Los líderes occidentales que ofrecen el reconocimiento de Palestina en lugar de consecuencias mientras Gaza es arrasada se limitan a hacer simbolismo, algo que no tiene nada que ver con soberanía.
El reconocimiento del Estado de Palestina puede parecer, a primera vista, un punto de inflexión moral, una señal del despertar de la conciencia occidental en medio de la devastación de Gaza.
Francia tomó la iniciativa y, en colaboración con Arabia Saudí, albergó una conferencia internacional bajo la bandera de la ONU.
El primer ministro británico, Keir Starmer, no tardó en seguir su ejemplo y prometió un reconocimiento condicionado. Su ministro de Asuntos Exteriores, David Lammy, habló de la «responsabilidad especial» de Gran Bretaña, en referencia a la Declaración Balfour, que permitió la colonización sionista de Palestina bajo protección británica.
Pero si se analiza más detenidamente, este gesto se revela como lo que es: una fachada, una actuación diplomática que enmascara el statu quo.
Lo que se ofrece no es la condición de Estado. Se trata de una pseudoentidad desmilitarizada y no contigua, sin control sobre las fronteras, el espacio aéreo, los recursos o la circulación. Es una administración fantasma bajo el mando israelí, encargada de gestionar una población ocupada y destrozada. Menos que los Acuerdos de Oslo y más como un municipio glorificado disfrazado de liberación.
Y, sin embargo, los líderes occidentales lo presentan como algo audaz y visionario. ¿Por qué? Porque no se trata de los derechos de los palestinos, sino de una cobertura política.
Contradicción absurda
Francia, bajo el mandato del presidente Emmanuel Macron, ve la causa palestina como un puente diplomático para volver al mundo árabe y musulmán, tras su declive en África.
Macron se presenta como un nuevo Charles de Gaulle, a pesar del legado de Francia a la hora de favorecer las ambiciones nucleares de Israel.
Arabia Saudí, por su parte, está aprovechando la iniciativa del reconocimiento para justificar la normalización con Israel. Ofrece la ilusión de progreso mientras arrastra a los países árabes y musulmanes más profundamente hacia los Acuerdos de Abraham.
Los motivos de Starmer son más inmediatos. Con la creciente indignación pública por su apoyo inquebrantable a la agresión israelí, y el nuevo desafío de la izquierda que surge de Jeremy Corbyn y Zarah Sultana al frente de un nuevo partido político, está utilizando el reconocimiento como distracción.
No es un compromiso, sino una táctica. Lo ha ofrecido de forma condicional, como palanca para convencer a Israel de que vuelva al «proceso de paz». Si Israel coopera, el reconocimiento queda en suspenso. La condición de Estado palestino se convierte en una moneda de cambio, no en un derecho que deba afirmarse.
Es una contradicción absurda: si Starmer realmente apoyara una solución de dos Estados, reconocer el segundo Estado sería el primer paso lógico. Pero en Occidente, incluso los gestos simbólicos hacia Palestina deben pasar por Tel Aviv.
Y, sin embargo, incluso estos gestos vacíos han sacudido a la coalición de extrema derecha de Israel.
El ministro de Asuntos Exteriores, Israel Katz, se burló diciendo que un Estado palestino debería construirse en París o Londres. El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, amenazó a Canadá con represalias comerciales tan sólo por considerar el reconocimiento.
Pero esa furia no debe distraer de la verdad más profunda: esta iniciativa es un espejismo, un tranquilizante para la conciencia internacional.
Mientras tanto, Gaza sigue siendo arrasada.
Barrios enteros arrasados. Hospitales, escuelas y hogares reducidos a polvo. Los ministros israelíes lo dicen abiertamente: «Toda Gaza será judía» y «Tenemos que encontrar formas más dolorosas que la muerte» para su población.
No se trata de extremistas rebeldes, sino de ministros del Estado que dan forma a la política oficial. Y Occidente observa en silencio, ofreciendo «reconocimiento» en lugar de consecuencias.
Diplomacia vacía
En la Cisjordania ocupada, la violencia de los colonos se intensifica y las incursiones militares se recrudecen. Entre 1993 y 2023, la población de colonos pasó de 250.000 a más de 700.000, a pesar de la promesa de los Acuerdos de Oslo de congelar la expansión.
Puesto de control tras puesto de control, colina tras colina, el territorio necesario para un Estado palestino viable ha ido desapareciendo.
No se trata de un fracaso de la política, es la política que se ha implementado.
Comenzó en Madrid en 1991 y se formalizó en Oslo en 1993. Ese llamado «proceso de paz» sustituyó el derecho internacional por negociaciones interminables y la justicia por demoras.
La Organización para la Liberación de Palestina, bajo presión, reconoció a Israel y renunció a reclamar el 78% de la Palestina histórica, aceptando negociar el 22% restante: Cisjordania, Gaza y la Jerusalén Oriental ocupada.
A cambio, se les prometió un Estado. Pero las cuestiones fundamentales —los refugiados, Jerusalén, los asentamientos, las fronteras— se aplazaron indefinidamente como asuntos de «estatus final». Y mientras tanto, Israel iba reforzando cada vez más su control.
Los asentamientos se multiplicaron. Se construyó el muro del apartheid. Cisjordania quedó dividida en un mosaico de cantones aislados. Gaza fue bloqueada y luego bombardeada. La Autoridad Palestina, nacida de Oslo, se convirtió en un subcontratista de la seguridad israelí, encargada de reprimir la disidencia y vigilar a su propio pueblo.
En lugar de liberación, los palestinos obtuvieron confinamiento.
En lugar de soberanía, obtuvieron vigilancia.
No se trataba de un proceso de paz, sino de pacificación. Y cada vez que la lucha palestina cobra impulso, ya sea durante la Primera Intifada, la Segunda o ahora con la indignación mundial por Gaza, se repite el mismo guion: reavivar el debate sobre la «solución de dos Estados».
Pero no para hacerla realidad, sino para enterrar el movimiento bajo otra ronda de diplomacia vacía. Es una estrategia de contención disfrazada de preocupación.
Eso es lo que estamos presenciando ahora.
Un Estado virtual
Gaza se enfrenta a una hambruna provocada, pero en lugar de detener el asedio o sancionar a los responsables del mismo, Occidente se refugia en la fantasía de un «Estado virtual». Las palabras sustituyen a la presión. Los gestos sustituyen a la justicia.
Francia, Gran Bretaña y Alemania siguen suministrando armas a Israel. El apoyo político sigue siendo férreo, defendido bajo la bandera del «derecho a existir» de Israel, incluso cuando se extingue el derecho a la vida de los palestinos.
Nada fundamental ha cambiado. Sólo la retórica.
El flujo de armas continúa.
El flujo de fondos continúa.
El flujo de mentiras continúa.
Si Occidente creyera realmente en la creación de un Estado palestino, empezaría por poner fin al apoyo militar, financiero y diplomático que alimenta el apartheid y la ocupación.
El reconocimiento sin consecuencias no es un paso adelante, es un paso que elude la verdad.
Ya hemos visto este juego antes. Un «proceso» interminable, por diseño, que no lleva a ninguna parte. Incluso ahora, en Gaza, las negociaciones son una tapadera. En enero pasado se estaba a punto de alcanzar un alto el fuego. Israel lo rompió en marzo. Sin consecuencias. Sólo una vuelta a las «conversaciones», mientras continúa la limpieza étnica y las autoridades israelíes hablan de una «Gaza judía».
Macron y Starmer hablan de un Estado palestino mientras financian su desaparición. Ofrecen un «reconocimiento» que no significa nada, salvo un retraso. Lo que proponen no es soberanía, es simbolismo, una ficción conveniente para apaciguar la indignación pública mientras se consolida la ocupación.
Pero un Estado que solo existe sobre el papel, que debe ser aprobado por su ocupante, no es un Estado. Es una mentira, y el reconocimiento sin acción no es diplomacia, es complicidad.
Si Occidente no detiene el genocidio, si no corta el suministro de armas, si no detiene la financiación ni impone ningún coste por los crímenes de guerra israelíes, entonces sus declaraciones son peores que insignificantes. Son parte de la maquinaria de matar.
Así que, a quienes promueven esta ficción, hagámosles una pregunta sencilla: ¿Dónde exactamente ejercerá su dominio este Estado palestino?
¿En Gaza, reducida a cenizas? ¿En Cisjordania, dividida por muros y asentamientos? ¿En Jerusalén, anexionada y sometida a limpieza étnica? ¿En Jordania? ¿En el Sinaí?
¿En Arabia Saudí, como sugirió burlonamente Netanyahu?
¿En Marte?
Si se pretende que exista en los territorios ocupados en 1967, entonces hay que sancionar al ocupante.
Si se va a construir en cualquier otro lugar, entonces hay que llamarlo por su nombre: un eufemismo para la limpieza étnica y la coronación del genocidio.
Soumaya Ghannoushi es una escritora británica de origen tunecino y experta en política de Oriente Medio. Sus trabajos periodísticos han aparecido en The Guardian, The Independent, Corriere della Sera, aljazeera.net y Al Quds. Pueden encontrar una selección de sus escritos: soumayaghannoushi.com y X: @SMGhannoushi.
Texto en inglés: Middle East Eye, traducido por Sinfo Fernández.