Hay algo verdaderamente odioso en el gesto de los hermanos Tsarnaev, los dos terroristas chechenos que atentaron contra los corredores de la maratón de Boston el pasado 18 de abril: no sólo causaron muerte y mutilaciones con poco dinero sino que lo hicieron además mediante los enseres más domésticos y más antiguos, los que asociamos […]
Hay algo verdaderamente odioso en el gesto de los hermanos Tsarnaev, los dos terroristas chechenos que atentaron contra los corredores de la maratón de Boston el pasado 18 de abril: no sólo causaron muerte y mutilaciones con poco dinero sino que lo hicieron además mediante los enseres más domésticos y más antiguos, los que asociamos a la alimentación, el calor del hogar y la reproducción de la vida. Matar con ollas -llenas de clavos y no de judías- es como insultar con flores o ensuciar con nieve: una contradicción dolorosa que hace más dolorosa y terrible su acción. Es, por así decirlo, un atentado también contra las ollas, contra la idea de «olla» y todas sus blanduras adyacentes.
Matar con poco dinero y matar con menaje de cocina -un atentado, pues, de andar por casa- da a ese gesto un aura particularmente bárbara que desmiente, por lo demás, el paralelismo en el que los dos hermanos querían apoyar su injustificable atentado: «es lo que viven todos los días los habitantes de Iraq y Afganistán». No es verdad. Los habitantes de Iraq y de Afganistán no mueren como consecuencia de un atentado contra una olla doméstica; son asesinados desde el aire, mediante la más cara y sofisticada tecnología, en un relámpago que es imposible atribuir a una voluntad y mucho menos a una «contradicción antropológica». Los bombardeos aéreos, lo he dicho muchas veces, tienen algo olímpico y metafísico; son la ejecución sumarísima e impersonal, casi automática, de la justicia divina. El hecho de que la muerte llegue a través de un soporte tecnológico y con una intervención mínima de la mano, convierte su advenimiento en algo tan natural como la caída de la nieve y en algo tan inocente como la deposición de una paloma. Al contrario de lo que ocurre con el atentado de Boston, cuyas víctimas señalan a sus autores como culpable fuente subjetiva, las víctimas de los bombardeos son señaladas por la mirilla del avión como objetivos «objetivos» y, por lo tanto, como origen pecaminoso de la acción. Nos impresionan mucho las muertes a cuchillo y odiamos mucho a los degolladores; nos impresionan mucho las muertes baratas contenidas en ollas domésticas y odiamos mucho, por tanto, a los chechenos (o a los palestinos o a los talibán o a los yihadistas de Al-Qaeda). Nos impresionan muy poco, en cambio, aunque sean más numerosas, las muertes caras y sofisticadas producidas por los aviones; y odiamos mucho menos -o incluso admiramos- a los que las planean y ejecutan.
Este retroceso de la mano aplicado a la tecnología de guerra ha alcanzado su colofón con los llamados «drones», esos pterodáctilos o dígitos alados, pegasos e insectos teledirigidos, que pueden recabar información y eventualmente asesinar a miles de kilómetros sin necesidad de un piloto. Como sabemos, el número de bombardeos mediante drones se ha multiplicado durante el gobierno Obama, quien ha realizado y sigue realizando operaciones cotidianas no sólo en Iraq y Afganistán sino también en Yemen, Somalia y Pakistán. A través de los «bombardeos no tripulados» la naturalización de la tecnología, y la despersonalización de la destrucción, alcanza cotas difícilmente imaginables para esos humanos antiguos -la mayor parte de nosotros- que seguimos representándonos secuencias causales muy rudimentarias: de hombre a hombre, de hombro a hombro, de martillo a escombro. La posibilidad de desmigajar una aldea desde un sillón situado a miles de kilómetros, mientras se toma un café y se fija una cita telefónica con el médico o con la novia, añade a la desproporción entre cielo y tierra y a la desigualdad entre «mirones» y «mirados» un nuevo abismo: el que separa radicalmente los cuerpos de las tecnologías. El simple hecho de tener cuerpo, de conservar un cuerpo -allí donde el consumo de mercancías parece haber dejado atrás, en una polvareda de imágenes, la mortalidad misma- es casi un llamado al bombardeo y, en todo caso, una justificación de sus efectos: los que siguen siendo mortales (todos esos pueblos y clases inferiores sin acceso a los mercados) deben morir. Tienen cuerpo, luego son frágiles; luego hay que romperlos.
Podemos decir sin exagerar que el objetivo de los bombardeos son los cuerpos; su radical antihumanismo no apunta a los civiles o a los enemigos sino, más allá, a la idea misma de fragilidad. Quizás no es verdad que no haya ningún paralelismo entre el atentado de Boston y los bombardeos de Iraq o Afganistán. Quizás sin saberlo la acción monstruosa de los hermanos Tsarnaev constituye una crítica radical de esa monstruosa civilización cuya máxima aspiración material es el retroceso definitivo de la mano y la superación mercantil de la mortalidad. Quizás los hermanos Tsarnaev escogieron el escenario de su atentado porque estaba lleno de inocentes, sí, como los mercados de Kabul o los barrios de Faluya. Pero en todo caso una maratón es sobre todo un acontecimiento «corporal», uno de los pocos lugares aún modernos donde los participantes son convocados como «cuerpos», donde los seres humanos comparecen como «anti-drones»: tripulados por ellos mismos, coincidentes con sus propios pies. La olla asesina, metonimia de todos los cuidados domésticos, devuelve a las víctimas sus piernas -en el momento de arrancárselas. El atentado de Boston, como el memento mori de la antigüedad, recuerda a los estadounidenses y a los occidentales en general lo que procuran olvidar por todos los medios: tenéis cuerpo, luego sois frágiles, luego hay que romperos. La conclusión de este silogismo, por supuesto, debería ser «luego hay que cuidaros», pero es la propia civilización del dron, que no siente piedad por los afganos y los iraquíes, la que ha quebrado toda coherencia antropológica.
En este juego de réplicas -o de potlachs en un espejo negro- a alguno de estos «lobos solitarios», como se complacen en llamarlos los periódicos, se le ocurrirá algún día llevar la paradoja hasta el extremo. Pondrá ollas explosivas no en el camino de los corredores de una maratón sino en las camas de los enfermos estadounidenses, en los cartones de los pobres estadounidenses y en los sillones de los viejos estadounidenses. Nos sentiremos horrorizados y con razón, pero ese monstruo podría pensar que matarlos a ollazos -a ellos, últimos refugios de los cuerpos, negados y despreciados- es la única forma de hacerlos aparecer. Estamos a punto de llegar a esa escala «ideal» invertida en la que rematar a las víctimas del mercado será la única manera de acusar a los verdugos y reivindicar su dolor. En cuanto a las víctimas de los drones, no pueden ni siquiera aspirar a emitir la luz final de una revelación.
Si no queremos reducir las relaciones humanas a una guerra desigual y feroz entre drones y ollas, es necesario transformar de manera urgente las condiciones de la economía y la tecnología, para que los cuerpos y las cocinas restablezcan la posición a que estaban destinadas en el orden antropológico de la humanidad.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.