Con la ofensiva israelí golpeando todo el territorio libanés, el trauma de las matanzas de Sabra y Shatila resurge entre las personas refugiadas palestinas.
El campo de Shatila concentra todas y cada una de las dramáticas problemáticas que sufren las refugiadas palestinas en todo el Líbano. En este campo de un kilómetro cuadrado viven más de 20.000 personas y es el campo de refugiados más denso del país y trágico testigo de una de las masacres más crueles de la historia de la humanidad.
Al adentrarse a Shatila por el norte, atravesando la entrada principal de donde cuelgan decenas de fotografías de mártires y emblemas de diferentes facciones palestinas, se encuentra un estrecho callejón lleno de gente y tiendas de alimentación. Esa vía estrecha y atestada es una de las arterias principales del campo y, por lo tanto, casi la única por donde pueden entrar vehículos con suministros. Saliendo de esta calle, se empieza a remontar un entramado de callejones mucho más estrechos por donde sólo cabe una persona, con un recorrido arbitrario y aleatorio que va conectando todas las viviendas.
Cuando se creó el campo en 1949 se plantaron 500 tiendas provistas por la UNRWA, pero a causa de la perdurabilidad de la ocupación y las diferentes oleadas de desplazamientos posteriores, esta cantidad ha aumentado vertiginosamente. El campo ha multiplicado por diez su capacidad, a pesar de que el estado libanés nunca ha permitido ampliar el espacio. De este modo, las casas se amontonan una encima de la otra sin ningún plan urbanístico, en una especie de chabolismo vertical. Lo que al comienzo eran tiendas, a lo largo del tiempo se han ido convirtiendo en edificios autoconstruidos de dos o tres pisos.
La oscuridad es prácticamente absoluta, ya que la luz del sol no llega por culpa del hacinamiento de los edificios, lo cual también provoca que el suelo esté completamente encharcado. Muchas aguas residuales se abocan desde los pisos superiores directamente a la calle, que prescinde de sistema de alcantarillado. Las vecinas y trabajadoras de la entidad local Beit Aftal Assomoud (Casa de los Hijos de la Resistencia), que ofrece servicios sociales a los niños del campo, advierten constantemente del peligro de los cables eléctricos, que cuelgan masiva e indiscriminadamente a la altura de los hombros.
Jom Marwan, nacida en el campo, vive en otra de las arterias principales del campo, donde se sitúa el mercado. Es una mujer de 65 años que tenía 23 años durante la masacre de Sabra y Shatila y que entonces acababa de parir un bebé de 12 días en un sótano del barrio comercial de Hamra, donde estuvieron escondidas durante tres meses. “En esta calle que se ve por la ventana es donde se amontonaron más cadáveres, al volver a casa nos encontramos nueve cuerpos dentro del comedor […] Asesinaron a mi hermano, a mi padre y a mi primo”.
El 14 de septiembre de 1982, durante la Guerra Civil del Líbano, Israel había invadido el Líbano y el ejército controlaba Beirut. Las fuerzas de la resistencia palestina de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), dirigidas por Yasir Arafat, fueron evacuadas hacia Túnez. Esta evacuación aconteció bajo la supervisión de las grandes potencias internacionales, en cumplimiento del alto el fuego que había patrocinado Estados Unidos y que obligaba al ejército israelí a no invadir Beirut Occidental y garantizar la seguridad de las refugiadas palestinas en los campos, que ya no contaban con la protección de los milicianos de la OLP, ni de la Fuerza Multinacional dedicada a esta misión concreta.
Ese mismo día, una explosión en el cuartel general de las falanges libanesas durante una reunión de mando mató al presidente Bashir Gemayel, el líder cristiano de las Fuerzas Libanesas en el cual Israel había depositado todo su apoyo. Las falanges libanesas, un grupo paramilitar de la ultraderecha cristiana, sembraron el caos por las calles de Beirut clamando venganza contra los musulmanes, especialmente contra los palestinos; a pesar de que el atentado había sido cometido por Habib Shartouni, otro cristiano maronita que trabajaba por el servicio de inteligencia sirio.
A la mañana siguiente, el ejército israelí había invadido Beirut Oeste y rodeaba el campo de Shatila, estableciendo su puesto de mando en la azotea de la embajada de Kuwait, un edificio de siete pisos con vistas panorámicas sobre el campo. En una reunión donde participó Ariel Sharon, ministro de defensa y la jefatura del ejército, el Mossad y el Shin Bet, se decidió que serían las falanges libanesas las que entrarían en el campo para “purgarlo”, protegidas e iluminadas con bengalas por el ejército israelí. Mientras tanto, los soldados israelíes se asegurarían que nadie pudiera salir del campo.
La comunidad de refugiadas, entonces integrada únicamente por civiles, mayoritariamente mujeres, niños y adultos mayores, decidió enviar una delegación de cuatro hombres, Abu Zluaid (62 años) Abu Hamad Ismail (55 años), Tewfik Abu Hashmeh (64 años) y Abu Ahmad Raid (65 años) con una bandera blanca a la embajada de Kuwait para pedir al ejército israelí que les permitiera escapar del campo, pero ninguno de ellos volvió con vida.
Durante las siguientes 72 horas, las falanges libanesas, armadas con hachas, cuchillos, pistolas y algunos fusiles israelíes masacraron a la población del campo de Shatila. Según el testimonio de los corresponsales Ralph Schoenman y Mya Shone enviado al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas el 8 de diciembre de 1982 y el informe de la Cruz Roja Libanesa, se hallaron más de 3.000 cadáveres. Muchos cuerpos se encontraron completamente mutilados, con un crucifijo tallado en el pecho y sin la cabellera.
A Marwan le preocupa la situación actual que vive el Líbano. Teme que el ejército israelí vuelva a invadir el Líbano y la resistencia palestina vuelva a ser evacuada o derrotada. “Ya vimos lo que pasó en 1982; trece días después de que los combatientes de la resistencia palestina se marcharan, entraron en el campo sin oposición y nos masacraron”. Esta conversación tuvo lugar un día antes del comienzo de los ataques israelíes en el Líbano, con casi 1.247 muertos y 5.000 heridos en 72 horas.
Nawan solo tenía 6 años en septiembre del 82 y su casa es incluso más modesta que la de Marwan. Con una dicción muy dificultosa explica que su hermana tenía 19 años por aquel entonces y era muda, “estaba embarazada y cuando encontramos su cuerpo en la puerta de casa, le habían desgarrado la barriga y le habían extraído el bebé”. Nawan perdió a 16 familiares durante la masacre. Entre lágrimas relata que “la gente que murió durante aquellos días ahora descansa en paz, pero lo que yo viví quizás es peor y me acompañará toda la vida. Vi cuerpos sin piel, mujeres violadas y fusiladas, partes mutiladas por todas partes. En un momento cogí fuerzas para empezar a tapar los cuerpos, pero un falangista se acercó y me dijo que si continuaba me mataría allá mismo”.
En una época y una región donde la salud mental era ridiculizada y estigmatizada, Nawan sufrió un post trauma severo que le ha dificultado el habla, un trastorno que también arrastra su hijo de 5 años, que permanece sentado a la silla del pequeño comedor con el móvil a todo volumen. En los últimos cuatro años ha recibido tratamiento psiquiátrico para evitar las pesadillas que le hacen revivir las imágenes de la masacre, pero desde hace unos meses, cuando ve lo que está sucediendo en Gaza, las imágenes de la masacre de Sabra y Shatila grabadas a la retina le vuelven a su mente.
Su testigo coincide con el de la periodista norteamericana Janet Lee Stevens, que en una carta a su marido explicaba que vio “mujeres muertas en sus casas con las faldas subidas hasta la cintura y las piernas abiertas; docenas de hombres jóvenes fusilados después de haber sido colocados en fila contra la pared de una calle; niños degollados; una mujer embarazada con sus tripas abiertas y sus ojos todavía abiertos por completo, con su cara oscurecida gritando en silencio por el horror; así como incontables bebés y niños pequeños que habían sido apuñalados, destrozados y lanzados a pilas de basura”.
Cuatro kilómetros más
al sur, entre los barrios chiíes de Beirut, se encuentra el campo de
Burj Barajneh. Construido inicialmente por la Cruz Roja en 1948 para
acoger a 3.500 personas desplazadas de la ciudad de Acre, actualmente
aloja a 43.000 personas en el mismo kilómetro cuadrado (23.000
palestinos, 16.000 sirios, 2.000 palestinos sirios y 2.000 otras
nacionalidades). Dos miembros de la Fuerza Unificada de
Seguridad Palestina, que integra 165 combatientes de las diferentes
facciones presentes en el Líbano como Fatah, Hamas o Asbat al-Ansar,
acompañan la visita a las familias del campo. La visión del campo es
estremecedora, se trata de una jaula tapada por cables eléctricos a baja
altura y cañerías de agua que se entrelazan; una trampa donde cada año
mueren entre 7 y 8 personas por electrocutamiento. Las habitantes solo
disponen de 13 pozos autoconstruidos y que solo suministran agua salada y
sucia. La UNRWA tiene un pequeño hospital de atención primaria con 2
médicos y un dentista, así como cuatro escuelas (situadas fuera del
campo por la falta de espacio) que atienden además de 2.000 niños.
En la sede del BAS, que también ofrece servicios sociales en esta área, dos familias esperan para explicar sus vivencias sobre la masacre. Una joven llamada Nour sostiene un marco con el retrato de sus cuatro tíos. “Durante la masacre se llevaron a mis tíos en una camioneta, mi abuela intentó acompañarlos para darles de comer, pero no la dejaron y la camioneta desapareció por una esquina. Después de aquello nunca más nadie los ha vuelto a ver, ni siquiera se han encontrado sus cuerpos”.
Con la mano izquierda, Nour muestra en el móvil la fotografía de su abuela, que dedicó todos los años posteriores a averiguar la verdad sobre lo que le pasó a su familia y a tantas otras. Durante ese tiempo contactó con innumerables organizaciones internacionales (Cruz Roja, Amnistía Internacional, etc.) sin éxito, hasta que murió hace dos años. Ahora, esta joven de 31 años ha tomado su relevo. La familia Sanah Dirawi luchará para siempre por encontrar la verdad.
En la medida que la masacre se llevó a cabo durante la Guerra Civil Libanesa, nunca se ha llegado a esclarecer el número real de muertos y desaparecidos; a pesar de que el citado informe de la Cruz Roja expresa que se encontraron más de 3.000 cadáveres, este no tiene en cuenta los cuerpos enterrados en las diferentes fosas comunes que las excavadoras fueron cavando y cubriendo durante los dos últimos días de la masacre. Por otro lado, las autoridades libanesas expidieron 1.200 certificados de defunción, sólo para aquellas personas que podían acreditar con 3 testigos que su familiar había desaparecido.
La justicia y la verdad que reclaman las familias de las víctimas no ha llegado a día de hoy. Envuelta y discriminadamente escondida dentro de un periodo convulso de la historia del Líbano, la masacre de Sabra y Shatila va cayendo en el olvido sin que nunca nadie, en ningún país del mundo, haya sido juzgada por lo que la Asamblea de las Naciones Unidas definió como “acto de genocidio”.
Cuando el ministro de defensa israelí, Ariel Sharon, fue escogido primer ministro el 2001, las familias de las víctimas interpusieron una demanda a la justicia belga para que lo condenara en virtud de una ley de jurisdicción universal para casos de violaciones de derechos humanos. El Tribunal Supremo belga dictaminó en primera instancia el febrero de 2003 que Sharon podría ser encausado por los hechos, pero ante la presión diplomática a la que Bélgica se vio sometida, el 14 de julio se hizo una modificación de esta ley para que solo se aplicara en casos donde estuvieran involucrados ciudadanos belgas. La máxima responsable de la organización Human Rights Watch en Bruselas, Geraldine Mattioli, declaró que “con toda la presión de los Estados Unidos e Israel, hemos olvidado completamente el objetivo inicial de esta ley, que era brindarle justicia a las víctimas de crímenes horribles”.
Por su parte, Elie Hobeika, máximo mandatario de las falanges cristianas y principal responsable de la matanza, llegó a ser ministro del gobierno libanés del 1990 al 1998, pero murió en un atentado el enero del 2002, días después de haber dicho públicamente que estaba dispuesto a declarar en el juicio belga para explicar toda la verdad.
Desde el 2000, el Comité Internacional “Para no olvidar Sabra y Shatila”, creado por los periodistas Stefano Chiarino y Maurizio Mussolino, fallecidos en 2007 y 2016 respectivamente, junto con la asociación local Beit Aftal Assomoud y diferentes activistas, académicos y militantes palestinos e italianos, organizan cada año una delegación internacional para conmemorar la masacre y visibilizar la injusticia que todavía sufren las víctimas de aquellos actos impunes. En este contexto, la Associació Catalana per la Pau también participa activamente y este año ha enviado a cuatro colaboradoras para participar en esta delegación.
El pasado viernes 20 de septiembre, 42 años después del inicio de aquel exterminio, se llevó a cabo una manifestación que salía desde la antigua embajada de Kuwait hasta la fosa común donde perecen miles de cuerpos de las familias de Shatila, en forma de homenaje a aquellas mujeres, niñas, adultas mayores y jóvenes que fueron asesinadas en uno de los actos más miserables de la historia contemporánea.