definida por los viejos sectores industriales, sino por un intento de solución bioeconómica a la actual crisis de acumulación: el mismo día en que los managers de General Motors, Chrysler y Ford viajaban desde Detroit a Washington para mendigar ayuda financiera al Congreso, Barack Obama daba su primera rueda de prensa como presidente electo flanqueado por Eric Schmidt, presidente de Google. A lo largo de su campaña, ha ido dejando signos que apuntan que su apuesta de gobierno pasaría por una dinámica de intensificación del capitalismo cognitivo y del desarrollo industrial de los biocombustibles. En primer lugar, trataría de dotar de una relativa estabilidad material a las figuras básicas de la nueva composición social del trabajo cognitivo e inmaterial (jóvenes universitarios, clases medias urbanas y migrantes -no por casualidad la base del movimiento que apoya a Obama, junto al grueso de la clase trabajadora afroamericana-), mediante una mínima redistribución de la renta que atenúe la inestabilidad de los segmentos más flexibilizados del mercado de trabajo, recomponga mínimamente el welfare y desarrolle una política fiscal que rebaje la presión sobre las pequeñas empresas, ayudando a su desarrollo. En segundo lugar, Obama trataría de afrontar la declinación del flujo energético global y del cenit en la producción de petróleo, relacionado directamente con la crisis financiera y la actual fase de decrecimiento con inflación, mediante la explotación de nuevas fuentes energéticas. Obama lo dijo alto y claro en el Detroit Economic Club hace unos meses: «es hora de producir, vender y usar biocombustibles en todo el país«. Su intención de destinar 15.000 millones de dólares anuales durante diez años para la renovación de la tecnología energética, su conexión con el gigante de los agronegocios Archer Daniels Midland (ADM) o que uno de sus representantes sea Tom Daschle, miembro de los consejos directivos de tres compañías de producción de etanol, parecen ser datos más que elocuentes al respecto.

Sin embargo, y pese a las esperanzas con la que sus votantes han acogido su promesa de «cambio en el que pueden creer», los primeros movimientos de Obama tras su elección están resultando algo desconcertantes. Hace unos días su oficina anunció la formación de un equipo de transición compuesto por unos 130 asesores que ayudarán al nuevo presidente a ir preparando la agenda de gobierno. El periodista Jeremy Scahill escribía al respecto lo siguiente: «la política estadounidense no gira sobre un único individuo. Sin importar la fe que la gente tiene en el presidente electo Barck Obama, las políticas que promulgue serán el fruto de un árbol con muchas raíces. Entre ellas, su personal punto de vista político, las desastrosas realidades que su administración heredará y, por su puesto, las impredecibles futuras crisis. Pero el mejor indicador inmediato de lo que la administración de Obama puede ser lo podemos encontrar en la gente que le rodea y que compondrá su gabinete de política exterior. (…) Su círculo más próximo se asemeja a una reunión del staff de Bill Clinton cuando era presidente: un equipo dominado por una vieja guardia de agresivos Demócratas de los noventa. (…) Muchos de los individuos que se están situando en el centro de la transición de Obama y forman parte de su equipo fueron jugadores destacados de programas que han allanado el camino a las políticas implementadas bajo la administración Bush-Cheney«. Pese a que muchos se han apresurado a declarar que los ciudadanos ansiosos de cambios reales no tienen por qué preocuparse («el nuevo presidente sólo se está rodeando de una eficiente guardia pretoriana para enfrentarse a los burócratas de Washington«), un leve aire de inquietud comienza a respirarse en los sectores más progresistas de EEUU, aún antes de que Obama tome oficialmente posesión de su cargo el próximo enero. La deuda que ha contraído con el movimiento social que le ha llevado hasta la Casa Blanca y con el grueso fundamental de sus votantes con sus votantes es tan grande como las expectativas que ha creado a lo largo de su campaña. Desilusionarlas puede tener consecuencias incalculables para la maltrecha sociedad norteamericana.

Postal 6: el colapso del dispositivo crédito

El cuerpo no da más de sí. La fiesta se va recogiendo y Harlem se apresta a dormir el júbilo de una jornada histórica e inolvidable. Espero el metro para volver a casa. A mi lado un homeless prepara su cama envuelto en un halo de distancia, ajeno a los cánticos y los bailes de la calle. Recojo una de las hojas de periódico que ha ido sembrando por el andén. Leo que debido a los elevados índices de endeudamiento familiar, cientos de miles de norteamericanos han comenzado a vender sus pertenencias en mercados callejeros que están floreciendo por gran parte del país. Ante la avalancha de bazares familiares improvisados en los garajes de las casas, las autoridades de Elkhart (Indiana) aprobaron el pasado mes de septiembre una normativa de urgencia para contener a sus endeudados vecinos: ahora solamente pueden montar sus tenderetes una vez al mes.

Si el origen del colapso del sistema financiero que ha partido de EEUU se sitúa en el crédito hipotecario, su desarrollo va a desembarcar con toda probabilidad en el crédito al consumo. El neoliberalismo ha perpetrado un asalto a las rentas del trabajo de tal envergadura que el capital se ha visto en la obligación de intensificar el crédito hipotecario y el crédito al consumo como dispositivos para asegurar la reproducción de la fuerza de trabajo en las últimas décadas.

El enorme desarrollo de este dispositivo artificial se resume en un dato: la familia tipo en EEUU tenía una media de 19 tarjetas de crédito en 2005. No obstante, el crédito, cómo todos los dispositivos sociales desplegados por las políticas neoliberales, no solamente posee un sentido económico, sino que produce efectos de poder: hipotecas y tarjetas de crédito han operado como uno de los instrumentos privilegiados de control social. No sólo han sido la zanahoria, también han funcionado como el principal palo inmovilizador. La tupida red de precarización de la vida tejida por el neoliberalismo mediante la desregulación del trabajo y el descomunal asalto al salario y al welfare perpetrado durante las últimas décadas, ha encontrado en el crédito el instrumento privilegiado de sujeción y producción de docilidad entre la fuerza de trabajo. Su colapso apunta precisamente el carácter estructural de la actual crisis y opera como condensador de la misma: no quiebra únicamente la economía, sino que se está resquebrajando una de los artefactos más significativos del dominio.

La crisis del dispositivo crédito se expresa en los altos niveles de morosidad que soportan los hogares en EEUU. Para hacer frente a las cuantiosas deudas hipotecarias las familias norteamericanas han tirado del crédito al consumo hasta alcanzar niveles de endeudamiento imposibles de gestionar. En los últimos años, los trabajadores, especialmente aquellos con sueldos variables que dependen de comisiones o bonus, han usado la tarjeta de crédito para cubrir las necesidades, destinando la totalidad del salario al pago de sus hipotecas. Desde el 2001 los niveles de endeudamiento familiar han crecido para todos los segmentos de la población, siendo actualmente un 30% superiores a los ingresos disponibles. Mientras la deuda subió únicamente un 10,6% entre 2001 y 2005 para el 1% de familias con más ingresos, lo hizo un 19,5% para el 20% de las familias con ingresos intermedios y un 28,2% para el siguiente 20% de familias con ingresos inferiores. Según la consultora RealtyTrac, durante el segundo trimestre de 2008 los embargos hipotecarios se han multiplicado por dos, afectando a más de 739 mil propiedades, un 14% más que en los tres primeros meses del año y un 121% más que el mismo periodo de 2007. Aunque los impagos de las tarjetas de crédito están todavía muy por detrás de los de las hipotecas, que se han multiplicado por ocho desde el tercer trimestre de 2007, solamente el 40% de los poseedores de tarjetas es capaz de pagar el saldo completo a fin de mes. En 2006, la deuda promedio anual en tarjetas de crédito por familia fue de 8.400 dólares. Según la firma de análisis Innovest Strategic Value Advisors la morosidad de las tarjetas obligará a los bancos a aprovisionar 18.600 millones de dólares en el primer trimestre de 2009 y 96.000 millones en el conjunto del año. La Reserva Federal señaló recientemente que las provisiones por impago alcanzaron 4.200 millones de dólares en el primer trimestre de este año y 3.200 millones en el mismo período del año pasado. Sin embargo, los cálculos de Innovest doblan las cifras oficiales: las amortizaciones totales en 2007 alcanzaron 26.600 millones y llegarán a 41.500 millones en 2008. En 2006 hubo más norteamericanos que se declararon en bancarrota que personas divorciadas, graduadas en la universidad o diagnosticadas de cáncer.

El dinero plástico y virtual ha alimentado la adicción general a la deuda, llevándola a niveles de saturación y provocando la aparición de una pobreza de nuevo tipo: en nuestros días los norteamericanos se declaran en bancarrota aún conservando su empleo. La actual crisis en EEUU es también la crisis histórica de la relación salarial como vehículo universal para la integración y la reproducción social: el salario ya no garantiza la subsistencia. El dispositivo crédito ha intervenido en el tejido de las relaciones sociales desarrollando una suerte de nueva servidumbre que ha contribuido de manera determinante a poner en crisis la sociedad salarial misma. La nueva servidumbre resultado del desarrollo del proyecto neoliberal ha afectado a las relaciones de poder, interviniendo en la sustancia de los procesos productivos y en la forma en la que se configuran las funciones del mando y la obediencia en su interior: el crédito ha convertido al trabajador en siervo.

En 2005 la Administración Bush apuntalaba el régimen de servidumbre en EEUU aprobando una nueva ley de bancarrota redactada por los altos ejecutivo de MBNA, una de las principales compañías mundiales de emisión de tarjetas de crédito, absorbida por el Bank of America hace tres años y pionera en el denominado «Affinity credit card scheme«, que consiguió multiplicar el consumo de tarjetas entre empresas y particulares. Con el eufemismo de «Acta de Prevención de Abuso de Bancarrotas y Protección al Consumidor«, los neocon introdujeron la primera modificación en veinticinco años a la ley estadounidense de bancarrotas, endureciendo su texto y eliminando los puntos favorables al consumidor y a los planes elásticos para el pago de las deudas. El último movimiento del gabinete Bush para fortalecer el régimen de servidumbre y proteger el dispositivo crédito se produjo este mismo año. El pasado 17 de marzo los medios de comunicación de todo el mundo se hacían eco de la dimisión de Eliot Spitzer, gobernador de Nueva York, en medio de un escándalo de prostitución. Lo que los medios no contaron es que en febrero Spitzer había publicado un durísimo artículo en el Washington Post titulado «El cómplice del crimen de los prestamistas depredadores: cómo la Administración Bush frenó a los Estados en su ayuda a los consumidores«. El artículo no salía del vacío. Desde hacía tiempo, el apoyo del gobierno de Bush a las devastadoras prácticas crediticias se había convertido en motivo de preocupación para algunos sectores de la propia clase política norteamericana: los fiscales generales de los cincuenta estados del país habían abierto ya causas contra los bancos con actividades de préstamo más escandalosas. Un número creciente de estados, incluido el de Nueva York, había aprobado leyes para frenar la dinámica subprime y regular políticamente el dispositivo crédito. La respuesta neocon fue contundente: la Administración Bush utilizó en 2003 una olvidada ley de 1863 para anular todas las leyes aprobadas para proteger a los consumidores y bloquear las medidas puestas en marcha por los estados para frenar a las instituciones bancarias. El último capítulo de la embestida neocon fue el ataque directo a Eliot Spitzer, uno de los máximos instigadores de la «revuelta institucional» contra la dinámica subprime. La filtración a la prensa de su relación extramatrimonial con una prostituta acabó el pasado mes de marzo con el gobernador de Nueva York. Sin embargo, lo abrumado de la desolación que Spitzer exhibió ante la opinión pública cuando hizo pública su dimisión, ni siquiera es comparable a la devastación crediticia que asola a cada vez más familias norteamericanas. En Maxed Out: Hard Times, Easy Credit and the Era of Predatory Lenders, un interesante documental de James Scurlock, una mujer de Texas, cuyo hijo acabó suicidándose acuciado por la enorme deuda acumulada por el uso de su tarjeta, sintetiza la violencia del régimen de servidumbre que ha impuesto el desarrollo neoliberal del crédito: entre lágrimas cuenta como su hijo continúa recibiendo tarjetas de crédito de su banco incluso después de muerto.

Postal 7: la línea de inmanencia

Salgo del metro. Madrugada abierta. Como si la alegría de las múltiples celebraciones que han recorrido la ciudad hubiera alterado la climatología, un calor inusitado brota de las aceras. Todavía pasa algún coche que hace sonar su claxon, gente con camisetas de Obama, tercos felices que se resisten a terminar la fiesta. A la altura de la calle 83 me topo con chaval que acaba de salir del restaurante en el que trabaja y lee el pequeño letrero que anuncia que cierran una zapatería. Junto a él, otro más grande del Bank of America que dice que pronto abrirán una sucursal en el mismo local. «Pinches bancos, ¿pues no era que estaban en crisis?», espeta mientras se cala su gorra beisbolera y se pierde por la avenida. Yo sigo mi camino y enciendo mi Ipod. Erika Badú y Dead Prez entrelazan sus voces para aterrizar mis pies y ponerle banda sonora a mis pasos: «Cada día es una lucha si has crecido en el barrio. Realmente esto no va de tener o no tener para comer. Es respirar o no respirar, libertad o no libertad. Un día más, un intento más, otro dólar gastado. Con sólo quince centavos nos toca hacer una jodida revolución todos los días«.

En las últimas décadas hemos asistido a una significativa transformación de la soberanía: mientras el credo neoliberal convertido en práctica legislativa operaba una transferencia del poder soberano del Estado hacia las instituciones financieras y los mercados, la globalización imponía la insuficiencia de la escala política nacional en el ejercicio del gobierno. Sin embargo, y pese a lo profundo de la transformación desatada desde el inicio de la década de los ochenta, el principio lógico fundamental de la función soberana ha permanecido inalterado: la unidad en la trascendencia. Del pactum subiectionis que funda el estado en Hobbes a la volonté generale que emana del contrato social de Rousseau, el poder soberano ha funcionado sistemáticamente como mecanismo constante de reducción de la multiplicidad y la complejidad social al uno con el Estado. El neoliberalismo simplemente reubicó esta dinámica de unificación trascendental en las instituciones económicas, sustituyendo el republicanismo de Estado por un republicanismo de mercado.

En estos agitados días postelectorales se vive en Nueva York una sobrexcitada circulación de opinión y una producción progresista de debate cuyo alcance se trata de circunscribir a dos ideas repetidas en artículos y tribunas públicas. La primera remite a una moralización de la actual crisis que distingue entre supuestos buenos capitalistas y supuestos malos capitalistas, culpando a los segundos de la debacle financiera. La segunda es aquella que reduce el sentido del movimiento surgido en torno a la candidatura de Obama al hecho electoral y lo declara disuelto, proclamando la victoria del candidato demócrata como restauración de la delegación y presentando el New New Deal que preconizan como rehabilitación del republicanismo de Estado. Ambas ideas no solamente son altamente peligrosas, además resultan del todo descabelladas.

A lo largo de los últimos meses muchos han sido los que han establecido numerosos paralelismos entre las elecciones del pasado cuatro de noviembre y los comicios que auparon a Franklin D. Roosevelt al poder en 1932. También ha habido quien durante la campaña ha apuntado los innumerables puentes retóricos que ligaban a Obama con el trigésimo segundo presidente norteamericano. Sin embargo, lo que pocos han señalado es que Roosevelt desarrolló su política reformista presionado por un masivo movimiento de protesta que le obligó a radicalizar su apuesta. La veterana socióloga Frances Fox Piven, autora del interesantísimo libro Challenging authority: how ordinary people change America (Rowman and Littlefield, 2006), cuenta cómo la plataforma electoral del Partido Demócrata de 1932 no era muy diferente de la de 1924 ó 1928, indicando que fue el crecimiento de los movimientos sociales el que convirtió a Roosevelt y al Congreso Demócrata en profundos reformadores. En un artículo reciente, Fox Piven señalaba al respecto cómo en las grandes ciudades florecieron a partir de 1929 movimientos de inquilinos que resistían armados la creciente oleada de desahucios. Que en Harlem y en el Lower East Side de Manhattan, miles de personas se organizaban para recuperar las casas desalojadas. Que en Chicago grupos de activistas afroamericanos recorrían las calles del gueto tejiendo redes de resistencia. Que en 1932 muchos granjeros se organizaban por todo el país y se armaban con rastrillos y palos para impedir el envío de productos a los mercados en los que el dinero que les daban por sus mercancías no cubría ni siquiera los costes de producción. Redes y tejidos sociales de resistencia que cambiaron el sentido de la inicial y conservadora plataforma electoral Demócrata, llevando a Franklin D. Roosevelt a declarar su voluntad de «construir desde abajo hacia arriba y no desde arriba hacia abajo, teniendo fe una vez más en el hombre anónimo que soporta el peso de la pirámide económica«. Las numerosas y masivas huelgas de trabajadores industriales le llevaron además a promulgar una política pro sindical y a firmar en 1935 la Nacional Labor Relations Act, la primera ley de protección de los derechos de los trabajadores del sector privado en EEUU.

Hace unos días, en una vieja parroquia protestante de Brooklyn, una organización de trabajadores y familias de migrantes mexicanos se juntaba para celebrar la fiesta de la independencia de su país. Entre pozol y tamales, uno de sus portavoces agarraba el micrófono y se felicitaba por la salida de Bush de la Casa Blanca. Luego añadía que con la llegada de Obama habia nacido una gran esperanza, pero que ellos iban a seguir con lo que siempre habían hecho: tejer comunidad y conquistar derechos con la pelea. «Obama lo único que hace es cambiarnos el contexto en el que vamos a seguir con nuestra lucha«, decía antes de que la música y el baile le arrebataran la palabra. Con la sencillez de su improvisado discurso trazaba una línea de inmanencia diametralmente alejada de la trascendentalidad con la que el republicanismo de Estado o de mercado se apropia de los debates y de la esfera pública en estos días. El fenómeno Obama sería impensable sin las resistencias difusas que en los últimos años han recorrido de costa a costa EEUU. Tampoco sin los importantes movimientos sociales que han logrado irrumpir en la escena pública, del primero de mayo migrante de 2006 a la victoriosa huelga de los guionistas de cine y televisión del año pasado.

Mientras el conjunto de la clase política norteamericana se pone de acuerdo en Washington para inyectar miles de millones de dólares a los bancos, a los patronos y las aseguradoras, el paso de los días comienza a reposar la alegría que la victoria de Obama ha sembrado entre los jodidos. Ellos son los verdaderos protagonistas de la historia: con su determinante irrupción en la escena electoral norteamericana han puesto en cuarentena la doctrina clásica del individuo propietario, aislado, egoísta, competitivo y atomizado. Su insurrección el pasado cuatro de noviembre señala que de nuevo es la hora de la política y del sujeto, que se abre un contexto propicio para la reconstrucción de los tejidos sociales, para la cooperación y la defensa colectiva de lo común. Aunque sólo sea por eso, merece la pena gritar: «¡Qué viva Obama!».