El tambor fúnebre de Nueva York
En el instante en que estas líneas van camino a la edición, la Asamblea General de la ONU en Nueva York late bajo un tambor fúnebre: el genocidio israelí contra el pueblo palestino resuena como eco que atraviesa muros diplomáticos y desnuda la sistematicidad del horror en Gaza, en los territorios ocupados y en cada rincón que sus misiles deciden marcar como blanco. Una parte significativa de la comunidad internacional se refiere a la tragedia e insiste en la ficción de los “dos Estados” como única salida posible: Francia, Reino Unido, Canadá y otros han reconocido recientemente al Estado palestino, sumándose a declaraciones que reclaman pasos, al menos formales, hacia una dignidad estatal tantas veces postergada.
La gravedad de este tiempo es abismal: no se trata de un conflicto regional, sino de un desgarro diplomático, humanitario y, sobre todo, moral. Si la comunidad global permite que el genocidio continúe -ese crimen que solo un puñado de cómplices o de pusilánimes disfrazados de diplomáticos se niegan a nombrar-, corre el riesgo de naturalizar violaciones tan monstruosas que horadarán para siempre los frágiles cimientos de justicia, igualdad y derecho internacional. Y, dicho sea de paso, como frenteamplista independiente, no puedo dejar de avergonzarme ante el discurso de Yamandú Orsi: su elusión del término genocidio se vuelve un despropósito incluso para el ritmo cansino de la diplomacia, que ya no logra ocultar lo inocultable.
Es encomiable que más de un centenar de países hayan reconocido en los últimos meses al Estado palestino frente al genocidio en curso. Pero ese reconocimiento resulta tan paradójico como si, en plena campaña genocida del desierto argentino encabezada por el Gral. Roca, se hubiera proclamado un Estado tehuelche o mapuche entre los escombros de su exterminio ya consumado. Reconocer en medio de la masacre no es justicia: es validar la segregación, dar forma jurídica a la injusticia y clausurar de antemano la posibilidad de un espacio político común.
El espejismo de dos Estados, reiterado incluso hoy por cancillerías occidentales como remedio diplomático, no ofrece salida sino cartografía del encierro. Es la institucionalización de la desigualdad bajo un maquillaje jurídico: una frontera reforzada para la discriminación, un mapa de guetos con sello de Naciones Unidas. Esa ilusión, que alguna vez pudo alzarse como horizonte, hoy no solo resulta impracticable en términos geopolíticos, sino regresiva en el plano civilizatorio. Es aceptar la fragmentación como destino inexorable y el etnocidio como forma degradada de convivencia.
Filosofías invertidas: Hegel, Kant y el espejo roto de la modernidad
La única alternativa que creo tanto deseable como justa, posible y ética es un Estado único, secular y laico, donde la ciudadanía no dependa de credos, etnias ni linajes, sino de la pertenencia formal y jurídicamente igualitaria a la vida en común. Israel, en cambio, no puede reconocerse como Estado moderno en el sentido hegeliano: aquel en el que la razón se encarna en la voluntad general y en la universalidad del derecho, superando las particularidades para integrarlas en un todo común. Aquí ocurre lo contrario: la particularidad étnico-religiosa no es un residuo a ser superado, sino el núcleo mismo de su legitimidad. De ese modo, el proyecto hegeliano de Estado como universalidad racional se ve invertido: lo que debía ser templo de la razón se convierte en altar de la identidad, caricatura de modernidad y simulacro grotesco. Bajo el ropaje institucional de un parlamento y de tribunales, subsiste un orden teocrático que legisla sobre cadáveres y consagra el privilegio como norma.
El tiempo presente no tolera ambigüedades: si la comunidad internacional legitima la solución taxidermizada de dos Estados mientras deja prolongar la masacre, no solo traiciona el principio de justicia, sino que abre la puerta a una barbarie con sello diplomático. Naturalizar el genocidio palestino equivale a instaurar un precedente sin retorno: que los crímenes masivos convivan con resoluciones solemnes y que el exterminio se traduzca en retórica diplomática. La herida así infligida no se limita a Gaza: atraviesa a la humanidad entera y resquebraja los fundamentos mismos del derecho, la igualdad y la libertad.
Desde Westfalia, el Estado moderno fue concebido como garante de soberanía, derechos y universalidad. Hegel lo elevó a expresión de la razón histórica, y Arendt advirtió sobre su perversión cuando se priva a los seres humanos del “derecho a tener derechos”. Israel desmiente esa genealogía: lejos de realizar la universalidad hegeliana, erige un Estado étnico-teocrático que condena al pueblo palestino a la intemperie política. Allí la modernidad no se cumple: se degrada en un grotesco simulacro, en la inversión más cruel de su promesa.
Si atendemos ahora al diseño kantiano de Hacia la paz perpetua, Israel tampoco puede reclamar legitimidad como Estado moderno. Kant exigía -en términos inequívocos- que ningún pueblo fuera tratado como botín, que los ejércitos permanentes fueran abolidos y que los tratados no sirvieran de subterfugio para preparar nuevas guerras. Aquí ocurre lo opuesto: la expropiación territorial funciona como botín sistemático; la maquinaria militar permanece activa y normalizada; y cada tregua se convierte en el umbral de la siguiente ofensiva. Allí donde Kant imaginó garantías para la paz, hoy se erigen justificaciones para la hostilidad.
Tampoco cumple los artículos definitivos kantianos. No hay república donde la igualdad civil se niega por motivos étnico-religiosos. No hay derecho de gentes en un sistema que hace de la guerra preventiva su norma diplomática. No hay derecho cosmopolita cuando el palestino es reducido a enemigo ontológico. Israel no invoca el Estado moderno kantiano: lo invierte, fractura la universalidad de la ley, degrada la ciudadanía a privilegio y convierte la promesa ilustrada de paz en un eco hueco.
No sorprende que el legado kantiano sea invocado hoy con oportunismo por cancillerías que han hecho de la guerra un negocio. ¿Qué mayor prueba que escuchar a un ministro israelí describir Gaza como “mina de oro inmobiliaria” y anunciar, en plena carnicería, que ya negocian con Estados Unidos cómo repartirse su territorio arrasado? Bajo ese prisma, la ofensiva deja de ser un desastre humanitario para transformarse en inversión: se demuele primero, se coloniza después y se vende como progreso. El propio Olaf Scholz, en el tricentenario de Kant, llegó a citarlo para justificar el rearme alemán y el envío masivo de armas a Ucrania.
No es solo Israel ni Alemania: el legado kantiano ha pasado a ser moneda corriente en la retórica bélica de Occidente. Lo que alguna vez fue un proyecto de paz perpetua se ha degradado en comodín de cancillerías y discursos parlamentarios, donde se cita al filósofo con la misma frialdad con que se firma un contrato de armas. Kant, reducido a eslogan solemne, adorna discursos que justifican bloqueos, invasiones y presupuestos militares. Así, el pensador de la hospitalidad universal es hoy invocado como patrono de la industria bélica: un busto académico colocado en la antesala de la barbarie.
Traigo a colación a los dos mayores exponentes de la filosofía clásica alemana, arquitectos conceptuales del Estado moderno burgués, no por indulgencia hacia esa forma histórica que el tiempo habrá de superar, sino para mostrar la radical incompatibilidad de sus principios con teocracias, colonialismos y genocidios. Ni Hegel ni Kant pueden ofrecer hoy una salida a la crisis civilizatoria, pero sí sirven como espejo invertido: en su nombre, las cancillerías legitiman la barbarie, y frente a sus enseñanzas, Israel exhibe el fracaso de un proyecto que sustituye la universalidad por la pertenencia tribal, la ciudadanía por el privilegio y el derecho por la metralla.
Demonización, expansionismo y boicot
Israel ha perfeccionado el arte de la demonización: todo adversario es presentado como un “nuevo Hitler”, ya se trate de Nasser, Jomeini, Arafat o Saddam Hussein. O más recientemente Jamenei, Lula o Petro. Esa retórica no solo legitima la agresión preventiva, sino que clausura cualquier debate en Occidente, donde la palabra “Hitler” opera como conjuro paralizante. Así se encubre lo esencial: el genocidio palestino, relegado a un pie de página mientras los cañones resuenan en otros escenarios.
El verdadero sueño de los sucesivos gobiernos israelíes no es la paz. Es el rediseño del mapa regional: un Medio Oriente donde los países árabes abandonen para siempre la exigencia de un Estado palestino y donde la limpieza étnica se naturalice como rutina burocrática del poder. Lejos de cualquier universalidad ilustrada, se impone un proyecto expansionista y teocrático, donde la legitimidad se mide en cañones y cadáveres.
Frente a esa maquinaria de exterminio y manipulación surge la respuesta no violenta del boicot. El movimiento BDS, inspirado en la lucha contra el apartheid sudafricano, busca aislar diplomática, económica y culturalmente a Israel. No se trata solo de sancionar productos o empresas: es quebrar el blindaje simbólico y mediático que lo presenta como democracia moderna. En Occidente, la reacción inmediata es la acusación de antisemitismo, usada como mordaza. En otras regiones, libres de esa culpa histórica, el boicot aparece como un gesto de dignidad civilizatoria: una forma de detener, aunque sea parcialmente, el genocidio y de recordar que no todo está condenado a la impotencia.
El filósofo Michel Onfray recuerda que la Torá, matriz del judaísmo, instala desde sus orígenes un dispositivo de obediencia y exclusión. Es -en sus palabras- una máquina teológica de producir culpabilidad y subordinación, donde la ley no surge de la voluntad ilustrada de los hombres, sino del mandato sagrado de un dios que todo lo prescribe. Pero mi crítica -como la de Onfray- no se dirige a las formas de conciencia religiosa, sino a su conversión en orden social teocrático. Cuando ese armazón se convierte en fundamento estatal -ya sea en Israel, en Irán o en el Vaticano- la modernidad se disuelve: el ciudadano deja de ser sujeto de derechos para devenir súbdito de una identidad sacralizada.
Y lo mismo podría decirse de cualquier teocracia que sustituya la ciudadanía por la obediencia religiosa: Israel no es excepción, sino confirmación de esa deriva. Se presenta como democracia parlamentaria, pero en realidad funciona como una teocracia de hecho. Onfray advierte que la memoria del Holocausto se instrumentaliza como legitimación de un proyecto expansionista que, lejos de encarnar la racionalidad republicana, se asienta en la sacralización de la tierra y la etnicidad. La apelación a la “Tierra Prometida” sustituye el contrato social por un pacto divino, y la ciudadanía universal por la pertenencia étnico-religiosa. El resultado: un Estado que legisla desde lo sagrado, disfrazado de legalidad moderna.
En este sentido, Israel se inscribe en la misma deriva oscurantista que Onfray identifica en todas las teocracias: Irán, el Vaticano, ciertas teocracias islámicas, las monarquías que se justifican en la fe. Todas comparten el mismo gesto: desactivar el legado ilustrado, sustituir la autonomía por dogma y la universalidad de derechos por privilegios de credo. Bajo esta luz, la existencia de un Estado definido por la Torá no es un accidente histórico, sino la confirmación de que aún persiste la tentación de someter la política a lo sagrado. Y esa tentación convierte a Israel en una paradoja civilizatoria: democracia teológica, modernismo arcaico, simulacro de Estado racional en el que el derecho se supedita a la fe.
Lo que Kant vislumbró como república universal de ciudadanos libres, y Onfray denuncia como amenaza persistente del oscurantismo teológico, confluyen en una paradoja trágica: un Estado que se proclama moderno mientras se aferra a dogmas fosilizados. Esa doble negación -de la razón ilustrada y de la emancipación laica- no es un problema local ni una anomalía distante, sino un desafío civilizatorio de escala mundial. Porque cada día que Israel perpetúa el genocidio palestino sin sanción efectiva, el proyecto ilustrado de libertad, igualdad y fraternidad se convierte en ruina semántica, en palabra vaciada que el poder manipula a su antojo.
De la Nakba al presente: enclave armado y futuro posible
Si bien el sionismo nació como proyecto político en el seno del judaísmo, pronto se transformó en una causa de poder antes que de fe, confirmando la sospecha de Marx sobre las verdaderas motivaciones de los conflictos ideológicos y religiosos. Gobiernos, élites políticas, empresarios y lobbies internacionales lo abrazaron no por convicción espiritual, sino por cálculo oportunista: ven en Israel un enclave estratégico en Medio Oriente, un socio militar y económico privilegiado, una avanzada de intereses occidentales en tierras árabes.
A diferencia de los Estados-nación, que surgieron de la disolución de imperios y feudos en el tránsito a la modernidad, el sionismo es aún más reciente: ideología y movimiento político nacionalista gestado a fines del siglo XIX, con la mira puesta en crear un Estado judío en Palestina, bajo el amparo mítico de la “tierra consagrada” a Abraham. Jerusalén, corazón simbólico del judaísmo, se erige también como ciudad sagrada para el cristianismo y el islam, religiones que a su vez han legitimado teocracias y exclusiones -de la Inquisición al Talibán-, multiplicando fracturas en nombre de dioses enfrentados. El antisemitismo europeo, forjado en siglos de persecuciones y exterminios, alimentó la urgencia de hallar una patria segura. Así, en 1948, con apoyo internacional, el proyecto se concreta y nace el Estado de Israel. Pero nace también la catástrofe: más de setecientas mil vidas palestinas desplazadas, condenadas al exilio en la tragedia que la memoria árabe nombra con una sola palabra: Nakba.
Desde entonces, Israel ha funcionado menos como un hogar que como una trinchera: no un Estado arraigado en la universalidad de los derechos, sino un baluarte militar al servicio de intereses globales. Su legitimidad no se mide en la convivencia con los pueblos vecinos, sino en la capacidad de proyectar poder en una región codiciada por sus recursos y su posición estratégica. Allí convergen la tutela armada de Estados Unidos, el financiamiento europeo y la complicidad de lobbies empresariales y mediáticos, que lo convierten en pieza clave de un ajedrez geopolítico. La memoria del Holocausto, en lugar de erigirse en faro de justicia, fue encadenada como coartada para el despojo: la expulsión sistemática del pueblo palestino, la expansión territorial amparada en la fuerza, el cerco de la vida en nombre de la seguridad. Así, lo que se presentó como patria segura devino laboratorio de dominación, escenario donde el poder global ensaya y perfecciona sus dispositivos de control.
Hoy, bajo el mando de Netanyahu, esa fortaleza se exhibe sin disimulo: Gaza se convierte en campo de pruebas donde se ensayan armas y tecnologías de control poblacional destinadas al mercado global. Cada bombardeo opera como vitrina comercial; cada muro, como catálogo exportable de segregación presentado como seguridad. Israel, sostenido por la complicidad de las potencias, se presenta como víctima mientras actúa de verdugo, transformando el genocidio palestino en mercancía geopolítica. La catástrofe iniciada con la Nakba nunca se interrumpió: hoy se reactualiza con drones, bloqueos, algoritmos de vigilancia, hambre y asfixia sobre una población reducida a residuo humano. En ese espejo oscuro, el mundo ya no ve solo la aniquilación de un pueblo, sino el escaparate sangriento donde el poder global anticipa su porvenir autoritario.
Que un académico judío, heredero cultural de la memoria del Holocausto y experto en descifrar sus lógicas de exterminio, nombre lo que ocurre en Gaza como genocidio tiene un valor que desborda la semántica. Omer Bartov advierte que ya no se trata de interpretaciones: la propia Comisión de la ONU lo ha reconocido. La obscenidad mayor, sin embargo, es que Israel pretenda justificar este genocidio invocando el recuerdo de aquel otro. El crédito moral acumulado en Auschwitz se consume cuando se lo convierte en salvoconducto para arrasar con Gaza. No se puede invocar el genocidio para perpetrar otro: ese espejo invertido desnuda la podredumbre ética de un Estado que devora su propio mito fundante.
Lo singular de este genocidio, señala Bartov, no es sólo su sistematicidad ni su crudeza televisada en tiempo real, sino la complicidad activa de quienes se proclaman guardianes del derecho internacional. Estados Unidos, Alemania, Francia y el Reino Unido, las mismas potencias que erigen memoriales al Holocausto, financian y protegen hoy la maquinaria que fabrica nuevas víctimas en Gaza. El sueño del Estado judío como refugio se ha degradado en pesadilla colonial: una fortaleza segregacionista, autoritaria, condenada a la ignominia histórica. Como Sudáfrica en su hora más oscura, Israel se desliza hacia el estatus de paria, pero aquí la sangre corre a borbotones y el mundo entero observa.
La palabra ya fue pronunciada, no sólo en las calles árabes o en pancartas solidarias, sino en conciencias autorizadas: académicos israelíes herederos de la memoria del Holocausto, juristas que beben en Lemkin, figuras como Bartov o Goldberg. Todos coinciden en llamar genocidio a lo que ocurre en Gaza. Cuando incluso quienes cargan sobre sus hombros la memoria de Auschwitz lo reconocen, se derrumba el muro de eufemismos que Occidente erige para excusar la barbarie. El término ya no es consigna: es diagnóstico jurídico, histórico y moral. Negarlo equivale a encubrirlo; aceptarlo, a dar el primer paso para detenerlo. La coartada de la seguridad se desploma incluso en Cisjordania, donde no gobierna Hamás ni existen túneles con rehenes, pero la colonización avanza con demoliciones, expropiaciones e incendios de olivares. Allí la verdad se desnuda: un enclave colonial en expansión cuya destitución es condición indispensable para la paz.
De esa constatación surge la única salida posible: la construcción de una Palestina -o como se nombre a la región en un futuro- laica y soberana, capaz de acoger en igualdad, con plena libertad de culto, a las tres religiones monoteístas, como ocurrió durante siglos antes de la avanzada sionista. Esa Palestina debe garantizar el derecho al retorno de quienes fueron expulsados en 1948 y después, porque no hay justicia posible si sólo los judíos nacidos en cualquier lugar del mundo pueden reclamar como patria lo que a otros les fue arrebatado. Lo contrario perpetúa una segregación institucionalizada, la reviste de ropajes jurídicos y la naturaliza en la conciencia global. No se trata de alimentar venganzas ni soñar exterminios. Así como cuando reclamamos que los ingleses abandonen Malvinas no proponemos arrojar a los kelpers al mar, tampoco la exigencia de descolonización palestina implica violencia sobre quienes hoy ocupan por la fuerza ese territorio. Se trata de restituir el principio universal de igualdad, de desmontar el residuo imperial y de devolver a cada pueblo la dignidad de habitar, cultivar y legar su propia tierra. Sólo desde allí podrá nacer un horizonte de convivencia verdadera, y no la impostura sangrienta de un “proceso de paz” diseñado para perpetuar la dominación.
Sin embargo, el veredicto no proviene sólo de voces individuales, por más autorizadas que sean, sino de la propia comunidad académica especializada en el estudio del horror. La Asociación Internacional de Académicos sobre Genocidio (IAGS), con casi quinientos expertos, votó de manera abrumadora que lo que Israel perpetra en Gaza cumple con la definición legal de genocidio establecida en la Convención de 1948. No se trata ya de un juicio político o moral, sino de una constatación jurídica: asesinatos deliberados de civiles, hambruna inducida, privación de agua y medicinas, violencia sexual y desplazamientos forzados. Cada crimen encaja como pieza en el andamiaje del horror palestino. Que Israel lo niegue y lo descalifique como “vergüenza académica” no hace sino confirmar la magnitud de su aislamiento ético.
No habrá reconciliación mientras subsista esa fortaleza expansionista. No habrá justicia sin el reconocimiento pleno del derecho al retorno de los expulsados ni paz mientras se confunda seguridad con exterminio. El tiempo de los paliativos ha concluido: la única salida es una Palestina soberana, laica y secular, capaz de garantizar la igualdad de culto y la ciudadanía plena. El latiguillo sionista del derecho de Israel a existir, revela la monstruosidad de sus prioridades. El derecho a existir es de la humanidad y por tanto de los sujetos que pueblan un territorio. Nunca una fórmula jurídico-política efímera en la historia como un Estado-nación puede reclamar derecho de existencia por sobre la vida humana.
La paz merecida no será una firma en un papel: será la restitución de tierras, relatos y cuerpos al abrazo de una vida compartida. Toda la región necesita un cambio revolucionario que restituya el sentido a palabras nada novedosas en la historia reciente, hoy ominosamente vaciadas, que exhiben la dimensión del inmenso atraso de los protagonistas involucrados: libertad, igualdad y fraternidad. Hasta las últimas consecuencias.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.