Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
El ritmo normal de la vida cotidiana puede sorprender a quienes estos días se aventuran a visitar Damasco. Desde el centro de la ciudad con sus vibrantes mercados, puede parecer irreal la idea de que hay observadores de la Liga Árabe visitando la ciudad para investigar graves abusos de los derechos humanos. Sin embargo, algo ha cambiado. En los cafés y en los taxis la gente habla de política y aunque no lo hacen en voz muy alta, esas conversaciones ya no se limitan a comentarios en voz baja. Explosiones masivas interrumpen la ilusión de una ciudad que permanece inalterada. Y en los suburbios, cada tarde se producen manifestaciones que a veces acaban con la vida de los manifestantes. El levantamiento se está aproximando a la capital.
Recibimos una llamada, hay una «fiesta» esta tarde en Harista, un suburbio de Damasco donde la gente está tomando las calles a causa del desempleo y de las humillaciones que las fuerzas de seguridad les llevan imponiendo durante décadas. Los activistas nos recogen y nos dirigimos a una supuesta «casa segura». Cinco jóvenes nos reciben en una sala de estar brillantemente iluminada por lámparas de neón; las cortinas están echadas y el aire es espeso a causa del humo de los cigarrillos. Un hombre mayor se nos incorpora y los demás le saludan respetuosamente. Ahmad S. es uno de los líderes de las protestas en Harista. Explica que los últimos ataques, que el régimen atribuye a al-Qaida y a los manifestantes, fueron llevados a cabo por el mismo régimen. Pregunta por qué esos ataques se produjeron en ese momento, justo cuando llegaron los observadores árabes y por qué al-Qaida nunca ha reclamado su autoría. «¿Cómo es que la televisión estatal apareció de inmediato en la escena del crimen? Están tratando de aterrorizar a la población y hacernos pasar por terroristas islamistas».
Le pregunto qué esperan de los observadores de la Liga Árabe. «¿Qué es lo que podemos esperar?», contesta. «¿Qué la misión se aborte tan pronto se dispare otra bala? Cada día, se asesina a veinte, treinta, cuarenta personas. La única razón por la que el régimen firmó el acuerdo es para ganar tiempo». Un joven desertor del ejército sirio nos sirve té. Algunos activistas solo dejan el apartamento cada tarde para incorporarse a las manifestaciones; otros no salen durante días. Llevan meses sin ver a sus familias y cambian de residencia cada dos días. La TV sintoniza «Orient News», un canal de la oposición siria que transmite desde Dubai. Aquí una puede conseguir una visión sin filtros de la brutalidad del régimen. La grabación, filmada con teléfonos móviles, es aterradora: huesos quebrados bajo las botas del personal de seguridad, espaldas plagadas de las marcas de los latigazos y niños muriendo en medio de charcos de sangre.
Los hombres sonríen cuando les pregunto si la revolución puede permanecer en una vía pacífica. Uno dice que nadie estaba a favor de la violencia y que la revolución ha permanecido pacífica durante mucho tiempo. «Pero el régimen está matando a nuestro pueblo. Disparan contra las mujeres y los niños». Sin embargo, no hay dinero para combatir, para comprar armas. Ahmad S. saca un viejo revolver de un cajón que hay debajo del televisor, es un máuser. «¿Cómo podemos defendernos con armas como estas?» pregunta. Inserta una bala en el cilindro, lo gira, lo dirige hacia la televisión y sonríe. «Esto no sirve más que para una ruleta rusa».
Esperamos una llamada de un conductor que se supone va a llevarnos a las manifestaciones de Harista. El desertor mira por la ventana y es reprendido por Ahmad S.: ¿Es que no sabe que las cortinas tienen que estar echadas cuando es de noche y tienen las luces encendidas? Finalmente, se produce la llamada. Ahmad S. se levanta y me explica cómo llegar allí. Se supone que tengo que caminar delante de él unos 200 metros. Cuando llegamos, un pequeño coche blanco nos espera y Ahmad S. y el conductor intercambian noticias: ¿A quién han arrestado hoy? ¿Ha habido más muertos?
El conductor conoce bien el terreno. Evitando controles militares, pasa por debajo de puentes vacíos, por túneles parcialmente inundados y a lo largo de caminos sin iluminación. Saliendo de la plaza central de Harista hay una multitud de personas que ya está en marcha. Por todas partes hay apostados hombres del Ejército Libre Sirio. Aunque los insurgentes están intentando pasar al país armas de contrabando, hasta ahora solo los hombres del Ejército Libre Sirio saben cómo utilizarlas, dice mi escolta. Como única mujer entre la multitud, me pide que me quede cerca de él. Si los manifestantes me toman por una informadora, podrían atacarme. Un joven encabeza la marcha. Otros le llevan a hombros y a través de los megáfonos, grita: «¡Abajo ya Bashar! El regalo de la Liga Árabe significa una muerte lenta». La marcha se detiene frente a la pequeña iglesia cristiana de Harista. El líder grita: «¡Cristianos, escuchad! ¡Cristianos, escuchad! Os deseamos un año nuevo bienaventurado. El pueblo sirio es uno, sea musulmán o cristiano. ¡Somos uno, somos uno! Hasta ahora, las iglesias sirias están apoyando oficialmente al régimen, temen que los partidos islámicos tomen su lugar. Sin embargo, hay muchos cristianos que se han unido a la oposición. Mi escolta explica lo importante que es disipar sus temores: «Durante décadas, el régimen les ha dicho que solo él va a protegerles. En realidad está lanzando a una religión contra otra y hace cuanto puede para dividir a la gente».
Justo después de que la marcha se ponga de nuevo en movimiento, suena un disparo. La multitud se asusta. Nos obligan a escondernos detrás de un coche. Más disparos. Mi escolta me lleva hasta una zapatería e inmediatamente bajan las persianas. Con sarcasmo, el vendedor me pregunta: «¿Qué talla necesita?» y nos ofrece un vaso de agua para que nos tranquilicemos. En las calles todo es silencio, pero hay una tenue luz visible detrás de las persianas. Diez minutos después mi escolta recibe una llamada. Hay tres manifestantes heridos; y han hecho seis o siete arrestos. La «fiesta» ha terminado.
Tenemos que salir de la zona porque están empezando a llegar enjambres de fuerzas de seguridad. En una calle lateral, otro coche nos espera. Un miembro del Ejército Libre Sirio abre una pequeña barricada que consiste en un sillón y una señal de tráfico y nos muestra el camino. Después desaparece rápidamente en dirección contraria. Un hombre se acerca al coche y nos invita a tomar un té en su casa. Mohammed U. es el dirigente del Comité de Coordinación de Harista. Mientras llegamos a su piso, se va la luz. «Así es como castigan a los distritos rebeldes», explica. «Desde que empezaron las protestas, cada vez nos cortan la luz durante más horas y están desconectando las líneas telefónicas y de Internet». En la oscura sala de estar, su hija pequeña coloca una luz de flash por encima de mi cuaderno de notas para que pueda escribir. Su hijo, de dieciséis años de edad, relata cómo las fuerzas de seguridad llegaron a su colegio, arrestaron al director y abofetearon a una profesora. También le quemaron la mano a un estudiante metiéndosela en un horno para hacerle confesar que había participado en una manifestación. Debido a las actividades de Mohammad U., unos oficiales habían detenido a su hijo y le habían retenido en la cárcel durante una semana. ¿Le torturaron?, pregunté. «No, solo le golpearon», responde casi como disculpándose, como si golpear no fuera tortura. Todos los hermanos de Mohamad U. han pasado también por la cárcel. Pregunta: «Si el régimen estuviera interesado en dialogar y llegar a una solución, ¿encarcelaría y torturaría a familiares inocentes y le dispararía a manifestantes pacíficos cuando una misión de observación se encuentra en el país?».
Al día siguiente, nos dan la noticia de que van a enterrar a un miembro del Ejército Libre Sirio en el suburbio de Duma, en Damasco, y decidimos asistir al funeral. Suleiman A. es un activista de Duma, que nos recoge y nos da instrucciones: «Me están buscando, vivo o muerto. Por tanto, si nos paran, dejadme hablar a mí». Me pongo un pañuelo en la cabeza, porque Duma es conocida por ser una barriada especialmente conservadora, donde las mujeres incluso se cubren el rostro. Suleiman A. es el propietario de una fábrica de cuero y era predicador hasta que le suspendieron en 2005 por hablar sobre democracia en la mezquita. Le pregunto por el momento en que se unió a la revolución. «Fue justo el día 15», es su repuesta. ¿Significa esa fecha el comienzo del levantamiento sirio en marzo? Pregunto. «No», ríe, «el 15 de diciembre, cuando estalló la revolución tunecina». Desde el principio mismo, tuvo claro que el movimiento por la democracia llegaría también a Siria. En consecuencia, cerró su fábrica de cuero y pasó a la clandestinidad. Su mujer y su hija se mudaron con sus padres. Para mantener a la familia, su esposa vende sus joyas de vez en cuando.
Aunque una parte de la población de Harista sigue apoyando al régimen, Duma se ha unido casi completamente a la revuelta con el doble de habitantes. Aquí, la primera sentada del levantamiento se produjo cinco días después que se iniciaran las protestas en Deraa. Después de toda una historia de resistencia contra el dominio otomano y francés, maldecir al Partido Baaz se ha convertido en un hábito, dice Suleiman A. Duma era uno de los bastiones de los Hermanos Musulmanes, y cuando Hama fue bombardeada en 1982, las fuerzas de seguridad arrestaron a cientos de cuadros allí. El régimen arremete contra Duma más duramente que contra otros lugares, cree, porque aquí no tienen seguidores que perder. Y aunque los habitantes de Duma no son pobres, es fácil ver el subdesarrollo y el abandono por parte del gobierno. «¿Qué conseguimos del supuestamente reino socialista de Bashar aparte de las universidades privadas?», reflexiona, «¿qué hay de las escuelas y hospitales?» Atravesamos los asentamientos ilegales donde se producen la mayoría de las protestas. La atmósfera del funeral es lúgubre. Poco después de nuestra llegada, los jóvenes empiezan a formar una procesión de funeral. Gritan: «¡El pueblo pide que se proclame la yihad!». Suleiman A. adivina mis pensamientos: «No queremos un califato islámico», explica. «Pero la situación en Duma es mucho peor que otros lugares. Todos los días están matando aquí a la gente. Y esto no es una manifestación, es un funeral».
Desde el comienzo del alzamiento, el régimen teme las procesiones de funeral. Hoy, para poder celebrar el funeral ha sido necesario conseguir docenas de documentos de las fuerzas de seguridad y, oficialmente, solo se permite que cuatro hombres sigan el ataúd. Suleiman A. comenta: «¿No es extraño? Estamos enterrando a un mártir al que asesinaron durante el funeral de otro mártir, que a su vez fue asesinado en otro funeral».
Mi pañuelo, torpemente arreglado, muestra claramente que no soy de Duma y rápidamente una multitud de hombres se congrega alrededor mío. El padre del hombre asesinado me cuenta cómo las fuerzas de seguridad secuestraron a su hijo y como su cuerpo sin vida fue arrojado a la casa con una herida suturada alrededor de todo el torso. Un hombre se sube la manga, otro desnuda el hombro, ambos muestran marcas de quemaduras de electroshock y quemaduras de cigarrillos. Entonces se producen más disparos y tenemos que correr. Los hombres me siguen corriendo y gritando. «¿Te acordarás de escribirlo todo? ¡Los observadores no se acercan a nosotros! ¡Tienes que escribirlo todo!»
Ha anochecido de nuevo y nuestro escolta quiere regresar a Damasco, como si fuera demasiado peligroso para él permanecer en Duma. Durante meses se estuvo escondiendo en los campos de los alrededores de Damasco o en el centro de la ciudad. En el camino de regreso, me pide que visite el hotel donde se alojan los observadores de la Liga Árabe para convencerles que escuchen las historias de los activistas de Duma; la misión solo tiene un teléfono y no puede conectarse con ellos; como mujer, podría fácilmente hacerme pasar por turista. Le indico que el hotel está vigilado por fuerzas de seguridad fuertemente armadas y suspira riéndose: «Observadores a los que se observa, ¿qué vamos a poder conseguir?».
En el centro de la ciudad pasamos delante de las tiendas y de gente sentada en cafés y restaurantes fumando sus pipas de agua. Hice una última visita a un grupo de activistas y estudiantes que habían ido a esconderse a Damasco. Desde aquí, proporcionan alimentos, medicinas y ropas a las barriadas asediadas de la ciudad. «No es verdad que no ocurra nada en Damasco», me dice uno de ellos. «Solo hay calma aún en el centro. Pero Duma, por ejemplo, está en una situación casi tan desesperada como Homs». Un joven de aspecto agotado es miembro del Comité Ejecutivo del Consejo Revolucionario de la ciudad de Homs. Se mueve entre sus lugares de trabajo en Damasco y Homs y ha visitado varios países árabes en búsqueda de apoyo. Con una estructura casi paraestatal, el Consejo Revolucionario puede ayudar a unas 10.000 familias. Parte de los apoyos provienen de los Hermanos Musulmanes de Siria, parte de la comunidad empresarial y de otros donantes. Nos escancia algo de vino. «No necesitamos ayuda urgentemente, sino tendríamos incluso que depender aún más de los Hermanos Musulmanes. Hay ahora grupos salafíes en el extranjero que nos están ofreciendo apoyo pero eso es algo que no necesitamos». Un miembro del grupo es una estudiante alauí expulsada de la universidad a causa de su activismo político. Está ayudando a las familias alauíes de Homs partidarias del levantamiento que se habían refugiado en Damasco. «Los alauíes que están en la oposición están pasándolo especialmente mal», explica. «El régimen les considera unos traidores y les está tratando con especial dureza. Tienen también problemas con su propia comunidad y los demás tampoco confían en ellos».
Los activistas discuten entre ellos acerca de tomar las armas, el aspecto que más les preocupa en estos momentos. Piensan que si la misión de la Liga Árabe es incapaz de detener la violencia, cada vez más sirios pedirán una resistencia armada. «No nos gusta hablar de tomar las armas porque necesitamos apoyo internacional. Sin embargo, si ese apoyo no se produce, tendremos que echar mano a lo que podamos». Admite que el actual punto muerto les tiene desesperados. «Llevo meses con los mismos vaqueros y todavía camino con los zapatos de verano. La revolución se ha apoderado de nuestras vidas, ¿cuánto tiempo podemos continuar así?», se pregunta un estudiante de Deraa. El ejército ha derribado la casa de sus padres y su familia ha escapado a Turquía. Recuerda los primeros tres meses de la revolución como los más emotivos y los más bellos. «Estamos ahora entrando en una fase de ansiedad», dice, «porque la revolución está transformándose en una lucha armada».
Les pregunto si creen que es inevitable la guerra civil. El estudiante de Deraa dice que no pueden saber cómo van a evolucionar las cosas. Su camarada de Idlib no está de acuerdo: «Desde luego que sabemos cómo van a ir las cosas, es solo que aún no queremos ni imaginarlo».
[La autora ha utilizado solo nombres ficticios en este relato]
Layla Al-Zubaidi es antropóloga, activista y directora de la Oficina para Oriente Medio de la Fundación Heinrich Böll, que tiene su sede en Ammán; asimismo es co-editora del libro de inminente aparición «Democratic Transition in the Middle East: Unmaking Power» (Routledge).
Fuente:
http://www.jadaliyya.com/