Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Introducción del editor de Tom Dispatch
No pueden controlarse. Realmente no pueden. Como niños, los aparatos más monstruosos de policía secreta llegan evidentemente a creer que son inmortales. Pierden toda capacidad de imaginar que podrían llegar a ser derribados y por lo tanto mantienen sus archivos hasta el momento de su colapso. Esos archivos tan copiosos, tan irrecusables e insoportablemente detallados (lo que no significa que sean exactos), suministran algo como una instantánea de las entrañas putrefactas de regímenes opresores y brutales, de sus prácticas de tortura y de sus informantes, de cualquier ciudadano que a sabiendas o no haya cruzado alguna línea y de muchos que no lo hicieron, y de la conducta corrupta de los dirigentes que dieron rienda suelta a la policía secreta.
Y tenía que suceder, como en Alemania Oriental y en otros sitios del antiguo bloque soviético después de 1989, que las entrañas de la odiada agencia de seguridad estatal egipcia Amn al Dawla («la Gestapo de Mubarak», como la llaman ahora) terminaran saliendo a la luz. Los manifestantes de la Plaza Tahrir exigieron su disolución. Ahora se han fotografiado sus salas de torturas y se puede visitar la suite del ex ministro del Interior Habib el-Adly (actualmente detenido) en su central de El Cairo en YouTube. Algunos activistas han tenido la asombrosa experiencia de leer sus propios expedientes; otros pudieron visitar las celdas en las que fueron torturados.
Todo esto tuvo lugar porque miles de manifestantes invadieron recientemente ese cuartel general tristemente célebre y otras oficinas de la agencia, liberando archivos secretos a montones, miles y miles de ellos, a pesar de que los funcionarios de la seguridad trataron de destruirlos. Después de décadas de semejante gestión de documentos, indudablemente había demasiados como para destruirlos. (Por el momento, 67 sujetos de la seguridad estatal, sospechosos de haber estado involucrados en la destrucción de esos archivos, están detenidos para ser investigados.)
Realmente es un momento glorioso y también extraño. Después de todo, en 2006, cuando Wikileaks comenzó a filtrar documentos, parecía una organización novedosa, incluso singular. Resultó un malentendido. Sólo era un pionero en una nueva era de activismo antiestatal en busca de transparencia. Ahora, parece, nos hemos lanzado con entusiasmo a un mundo de Wikileaks. Aunque el ejército egipcio ruega que devuelvan los documentos, incluso si amenaza con enjuiciamiento, y exige que no se hagan públicos, ya están apareciendo (junto con posibles falsificaciones) en sus propias páginas de Facebook; se twitea, discute y escribe al respecto, se muestran en la televisión, y se reproducen en los periódicos como si todo Egipto fuera una gigantesca máquina de Wikileaks.
Ahora mismo, en un mundo semejante de franqueza revitalizante aunque anárquica, sólo una persona está pagando el precio: un muchacho de 23 años que está mantenido en la versión más estricta, más punitiva, de aislamiento, a veces sin ropa, en condiciones abusivas, en una celda no en el Egipto de Mubarak, sino en una base de los Marines en Quantico, Virginia, EE.UU. Se trata, claro está, de Bradley Manning, el soldado del ejército acusado de entregar cientos de miles de documentos secretos de EE.UU. a Wikileaks. Su maltrato es ahora de conocimiento común. Al respecto, el portavoz del Departamento de Estado, P.J. Crowley, dijo lo siguiente a finales de la semana pasada en el MIT: «Pasé 26 años en la Fuerza Aérea. Lo que le pasa a Manning es ridículo, contraproducente y estúpido, y no sé por qué el Departamento de Defensa lo está haciendo.» En respuesta a una pregunta indudablemente provocada por los comentarios de Crowley, el comandante en jefe de Manning, Barack Obama, reconoció la situación en su conferencia de prensa del viernes y a pesar de que la desestimó, es ahora ciertamente responsable de ella. (Por su franca honestidad, Crowley fue rápidamente obligado a renunciar.)
Mientras tanto, los manifestantes egipcios han retomado las cosas donde las dejó Manning y, en términos de iluminar algunos rincones muy oscuros, están mostrando el camino. Como señala ese corresponsal itinerante e irrefrenable de Asia Times (y colaborador regular de TomDispatch) que es Pepe Escobar, podría no ser, en última instancia, la única manera en que los los egipcios abren nuevos horizontes en un mundo muy viejo. Tom
Momias y modelos en el Nuevo Medio Oriente
Pepe Escobar
Hace poco encontraron tres momias en un templo subterráneo en Luxor, Egipto. La traducción de los jeroglíficos las identificó como Choque de Civilizaciones, Fin de la Historia, e Islamofobia. Imperaron en dominios occidentales hacia la segunda década del Siglo XXI antes de morir y de que las embalsamaran.
Hasta ahí todo resuelto. Sin ellas, Medio Oriente ya es un nuevo mundo que hay que interpretar de otra forma. Para empezar, ese país previamente moribundo de «estabilidad» y del amigo íntimo de cualquiera que estuviese en el poder en Washington, está lanzado al Nuevo Gran Juego de Medio Oriente. La pregunta es: ¿Cuál será su suerte, y la de los millones de egipcios que salieron a las calles en una demostración impresionante de no violencia agresiva en enero y febrero?
Realmente es imposible predecirlo, especialmente porque el juego de sombras es la norma y las realidades de la gobernación son difíciles de discernir. En un país en el cual «política» significó durante décadas el ejército, es notable que el actor clave que supuestamente coordina la «transición a la democracia» siga siendo una persona designada por el Faraón Hosni Mubarak, el mariscal de campo Mohamed Hussein Tantawi del Consejo Supremo del Ejército. Por lo menos, la presión popular ha obligado a la junta militar de Tantawi a nombrar un nuevo primer ministro de transición, el ex ministro de transportes Essam Sharaf, amistoso hacia la Plaza Tahrir.
Hay que recordar que las odiadas leyes de emergencia de la era Mubarak, parte de lo que provocó el levantamiento egipcio para comenzar, siguen vigentes y que los intelectuales, partidos políticos, sindicatos y medios tiene miedo de una silenciosa contrarrevolución. Al mismo tiempo insisten casi unánimemente en que la revolución de la Plaza Tahrir no será ni secuestrada ni reformada por oportunistas. Como la división ideológica entre liberalismo, secularismo e islamismo se desintegró al derribarse el Muro del Temor psicológico, abogados, doctores, obreros textiles -la diversidad de la sociedad civil del país- siguen teniendo clara una cosa: nunca aceptarán una teocracia o una dictadura militar. Quieren democracia integral.
No es sorprendente que lo que eso implica haga que tiemblen los círculos diplomáticos occidentales. Un ejército egipcio que aunque sólo tenga que rendir cuentas remotamente a un gobierno civil elegido no colaborará, por ejemplo, en el sitio israelí contra los palestinos de Gaza o en las entregas de la CIA de presuntos terroristas a las prisiones del país, o en la participación a ciegas en esa monstruosa farsa que es el «proceso de paz» israelí-palestino.
Mientras tanto, hay asuntos más prosaicos que encarar: Por ejemplo, ¿cómo logrará la transición dirigida por el ejército hacia las elecciones de septiembre que las cifras económicas den resultados? En 2009, la cuenta de las importaciones en Egipto fue de 56.000 millones de dólares, mientras que las exportaciones del país sólo llegaron a 29.000 millones. El turismo, la ayuda extranjera y los préstamos ayudaron a ajustar el balance. El levantamiento causó la caída del turismo y quién sabe qué tipo de ayudas y préstamos se recibirán en los próximos meses.
Mientras tanto, el país tendrá que importar por lo menos 10 millones de toneladas de trigo en 2011 por casi 3.300 millones de dólares (si los precios del grano no siguen subiendo) para lograr que la gente esté por lo menos alimentada a medias. Es sólo una pequeña parte del vergonzoso legado de Mubarak, que incluye a unos 40 millones de egipcios, casi la mitad de la población, que viven con menos de 2 dólares al día, o menos, y no desaparecerá de un día para otro.
Afectados por una arrolladora revolución, mayormente pacífica, en todo el MENA (el nuevo acrónimo popular para Medio Oriente y el Norte de África), Washington y la envejecida Fortaleza Europa, sumidos en el miedo, se revuelcan en la perplejidad. Incluso después que haya pasado la tormenta de arena causada por esos rebeldes vientos norteafricanos, no está claro que lleguen a comprender cómo han llegado a desaparecer también todos los estereotipos culturales utilizados para explicar el Medio Oriente durante décadas.
Mi línea favorita de la Gran Revuelta Árabe de 2011 sigue siendo la del erudito tunecino Sarhan Dhouib: «Estas revueltas son la respuesta al propósito de [George W.] Bush de democratizar el Mundo Árabe por la violencia». Si «la conmoción y el pavor» son también un artefacto de un mundo antiguo, ¿qué pasará a continuación?
Modelos de alquiler o venta
El 3 de febrero, la Fundación Turca de Estudios Económicos y Sociales publicó un sondeo realizado en siete países árabes y en Irán. Por lo menos un 66% de los encuestados consideró a Turquía, no a Irán, como modelo ideal para Medio Oriente. Una conferencia de prensa improvisada de Le Monde con la cual el Financial Times está ahora evidentemente de acuerdo. Después de todo, Turquía es una democracia funcional en un país de mayoría musulmana en el cual prevalece la separación entre la mezquita y el Estado.
El erudito islámico estelar en Oxford, Tariq Ramadan, nieto del fundador de la Hermandad Musulmana Hassan al-Banna, también calificó «el modelo turco» de «fuente de inspiración». A finales de febrero el ministro de Exteriores turco Ahmet Davutoglu estuvo de acuerdo, con un exceso de modestia que apenas llegó a cubrir las ambiciones de la nueva Turquía, e insistió en que su país no quiere ser un modelo para la región, «pero podemos ser una fuente de inspiración».
El economista marxista egipcio Samir Amin -ampliamente respetado en todo el mundo en desarrollo- sospecha que, sean cuales sean las esperanzas de los turcos y otros, incluidos tantos egipcios, Washington tiene ideas bastante diferentes sobre el destino de Egipto. Quiere, piensa, no un modelo turco sino otro paquistaní para ese país: es decir, una mezcla de «poder islámico» con una dictadura militar. No será así, piensa Amin, porque «ahora el pueblo egipcio está muy politizado».
El proceso de verdadera democratización que comenzó en los lejanos años cincuenta en Turquía resultó ser un camino largo. No obstante, a pesar de golpes militares periódicos y el continuo poder político del ejército turco, las elecciones fueron y siguen siendo libres. El Partido de Justicia y Desarrollo, o AKP, que ahora lleva el timón en Turquía, fue fundado en agosto de 2001 por antiguos miembros del Partido Refah, un grupo islámico mucho más conservador, con una ideología similar a la de la actual Hermandad Musulmana en Egipto.
Mientras el AKP se moderaba, sin embargo, el ala pro negocios, pro UE de los islamistas del país se mezcló con varios políticos de centro derecha y, en 2002, el AKP terminó llegando al poder en Ankara. Sólo entonces pudo comenzar a debilitar lentamente el control de la tradicional elite secular basada en Estambul y de los militares de Turquía que habían detentado el poder desde los años veinte.
Sin embargo, el AKP no soñó con desmantelar el sistema secular instalado originalmente por el padre fundador de Turquía, Mustafá Kemal Ataturk, en 1924. El código civil que instituyó se basaba en en suizo, con la ciudadanía basada en el derecho secular. Aunque el país es predominantemente musulmán, por cierto, su pueblo simplemente no aceptaría un sistema como el Irán jomeinista guiado por la religión.
El AKP debe verse como el equivalente a las democracias cristianas de Europa desde los años cincuenta – conservadores dinámicos, orientados hacia los negocios, con raíces religiosas. En Egipto, el ala moderada de la Hermandad Musulmana tiene muchas similitudes con el AKP y se inspira en él. En el nuevo Egipto, finalmente será un partido político legítimo y la mayoría de los expertos cree que podría obtener entre 25% y 30% de los votos en la primera elección de la nueva era.
Todos los caminos llevan a Tahrir
Algunos críticos turcos -generalmente de la casta técnica y administrativa orientada hacia Occidente- acusan regularmente al modelo turco de que es una democracia que «cumple» con el Islam, de que es poco más que una exitosa estratagema de mercadeo, o peor todavía, de una versión rusa en Medio Oriente. Después de todo, el ejército todavía detiene un poder desproporcionado entre bastidores como garantía del marco secular del Estado. Y la minoría kurda del país no está realmente integrada en el sistema (aunque en septiembre de 2010, los votantes turcos aprobaron cambios constitucionales que dan más derechos a los cristianos y kurdos).
Con su glorioso pasado otomano, señala Orhan Pamuk, ganador del Premio Nobel de Literatura de 2006, Turquía nunca fue colonizada por una potencia mundial, y por lo tanto «la veneración de Europa’ o la ‘imitación de Occidente’ nunca tuvieron las connotaciones humillantes» descritas por Frantz Fanon o Edward Said para gran parte del resto de Medio Oriente y del Norte de África.
Hay grandes diferencias entre el camino de Turquía hacia una democracia libre de militares en 2002 y el camino plagado de dificultades que espera a los jóvenes manifestantes y a los partidos políticos nacientes de Egipto. En Turquía los protagonistas clave fueron islamistas favorables a los negocios, conservadores, neoliberales, y nacionalistas de derecha. En Egipto son islamistas favorables a los sindicatos, izquierdistas, liberales y nacionalistas de izquierda.
La revolución de la Plaza Tahrir fue desatada esencialmente por dos grupos juveniles: el Movimiento Juvenil 6 de Abril (orientado hacia la solidaridad con los trabajadores en huelga) y Todos Somos Khaled Said (que se movilizó contra la brutalidad policial). Más adelante se sumaron los activistas de la Hermandad Musulmana y -crucialmente- los sindicatos organizados, las masas de trabajadores (y de desocupados) que habían sufrido durante años el veneno del «ajuste estructural» del Fondo Monetario Internacional. (Todavía en abril de 2010, una delegación del FMI visitó El Cairo y elogió el «progreso» de Mubarak.)
La revolución en la Plaza Tahrir hizo las conexiones necesarias de una manera profundamente inteligible. Logró llegar al meollo de la cuestión, vinculando los salarios miserables, el desempleo masivo y la creciente pobreza con el modo de enriquecimiento de los cómplices de Mubarak (y también el establishment militar). Tarde o temprano, en cualquier enfrentamiento futuro, la forma en que los militares controlan una parte tan grande de la economía será un tema inevitable, la manera, por ejemplo, en que las compañías de propiedad del ejército siguen haciendo un gran negocio en las industrias del agua, del aceite de oliva, del cemento, la construcción, los hoteles y el petróleo, o la forma en que los militares han llegado a poseer considerables cantidades de terrenos en el Delta del Nilo y frente al Mar Rojo, «regalos» por garantizar la estabilidad del régimen.
No es sorprendente que los sectores clave en Occidente estén presionando por un modelo turco «seguro» para Egipto. Sin embargo, considerando la miseria en el país, es poco probable que los jóvenes manifestantes y sus seguidores de la clase trabajadora sean apaciguados incluso por la posibilidad de un sistema neoliberal, islámico-democrático al estilo turco. Esta coalición izquierdista/liberal/islamista lucha por una democracia verdaderamente soberana, favorable a los sindicatos, independiente. No se requiere un doctorado de la Escuela de Economía de Londres, como el que se compró Saif al-Islam al-Gadafi, para ver cuán catastrófica podría ser esa visión independiente para el actual statu quo.
Espejito, espejito…
Que no se entienda mal: Si los activistas de la Plaza Tahrir quieren reproducir el sistema turco en Egipto o no, la propia Turquía es inmensamente popular en ese país, como lo es cada vez más en el mundo árabe en general. Eso ofrece a los políticos de Ankara la perspectiva perfecta para consolidar el papel de liderazgo regional del país, que ha aumentado claramente desde que, en 2003, sus dirigentes establecieron su independencia al rechazar el deseo de George W. Bush de utilizar territorio turco para su invasión de Iraq.
Esa popularidad además aumentó después de que ocho de las nueve víctimas muertas a tiros por comandos israelís en la flotilla de la libertad de Gaza resultaron ser turcas. Cuando el primer ministro Recep Tayyip Erdogan condenó vehementemente a Israel por su «sangrienta masacre», se convirtió instantáneamente en «Rey de Gaza». Cuando Mubarak finalmente respondió a las manifestaciones de la Plaza Tahrir anunciando que no volvería a ser candidato a presidente en 2011, el presidente Obama no dijo gran cosa, y el ex primer ministro británico Tony Blair instó a Egipto a no «apresurarse a las elecciones». En cuanto a Erdogan, virtualmente ordenó a Mubarak que renunciara, en vivo en Al-Jazeera para que todo el mundo musulmán lo viera.
Mientras Washington maniobraba con la idea de ponerse en el lado equivocado de la historia, a regañadientes o caóticamente, en compañía de esos inquebrantables defensores de Mubarak, Israel y Arabia Saudí, Erdogan, -con una astuta evaluación de la política regional- prefirió respaldar a los egipcios que tratan de trazar su propio destino. Y surtió efecto.
El punto no es que EE.UU. esté ahora «perdiendo» a Turquía, ni que, como han acusado algunos críticos, que Erdogan esté soñando con convertirse en un nuevo califa neootomano (sea lo que sea que eso signifique). Lo que hay que comprender en este caso es un nuevo concepto turco: profundidad estratégica. Para eso tenemos que volvernos hacia un libro: Stratejik Derinlik: Turkiye’nin Uluslararasi Konumu (Profundidad estratégica: la Posición Internacional de Turquía), publicado en Estambul en 2001 por Ahmet Davutoglu, entonces profesor de relaciones internacionales en la Universidad de Marmara, ahora ministro de exteriores de Turquía.
En ese libro, Davutoglu consideró un futuro que ahora parece todavía más cercano y colocó a Turquía en el centro de tres círculos concéntricos: 1) los Balcanes, la cuenca del Mar Negro y el Cáucaso; 2) Medio Oriente y el Mediterráneo Oriental; 3) el Golfo Pérsico, África, y Asia Central. En relación con futuras áreas de influencia, creía incluso en 2001 que Turquía podría reivindicar por lo menos ocho: los Balcanes, el Mar Negro, el Cáucaso, el Caspio, Asia Central Túrquica, el Golfo Pérsico, Medio Oriente y el Mediterráneo. Actualmente, es un protagonista clave, y en muchas de esas mismas áreas de influencia potencial, la gente ciertamente mira hacia Turquía. Es un momento remarcable para Davutoglu, quien sigue convencido de que Ankara será una fuerza que hay que considerar en Medio Oriente. Como dice, de manera bastante simple: «Es nuestra casa».
Tomemos la idea de la «profundidad estratégica» de Turquía y combinémosla con la Gran Revuelta Árabe de 2011 y se comprenderá por qué Erdogan ha lanzado un intento no sólo de convertir el modelo turco en el egipcio o incluso en el de Medio Oriente, sino para eclipsar a Egipto como futuro mediador entre la región y Occidente. El hecho de que Erdogan y Davutoglu se orientan en esa dirección es bastante obvio por la forma en que, en los últimos años, han tratado de insertarse como mediadores entre Siria e Israel y han lanzado una compleja apertura política, diplomática, y económica hacia Irán.
Y hablando de ironías históricas, precisamente mientras los dirigentes fundamentalistas de Irán miraban como se derrumbaba un régimen egipcio profundamente hostil, las protestas del Movimiento Verde iraní comenzaron a estremecer nuevamente a Teherán, durante la visita, nada menos, que del presidente turco Abdullah Gul. Las protestas se encararon con lo que equivalía a guantes de seda (según los estándares de Teherán) porque la dictadura militar de la dictadura de los mulás se vio en una competencia potencialmente perdedora con su aliado turco por convertirse en la primera fuente de inspiración de los movimientos de masas árabes.
Java; ¿democracia con café?
Si los egipcios quieren lecciones del establecimiento de una democracia, Turquía no es la única fuente en la cual buscar inspiración. Podrían, por ejemplo, volverse hacia Latinoamérica. Por primera vez en más de 500 años, Suramérica es totalmente democrática. Como en Egipto, en tantos países latinoamericanos en la era de la Guerra Fría, las dictaduras estaban a la orden del día y los militares gobernaban. En Brasil, por ejemplo, la «lenta, gradual, y segura» apertura política que dejó atrás la dictadura militar tomó casi una década.
Eso implica mucha paciencia. Lo mismo se aplica a otro modelo: Indonesia. Allí, en 1998, Suharto, un envejecido dictador respaldado por EE.UU. con 32 años en el poder, terminó por renunciar sólo unos días después de volver de una visita, entre otros sitios, a El Cairo. Indonesia se veía bastante como Egipto en febrero de 2011: una nación amiga de Occidente, predominantemente musulmana, empobrecida y harta de un dictador militar mega-corrupto que aplastaba a los intelectuales izquierdistas así como al Islam político.
Trece años después, Indonesia es la tercera democracia por su tamaño del mundo y la más libre en el Sudeste Asiático, con un gobierno secular, una economía en auge y con los militares apartados de la política.
Todavía tengo recuerdos vívidos de conducir una bicicleta un día en mayo de 1998 por la capital indonesia, Yakarta, mientras estaba literalmente en el fuego, con la furia que estallaba en interminables columnas de humo. Washington no intervino entonces, ni China, ni la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático de 10 miembros. Los indonesios lo hicieron solos. La transición se ajustó a una constitución existente, aunque previamente ignorada en gran parte. (En Egipto, ahora, hay que modificar la constitución a través de un referendo.)
Es verdad, los indonesios tuvieron que aguantar un tiempo al vicepresidente elegido cuidadosamente por Suharto, el afable B.J. Habibie (tan diferente del sucesor cuidadosamente elegido por Mubarak, el siniestro Omar «Jeque al-Tortura» Suleimán). Pasó un año para que se organizaran nuevas elecciones, se modificaran las leyes electorales y se libraran de escaños nombrados en el Parlamento. Pasaron seis años hasta la primera elección presidencial directa. Y sí, la corrupción sigue siendo un inmenso problema, y la riqueza y las conexiones adecuadas rinden bastante (como en realidad, se diría, en EE.UU.). Pero actualmente, prevalece el vigor de la ley.
Un «Estado islámico» nunca tuvo la menor oportunidad. Actualmente sólo un 25% de los indonesios votan por partidos islámicos, mientras el bien organizado Partido de Justicia Próspera, descendiente ideológico de la Hermandad Musulmana, pero ahora oficialmente abierto a no musulmanes, tiene sólo cuatro de 37 escaños en el gabinete del presidente Yudhoyono, y no espera conseguir más de un 10% de los votos en las elecciones de 2014.
Mientras Indonesia se mantiene cercana a EE.UU. y es fuertemente cortejada por Washington como contrapeso para China, Brasil bajo la presidencia del inmensamente popular Luis Ignacio «Lula» da Silva se trazó un camino mucho más independiente y, mediante el ejemplo, gran parte de Latinoamérica. El proceso duró casi una década y los futuros historiadores lo podrán ver por lo menos tan significativo como la caída del Muro de Berlín.
En Europa Oriental, 1989 se pudo ver, en parte, como una cadena de rebeliones de gente que ansiaba conseguir acceso al mercado global. La Gran Revuelta Árabe, por otra parte, ha sido un levantamiento en parte significativo contra la dictadura de ese mismo mercado. Los manifestantes, desde Túnez hasta Bahréin, salen a favor de la inclusión social y de contratos sociales más nuevos, mejores, sociales y económicos. No es sorprendente que este asombroso levantamiento continuo se contemple en toda Latinoamérica con una tremenda empatía y con el sentimiento de que «lo hicimos y ahora lo están haciendo ellos».
Por supuesto no conocemos el futuro, pero tal vez dentro de una o dos décadas podamos decir que los egipcios y otros pueblos árabes arremetieron no siguiendo el modelo turco, ni el brasileño ni el indonesio, sino el de un conjunto de nuevos caminos. Tal vez el futuro desde El Cairo a Túnez, desde Bengasi a Mana, de Argel hasta (si Alá quiere) una Arabia Saudí post Casa de Saud, tenga que ver con el invento de una nueva cultura política y los nuevos contratos económicos que irían con ella, que serían indígenas y, ojalá, democráticos de maneras nuevas y sorprendentes.
Lo que nos hace volver a Turquía. Es perfectamente factible que el Islam sea uno de los fundamentos de algo totalmente nuevo, algo de lo que nadie tiene actualmente la menor idea, algo que se asemejará a lo que fue, en Europa, la separación entre la política y la religión. En el espíritu de mayo del 68, tal vez incluso podamos imaginar a un Banksy árabe que coloque un estarcido sobre todas las capitales árabes: ¡La imaginación al poder!
Pepe Escobar es autor de «Globalistan: How the Globalized World is Dissolving into Liquid War» (Nimble Books, 2007) y «Red Zone Blues: a snapshot of Baghdad during the surge«. Su último libro es «Obama does Globalistan» (Nimble Books, 2009). Puede contactarse con él en: [email protected].
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