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Los enemigos del pueblo

Fuentes: Rebelión [Imagen: el doctor Stockmann se enfrenta al alcalde, al director del periódico y al líder del sindicato. Lo que quiere es que la verdad sobre el balneario se haga conocida. (Foto: Difusión) / SYSTEM]

Lo digo ya en las primeras líneas de este artículo: para las personas que practican el activismo medioambiental, el ecologismo es, en primera instancia, una permanente construcción de principios de precaución que ponen en entredicho los «principios» comúnmente establecidos.

En un planeta gobernado por empresas, tecnócratas y personajes de todo tipo que defienden la ley de la gravedad solo cuando las manzanas caen del árbol, la lucha más sincera no es compatible con la aceptación y el conformismo, más cuando el mundo que se está construyendo es un mundo sin compasión con el medio ambiente, sin empatía con los seres que en él habitan y sin piedad para con los recursos naturales; un mundo antropogénico, en fin, donde el ser humano cree que todo está a su merced incluso cuando el daño producido es capaz de acabar con él mismo.

Ser ecologista desde el activismo es, por definición, ser un enemigo del pueblo de manera universal –a pesar de luchar por el pueblo y querer estar con él–, no solo por avisar del veneno contenido en toda fuente de recursos materiales, tal y como le sucedía al Doctor Stockmann en la obra de Ibsen, sino porque sus averiguaciones científicas –y aún más sus sospechas o intuiciones– provienen de la desconfianza hacia un orden impuesto. Esa desconfianza, como objeto para la mirada y como concepto, que ha de sustentar cualquier debate sobre la forma en la que se establecen las normas de juego: tanto si hablamos de derechos y compromisos en presente como de futuros y paisajes habitables, capaces de rebelarse contra el destino de destrucción que trata de imponerse.

Ecologista no es, en consecuencia, desde este punto de vista antipático para el sistema, una persona que obviando los males menores se deja guiar por ecopreceptos normalizados, porque en esta categorización de mal menor es probable que abunden los prejuicios. Defender el coche eléctrico y no tener en cuenta las consecuencias de la extracción de litio y diversas tierras raras en alejados lugares del mundo no es ser ecologista, no al menos desde la posición resistente de quienes residen en lugares de sacrificio y sufren las consecuencias del extractivismo, es tan solo ser posibilista para una élite, y tal vez tampoco, teniendo en cuenta que lo que hoy se considera pragmático puede ser una carga inaceptable dentro de poco, dependiendo del estado gaseoso de la realidad prediseñada y de su grado de burbujeo.

Pero las y los ecologistas activistas, enemigas y enemigos del pueblo, constituyen un peligro también para los que autodenominándose, a su vez, ecologistas (¿pragmáticos?), consideran que no hay peor crítica que la que viene desde dentro, y por esta razón describen al ecologismo desconfiado y precautorio como mal endémico que hay que extirpar de raíz utilizando cualquier método al alcance de los medios. Artículos de opinión que tratan de asociar a la disidencia con la extrema derecha, acusaciones de negacionismo y propagación de bulos, foros de discusión en los que se expulsa por discrepar, ataques en redes sociales a renombrados científicos cuando hablan de colapso, y tácticas de coacción sobre los equipos de redacción de revistas que no aceptan la manipulación; tratando de conseguir con todo esto la claudicación del «otro», ese ser, como decimos, contrario a la confianza y la obediencia hacia lo preceptivo.

Reconociéndome parte de ese «otro», aunque no juez, he de confesar que me parece tristísimo que hayamos tenido que llegar aquí, a este grado de crispación intestinal dentro del ecologismo; si bien, esto venía viéndose venir. Y es que, tal y como sucede con cualquier acto de repudio social, la indignación no se sienta en la misma mesa que los que la ejercen. Y es por esto que va a ser muy difícil que ciertas personas aparezcamos en una foto junto a una futura comisaria europea. Paradójicamente, ser enemigo del pueblo tiene que ver con ser del pueblo, estar en contacto con el pueblo, y es esta condición pueblerina la que invalida nuestra visión del mundo por falta de globalismo. (No es que yo desee lo contrario, más cuando triunfa la sospecha de que el movimiento verde, tal y como ha sucedido en ese conocido país próspero y centroeuropeo, se ha convertido en una fábrica de privilegios personales, crecepelos varios y palabras carentes de contenido –palabras de cambio para que nada cambie–).

¿Pero qué proponemos quienes con tanta efusividad abrazamos la desconfianza y los principios precautorios? La respuesta no es difícil. Como le sucede a las manzanas con gusanos y no las verdes, la respuesta cae por su propio peso. Proponemos tiempo. ¿Tiempo? Sí, tiempo, y solo tiempo.

Tiempo para pensar lo que estamos haciendo, y por lo tanto no hacer más hasta no estar seguros completamente de que eso es lo mejor para todas y todos. Tiempo para que la naturaleza recupere los espacios destruidos por los incendios sin la precipitación de volver a repoblar con celulosa. Tiempo para contar los insectos que desaparecen –y mientras tanto no emplear más máquinas de destrucción masiva de bichos–. Tiempo para comprender y tomar conciencia de qué forma el consumismo es suicidio. Tiempo para que cualquier tecnología pase de ser un problema social a una necesidad comunicativa. Tiempo para que podamos respetar lo que nos rodea. Tiempo para la no avaricia, la no injusticia, el no crecimiento sin sentido. Tiempo para decidir dónde es mejor poner una industria –hidroeléctrica, eólica, fotovoltaica, de biomasa, de biogás, de hidrógeno– y si esa industria es realmente útil y qué efectos tiene, aquí y en la otra parte del mundo. Tiempo para fundar una sociedad del intercambio de afectos, cuidados, educación, cultura y tantas cosas que no son cosas, precisamente.

Me dirán: tiempo es justo lo que tenemos. A lo que me veo en la obligación de responder, no ya con un refrán castellano –pues sería demasiado obvio y tal vez simplista–, sino mostrando el billete de tren que justo estamos adquiriendo: un billete de ida a ninguna parte en un tren de alta velocidad.

Tal vez me equivoque y los y las ecologistas que adoramos el tiempo ya estemos extinguidos. El tiempo, cómo no, lo dirá, si le damos tiempo.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.