El renuente reconocimiento de la condición de Estado palestino por parte de Gran Bretaña, Francia, Australia y Canadá esta semana es una estafa: es la misma trampa que ha estado bloqueando la creación de un Estado palestino a lo largo de tres décadas.
Imaginemos que estos cuatro países occidentales líderes hubieran reconocido a Palestina no a finales de 2025, cuando Palestina se encuentra en las últimas etapas de ser erradicada, sino a finales de la década de 1990, durante un período de supuesta construcción del Estado palestino.
Fue entonces cuando se firmaron los Acuerdos de Oslo con el respaldo occidental. La Autoridad Palestina (AP) se estableció bajo el mandato de Yaser Arafat con el objetivo aparente de que Israel se retirara gradualmente de los territorios que aún ocupa en Gaza, Cisjordania y Jerusalén Este, y que la AP comenzara a gobernar un Estado palestino emergente.
Cabe señalar que, ante la insistencia de Israel, los Acuerdos de Oslo evitaron cuidadosamente cualquier mención al destino final de este proceso. No obstante, el mensaje de los políticos y los medios de comunicación occidentales era el mismo: esto conducía a un Estado palestino que iba a convivir en paz con Israel.
Mirando atrás, es evidente por qué eso no sucedió cuando aún parecía factible.
El líder israelí de la época, Yitzhak Rabin, dijo al Parlamento israelí que su visión no era la de un Estado, sino la de «una entidad menor que un Estado»: una autoridad local palestina glorificada, totalmente dependiente de su vecino más grande, Israel, para su seguridad y supervivencia económica.
Después de que Rabin fuera asesinado por un pistolero de extrema derecha, su sucesor, Benjamin Netanyahu, fue impulsado al poder por la mayoría del pueblo israelí con el mandato de detener el proceso de Oslo.
Renegó repetidamente de sus compromisos de retirar a los soldados israelíes y a las milicias de colonos judíos de Cisjordania. De hecho, en este período de supuesta «pacificación», Israel colonizó tierras palestinas al ritmo más rápido de la historia. En 2001, durante su etapa en la oposición, Netanyahu fue grabado en secreto explicando cómo había logrado este cambio de rumbo.
Decía que se había aferrado al territorio palestino, violando los Acuerdos de Oslo, imponiendo «mi propia interpretación de los acuerdos» para que vastas extensiones pudieran seguir definiéndose como «zonas de seguridad». Y añadió: «Detuve el cumplimiento de los Acuerdos de Oslo».
Se le preguntó si no hubo una reacción por parte de las potencias occidentales. «Estados Unidos es algo que se puede manipular fácilmente y mover en la dirección correcta», respondió.
Sabotaje de la paz
Lo que eso significó en la práctica, desde el fin efectivo del proceso de Oslo unos años más tarde, fue una serie de iniciativas presidenciales estadounidenses cada vez menos favorables a los palestinos.
En 2000, las cumbres de Camp David de Bill Clinton entre los líderes israelíes y palestinos no lograron acordar ni siquiera un Estado palestino minimalista que Israel estuviera dispuesto a aceptar.
La Hoja de Ruta para la Paz de George W. Bush en 2003 intentó sin mucho entusiasmo resucitar la creación de un Estado palestino, pero se vio frustrada por la aceptación, por parte de Estados Unidos, de 14 «condiciones previas» imposibles por parte de Israel para las negociaciones, entre ellas la continuación de la expansión de los asentamientos.
Barack Obama llegó al cargo con una gran visión de paz que se vio rápidamente frustrada por la negativa de Israel a detener la expansión de sus asentamientos ilegales y el robo de más tierras en Cisjordania necesarias para un Estado palestino.
El tan publicitado plan del «acuerdo del siglo» de Donald Trump en 2020, llevado a cabo por encima de los líderes palestinos, disfrazaba la anexión de gran parte de Cisjordania como la creación de un Estado palestino.
El equipo de Trump también consideró un plan para incentivar económicamente —en la interpretación más benévola— a los palestinos de Gaza para que se trasladaran al desierto del Sinaí, en Egipto.
En realidad, estas dos décadas de pérdida de tiempo, mientras Israel seguía brutalizando a los palestinos y arrebatándoles sus tierras, no incentivaron la paz, sino una mayor resistencia palestina, que culminó con la fuga de Hamás de Gaza el 7 de octubre de 2023.
La respuesta de Israel fue un genocidio en Gaza, en el que el presidente estadounidense Joe Biden se convirtió en un socio activo desde el principio, enviando bombas para ayudar a arrasar el enclave a la vez que proporcionaba cobertura diplomática. Mientras tanto, Israel iba acelerando sin obstáculos su anexión de facto de Cisjordania.
La última contribución de Trump ha sido dar a conocer un «Plan Riviera de Gaza», en el que se «limpia» a los 2,3 millones de palestinos que consigan sobrevivir y se reconstruye el enclave, con dinero del Golfo, como un parque de atracciones para los ricos.
Las informaciones de esta semana sobre una versión edulcorada del plan sugieren que Tony Blair, acusado de crímenes de guerra por su papel en la invasión y posterior destrucción de Iraq hace dos décadas junto a George W. Bush, podría ser nombrado «gobernador» efectivo de una Gaza en ruinas.
Vaciamiento
Entonces, ¿por qué ahora, después de 30 años de conspiración occidental para la lenta erradicación de Palestina, un Estado reconocido desde hace tiempo por el resto del mundo, varias capitales occidentales han roto filas con Estados Unidos y han reconocido la condición de Estado palestino?
La respuesta corta es que ese reconocimiento les sale ahora relativamente gratuito.
Como es habitual, el primer ministro británico Keir Starmer hizo el anuncio al tiempo que echaba por tierra su propio acto de reconocimiento al dictar qué tipo de Estado tendría que ser Palestina.
No uno soberano, en el que el pueblo palestino tomara sus propias decisiones, sino uno que se hiciera eco de la «entidad menor que un Estado» de Rabin.
Starmer insistió en que Hamás, el gobierno electo de Gaza y una de las dos principales facciones políticas de Palestina, no podría participar en la gestión de este Estado. Por supuesto, el Estado palestino tampoco tendría ejército para defenderse del Estado genocida vecino.
Un informe publicado esta semana en The Telegraph indica que, incluso después del reconocimiento formal, Starmer sigue imponiendo nuevas condiciones destinadas a vaciar de contenido su declaración.
Entre ellas se incluyen: La exigencia de nuevas elecciones palestinas, elecciones que sólo pueden celebrarse con el permiso de Israel, permiso que no va a dar; una revisión de cualquier nacionalismo palestino latente al que Israel se oponga en el sistema educativo palestino, a pesar de que el propio sistema educativo israelí lleva mucho tiempo impregnado de incitación genocida; la exigencia de que la Autoridad Palestina no indemnice a las familias de nadie a quien Israel declare «terrorista», lo que abarca prácticamente a cualquier palestino asesinado o encarcelado por Israel.
En otras palabras, el Estado palestino «reconocido» por Starmer se concibe como la misma «entidad» ficticia y completamente dependiente que Israel ha estado abusando durante 30 años.
Esa ha sido siempre la “visión” de Occidente acerca de los dos Estados.
«Recompensa por el terrorismo»
Pero la verdad más profunda que Starmer pretende ocultar con su reconocimiento es que, si no queda territorio palestino —Gaza arrasada y su población muerta o purgada, y Cisjordania anexionada—, la creación de un Estado se convierte en algo irrelevante.
Eso es lo que se quiere decir cuando los medios de comunicación hablan de que el reconocimiento es principalmente «simbólico». Starmer y otros lo ven como poco más que un tirón de orejas retrospectivo a Israel por no jugar limpio.
Es un ejercicio sin coste alguno porque, aunque Israel finge indignación por el reconocimiento, que supuestamente es una «recompensa por el terrorismo», tanto él como su patrocinador en Washington saben que en realidad no hay nada tangible en juego.
Si la administración Trump se opusiera vehementemente incluso al reconocimiento simbólico —como parecen haber hecho las administraciones anteriores, cuando la creación del Estado podría haber sido viable—, ¿quién imagina realmente que Starmer o el canadiense Mark Carney se habrían atrevido a salirse del guion?
Además, el reconocimiento envía un mensaje totalmente falso a sus propios ciudadanos de que estas capitales occidentales están «haciendo algo» por los palestinos. Que se están enfrentando a Israel y, detrás de él, a Estados Unidos.
Starmer está especialmente interesado en enviar ese mensaje cuando se enfrenta a la conferencia anual del Partido Laborista, dos años después de un genocidio que ha respaldado abiertamente.
El reconocimiento es un gigantesco ejercicio de distracción, una operación de lavado de imagen, que ignora la realidad sustantiva: que, aparte de este acto «simbólico», estos Estados occidentales siguen armando a Israel, entrenando a soldados israelíes, proporcionándole inteligencia, comerciando con él y brindándole apoyo diplomático.
Starmer sigue recibiendo calurosamente en Downing Street al presidente israelí, Yitzhak Herzog, quien al comienzo de la matanza en Gaza ofreció la justificación central para el genocidio, argumentando que nadie en Gaza, ni siquiera su millón de niños, era inocente.
El reconocimiento de Palestina no sólo no mejorará la situación de los palestinos, sino que tampoco exigirá ningún cambio de comportamiento por parte de Israel y sus patrocinadores occidentales. Todo seguirá como siempre.
Complicidad en la ocupación
Pero hay una última razón por la que algunos gobiernos occidentales están alzando ahora la voz en apoyo de la creación de un Estado palestino. Para salvar su propio pellejo.
A diferencia de Washington, que trata con abierto desprecio el derecho internacional y los tribunales internacionales encargados de hacerlo cumplir, muchos aliados de Estados Unidos temen por su vulnerabilidad.
A diferencia de Estados Unidos, han ratificado la Convención contra el Genocidio y están sujetos a la jurisdicción de la Corte Penal Internacional de La Haya, que puede juzgar a sus funcionarios por complicidad en crímenes de guerra.
Este mes no sólo se ha caracterizado por el reconocimiento de Palestina por parte de Gran Bretaña, Francia, Canadá, Australia, Bélgica, Portugal y un puñado de pequeños Estados.
Mucho menos destacado ha sido el hecho de que el 18 de septiembre era la fecha límite fijada por la Asamblea General de las Naciones Unidas para que Israel acatara una sentencia dictada el año pasado por la Corte Internacional de Justicia en la que se le exigía que retirara su «presencia ilegal» de los territorios ocupados.
No se trata sólo de que Israel esté desacatando esta resolución, el intento de la comunidad internacional de aplicar la sentencia del Tribunal Internacional. Durante el último año, Israel ha ido exactamente en la dirección opuesta: ha intensificado su destrucción y limpieza étnica de Gaza, y se dispone a anexionarse Cisjordania.
Al margen de la cuestión del genocidio, la resolución de la ONU también exige a los Estados que pongan fin a las transferencias de armas a Israel y apliquen sanciones hasta que este ponga fin a la ocupación.
Es de suponer que Gran Bretaña y los demás esperan poder manipular las cifras para argumentar que no entendieron que se estaba produciendo un genocidio en Gaza hasta que ya haya terminado, es decir, dentro de uno o dos años, cuando la Corte Internacional de Justicia dicte su fallo.
Pero no pueden esgrimir el mismo argumento —«no lo sabíamos»— sobre la sentencia de la CIJ sobre la ilegalidad de la ocupación.
No hace falta señalar que el fin de la ocupación de los territorios palestinos es la otra cara de la moneda del establecimiento de un Estado palestino. Ambas cosas van de la mano.
Gran Bretaña y otros países necesitan una coartada —por débil que sea— para argumentar que respetan la sentencia de la CIJ y que no son cómplices de la ocupación, aunque sus acciones demuestren precisamente lo contrario.
No sólo están contribuyendo a sostener el genocidio en Gaza. Sus lazos comerciales, la venta de armas, el intercambio de información y las maniobras diplomáticas también son esenciales para el mantenimiento de la ocupación ilegal de Israel.
Condición de paria
Si hay una pequeña esperanza que se pueda derivar del reconocimiento a regañadientes de la condición de Estado palestino por parte de estos países occidentales, es la de las consecuencias no deseadas.
El reconocimiento puede obligar a sus líderes a realizar piruetas lingüísticas y jurídicas tan extremas que se desacrediten aún más ante sus ciudadanos y aumente inexorablemente la presión para que se produzcan cambios más significativos.
En cualquier caso, parece garantizado que Israel se convertirá en un paria cada vez mayor.
Pero nadie debería creer en las palabras de Starmer, Macron, Carney y los demás. Si el establecimiento de un Estado palestino «viable» fuera realmente su objetivo, estos líderes ya habrían impuesto sanciones y aislamiento diplomático a Israel.
Estarían rechazando las visitas de autoridades israelíes, en lugar de darles la bienvenida. Estarían prometiendo cumplir la orden de detención de la Corte Penal Internacional contra Netanyahu, en lugar de permitirle, como hizo Francia en julio, utilizar su espacio aéreo para viajar a EE. UU.
No harían la vista gorda ante los repetidos ataques de Israel contra las flotillas de ayuda a Gaza en alta mar. Más bien, al igual que España e Italia, como mínimo intentarían proteger a sus propios ciudadanos. Mejor aún, a estas alturas ya habrían creado sus propias armadas navales para llevar alimentos a la población hambrienta de Gaza.
Estarían estableciendo paralelismos con Rusia e imponiendo un embargo comercial a Israel, poniendo fin a sus privilegios económicos, para hacerse eco de las más de una docena de rondas de medidas de la UE contra Moscú por su guerra en Ucrania.
En cambio, siguen ayudando a Israel mientras este derriba los últimos edificios de Gaza, mata de hambre a la población y lleva a cabo una limpieza étnica.
No crean ni una palabra de lo que dicen Starmer y los demás. Hay tantas posibilidades de que el reconocimiento palestino modere su complicidad en los crímenes de Israel como las que tuvo el proceso de «paz» de Oslo, celebrado por sus predecesores, hace una generación.
De hecho, las pruebas sugieren que, al igual que ocurrió con Oslo, Israel utilizará esta última «concesión» de Occidente a los palestinos como pretexto para ampliar e intensificar sus atrocidades, con la bendición de Washington.
Según se ha informado, Israel ha cerrado ya el principal paso fronterizo entre Jordania y Cisjordania para estrangular aún más la escasa ayuda que llega a Gaza y aumentar el aislamiento de Cisjordania.
Starmer, Macron y los demás son criminales de guerra que, en un mundo ordenado como es debido, en el que el derecho internacional tuviera influencia, ya estarían en el banquillo de los acusados. Sus maniobras actuales no deben permitirles salir impunes.
Jonathan Cook es autor de tres libros sobre el conflicto palestino-israelí. Ha ganado el Premio Especial de Periodismo Martha Gellhorn. Vivió en Nazaret durante veinte años, de donde regresó en 2021 al Reino Unido. Sitio web y blog: www.jonathan-cook.net
Texto en inglés: Blog del autor, traducido por Sinfo Fernández.