Desde que entró en vigor el alto el fuego entre Israel y Hamás el gobierno de Trump ha proclamado el inicio de una nueva etapa en Gaza. «Tras tantos años de guerra incesante y peligro constante, hoy los cielos están en calma, las armas callan, las sirenas amainan y amanece en una Tierra Santa que por fin vive en paz», declaró el presidente durante su discurso en la Knéset a principios de este mes. Sin embargo, la realidad sobre el terreno es mucho más sombría y pone de manifiesto el nuevo plan de Israel para la subyugación permanente del enclave.
Con la denominada «Línea Amarilla», Israel ha dividido la Franja en dos: Gaza Occidental, que abarca el 42% del enclave, donde Hamás mantiene el control y donde viven hacinados más de dos millones de personas; y Gaza Oriental, que abarca el 58% del territorio, ha sido completamente despoblada de civiles y está controlada por el ejército israelí y cuatro bandas armadas.
Según el plan de Trump, esta línea se concibió como un marcador temporal: la primera etapa de la retirada gradual de Israel de la Franja, una vez que la Fuerza Internacional de Estabilización asumiera el control sobre el terreno. Sin embargo, las fuerzas israelíes se están atrincherando, reforzando la división con terraplenes, fortificaciones y barreras que sugieren una estrategia de permanencia.
Gaza Occidental se está asemejando cada vez más al sur del Líbano, que el ejército israelí ha continuado bombardeando periódicamente tras firmar un alto el fuego con Hizbolá el pasado noviembre. Desde el inicio de la tregua en Gaza, los ataques aéreos, los ataques con drones y el fuego de ametralladoras israelíes han azotado a la población a diario, generalmente bajo el infundado pretexto de «frustrar un ataque inminente», en represalia por supuestas agresiones contra soldados israelíes o contra personas que se acercan a la Línea Amarilla. Hasta el momento, estos ataques han causado la muerte de más de 200 palestinos, entre ellos decenas de niños.
Israel sigue restringiendo la ayuda a Gaza Occidental, con un promedio de unos 95 camiones diarios durante los primeros 20 días del alto el fuego, muy por debajo de los 600 diarios estipulados en el acuerdo entre Israel y Hamás. La mayoría de los residentes han perdido sus hogares, pero Israel continúa impidiendo la entrada de tiendas de campaña, caravanas, viviendas prefabricadas y otros artículos de primera necesidad, a medida que se acerca el invierno.

Gaza Oriental, otrora el granero del enclave, es ahora un páramo desolado. Colegas y amigos que viven cerca describen el constante sonido de explosiones y demoliciones: soldados israelíes y contratistas privados de los colonos siguen arrasando sistemáticamente todos los edificios restantes, excepto los pequeños campamentos destinados a las bandas que viven bajo la protección del ejército israelí y que reciben abundantes armas, dinero en efectivo, vehículos y otros lujos.
Israel no tiene intención de abandonar Gaza Oriental a corto plazo. El ejército ha estado reforzando la Línea Amarilla con bloques de hormigón, absorbiendo grandes extensiones de Gaza Occidental en el proceso, y el ministro de Defensa, Israel Katz, se ha jactado abiertamente de autorizar que se dispare contra cualquiera que se acerque a la barrera, aunque sólo intente llegar a su casa. Algunos informes sugieren que Israel planea extender la Línea Amarilla hacia Gaza Occidental, pero la administración Trump parece estar retrasando esta medida por ahora.
En una rueda de prensa de la semana pasada, el enviado de Trump, Jared Kushner, anunció que la reconstrucción sólo se llevaría a cabo en las áreas que actualmente están bajo el control total del ejército israelí, mientras que el resto de Gaza permanecerá en ruinas hasta que Hamás se desarme por completo y ponga fin a su dominio.
Esta creciente división entre Gaza Oriental y Occidental presagia lo que el ministro de Asuntos Estratégicos israelí, Ron Dermer, ha denominado «la solución de dos Estados… dentro de la propia Gaza». Israel permitiría una reconstrucción simbólica en las zonas de Rafah controladas por sus grupos armados, mientras que el resto de Gaza Oriental probablemente se convertiría en una zona de amortiguamiento arrasada y un vertedero para Israel. En este escenario, Gaza Occidental permanecería en un estado perpetuo de guerra, destrucción y privaciones.
Esto no es reconstrucción de posguerra, sino desesperación maquinada, impuesta mediante muros, la constante amenaza de violencia militar y redes de colaboradores. Gaza se está reconstruyendo en una determinada zona no para el beneficio de su pueblo, sino para afianzar el control israelí permanente y avanzar en su objetivo de larga data: expulsar a los palestinos de la Franja.
Hamás reafirma su control
Por su parte, Hamás ha intentado reafirmar su control en Gaza Occidental para revertir el colapso social que Israel ha pergeñado durante dos años de genocidio. Tan pronto como entró en vigor el alto el fuego, Hamás lanzó una ofensiva de seguridad para perseguir a los delincuentes y desarmar a los clanes y milicias respaldados por Israel.

La campaña culminó con la ejecución pública de ocho presuntos colaboradores, junto con intensos enfrentamientos con el clan Daghmoush: una demostración de fuerza calculada para intimidar a los grupos rivales. La estrategia pareció efectiva: varias familias entregaron sus armas a Hamás sin resistencia.
Con esta campaña, Hamás también busca transmitir, tanto a nivel nacional como internacional, que no ha sido derrotado a pesar de sus cuantiosas pérdidas durante la guerra, y que no puede ser marginado en los debates sobre el futuro de Gaza. Al mismo tiempo, el grupo intenta restablecer un mínimo de orden público y vengarse de los pandilleros y criminales que aprovecharon el caos de la guerra para saquear y atacar a la población civil. Esto también forma parte de un esfuerzo por recuperar legitimidad tras perder gran parte de su apoyo popular como consecuencia de la devastación sufrida en Gaza.
Mientras tanto, el primer ministro Benjamin Netanyahu ha intentado desesperadamente persuadir a Trump para que permita a Israel reanudar el genocidio, aprovechando incidentes aislados en Rafah para justificar la reanudación de la acción militar. En un caso, dos soldados israelíes habrían muerto tras pisar munición sin detonar; en otro, unos soldados fueron atacados por lo que parecía ser una pequeña célula de Hamás sin conocimiento del alto el fuego ni conexión con la cadena de mando del grupo.
Netanyahu también ha instrumentalizado la represión de Hamás, presentándola como una matanza indiscriminada de civiles, y ha acusado al grupo de negarse a devolver los cuerpos de los rehenes o a desarmarse, todo ello en un intento por persuadir a Washington de que dé luz verde a una nueva ofensiva en Gaza con el pretexto de presionar a Hamás.
El presidente estadounidense, aún eufórico por la inusual ola de cobertura mediática positiva en torno al alto el fuego en Gaza, ha estado hasta ahora refrenando a Israel, aunque sigue sin estar claro cuánto durará esta situación. El jefe del Estado Mayor Conjunto será el próximo en hacer de niñera de Netanyahu, tras las visitas de Trump, el vicepresidente J.D. Vance y el secretario de Estado Marco Rubio.
Por ahora, el presidente está decidido a mantener el alto el fuego, aunque sólo sea nominalmente, para evitar dar la impresión de haber fracasado o de haber sido engañado por Netanyahu. Pero el primer ministro israelí apuesta a que, con el tiempo, Trump se distraerá con otro asunto importante, perderá interés en Gaza y, una vez más, le dará vía libre.

«Nueva Rafah»
Pero si Israel no logra retomar una ofensiva a gran escala, su plan B consiste en persuadir a la Casa Blanca para que limite la reconstrucción a la zona oriental de Gaza controlada por Israel, comenzando en Rafah, convenientemente ubicada en la frontera con Egipto, adonde ya han huido más de 150.000 gazatíes (la reconstrucción en el norte, en zonas como Beit Lahiya, queda necesariamente excluida de estos planes). Según informes de la prensa israelí, la ciudad reconstruida —que incluiría «escuelas, clínicas, edificios públicos e infraestructura civil»— estaría rodeada por una tierra de nadie, que constituiría, en la práctica, una «zona de exterminio».
Eventualmente, Israel podría permitir, o incluso alentar, que los palestinos se trasladen a las zonas reconstruidas de Rafah, como una «zona segura» en Gaza donde los civiles puedan huir de Hamás; una idea que voces proisraelíes en los medios estadounidenses han intentado vender. Dado que Hamás no puede ser erradicado por completo de Gaza, como admitió recientemente el columnista político israelí y aliado de Netanyahu, Amit Segal, el único «futuro» para los palestinos en el enclave estará en el este desmilitarizado bajo control israelí.
«Una nueva Rafah… esta sería la Gaza moderada», declaró Segal a Ezra Klein, del New York Times. «Y la otra Gaza sería lo que yace entre las ruinas de la ciudad de Gaza y los campos de refugiados en el centro de Gaza».
Actualmente, los únicos residentes palestinos en Rafah son miembros de la milicia de Yasser Abu Shabab, un grupo vinculado al ISIS armado, financiado y protegido por Israel. Parece muy improbable que muchos palestinos acepten vivir bajo el dominio de un señor de la guerra, narcotraficante convicto y colaboracionista que, a instancias de Israel, ha estado saqueando sistemáticamente los suministros de alimentos e imponiendo la hambruna en Gaza. Además, cualquiera que cruce a Gaza Oriental, controlada por Israel, corre el riesgo de ser considerado un colaborador, como le ocurrió al destacado activista anti-Hamás Moumen Al-Natour, quien huyó de la reciente represión de Hamás hacia el territorio de Abu Shabab y posteriormente fue repudiado por su familia.
Incluso si algunos gazatíes desesperados acceden a trasladarse a Rafah, Israel no les permitirá simplemente cruzar en masa de Gaza Occidental a Gaza Oriental, con el pretexto de impedir la infiltración de Hamás entre la multitud. El plan de las «burbujas de seguridad», propuesto inicialmente por el entonces ministro de Defensa, Yoav Gallant, en junio de 2024, que contemplaba la creación de 24 campamentos cerrados a los que se trasladaría gradualmente a la población de Gaza, ofrece un modelo claro: el ejército israelí probablemente inspeccionaría y autorizaría a cada persona a la que se le permitiera cruzar a Gaza Oriental, dando lugar a un proceso burocrático largo e intrusivo, impulsado por inteligencia artificial, que dejaría a los solicitantes en situación de vulnerabilidad frente al chantaje por parte de las agencias de seguridad israelíes, las cuales podrían exigir colaboración a cambio de la entrada.
Israel ha dejado muy claro a cualquiera que cruce a esa «zona estéril» en Rafah que no se le permitirá regresar al otro lado de Gaza, convirtiendo Rafah en un «campo de concentración», como lo describió el ex primer ministro israelí, Ehud Olmert. Muchos palestinos, por lo tanto, evitarían entrar en Gaza Oriental por temor a que, si Israel reanuda el genocidio con la misma intensidad, puedan ser expulsados a Egipto. De hecho, incluso mientras elabora planes para permitir la reconstrucción en Rafah, el ejército israelí continúa demoliendo y dinamitando las casas y edificios que quedan en pie en esa misma zona.

En última instancia, la «Nueva Rafah» israelí serviría como una fachada —una apariencia externa para hacer creer al mundo que la situación es mejor de lo que realmente es—, ofreciendo sólo refugio básico y una seguridad mínima a los palestinos que huyan allí. Y sin una reconstrucción completa ni un horizonte político, este plan parece asemejarse a lo que el ministro de Finanzas israelí, Bezalel Smotrich, prometió en mayo: «Los ciudadanos de Gaza se concentrarán en el sur. Estarán totalmente desesperados, conscientes de que no hay esperanza ni nada que buscar en Gaza, y buscarán reubicarse para comenzar una nueva vida en otros lugares».
El desarme como trampa
Independientemente de si la reconstrucción avanza en Gaza Oriental, Israel la presentará cada vez más como una zona «libre de terrorismo» y «desradicalizada», mientras continúa bombardeando la otra parte con el pretexto de desarmar y derrocar a Hamás.
El grupo islamista ha aceptado ya entregar Gaza a un comité administrativo-tecnocrático y permitir el despliegue en el enclave de una nueva fuerza de seguridad palestina entrenada por Egipto y Jordania, junto con una misión de protección internacional. Sin embargo, Netanyahu ha rechazado rotundamente la entrada de 5.500 policías palestinos en Gaza, se ha negado a permitir el acceso de fuerzas de estabilización turcas o cataríes a la Franja y ha obstruido la creación del comité administrativo-tecnocrático.
De igual modo, el desarme es un tema ambiguo que proporciona a Israel un pretexto casi ilimitado para impedir la reconstrucción en Gaza Occidental y mantener el control militar. Hamás ha indicado que aceptaría desmantelar sus armas ofensivas (como cohetes) y ya ha aceptado entregar el resto de su armamento defensivo ligero (incluidas armas de fuego y misiles antitanque) como resultado de un acuerdo de paz, y no como requisito previo.
Hamás también está abierto a un proceso similar al de Irlanda del Norte, mediante el cual almacenaría sus armas defensivas y se comprometería a un cese total y mutuo de las hostilidades durante una o dos décadas, o hasta el fin de la ilegal ocupación israelí. En ese caso, las armas ligeras restantes funcionarían como una garantía de que Israel no incumpliría sus promesas de retirarse de Gaza y poner fin al genocidio.

Tanto el gobierno británico como el egipcio, junto con Arabia Saudí y otras potencias regionales, están impulsando actualmente el modelo de desarme de Irlanda del Norte, una señal de que reconocen la sensibilidad y la complejidad del tema.
La insistencia de Israel en un desarme total e inmediato es una trampa deliberadamente inviable que exige la rendición total de los palestinos. Incluso si los dirigentes de Hamás en Doha se vieran obligados a aceptar esta capitulación, muchos de sus propios miembros y otros grupos armados en Gaza seguramente desobedecerían. Esto sería similar al acuerdo de desarme en Colombia, donde muchos militantes de las FARC desertaron y crearon nuevas milicias o se unieron a bandas criminales.
Mientras el ejército israelí permanezca dentro de Gaza, sin perspectivas reales de poner fin al asedio y al régimen de apartheid israelí, siempre habrá incentivos para que algunos actores tomen las armas. E Israel podrá entonces señalar a esos grupos disidentes o militantes individuales como justificación para continuar bombardeando y ocupando Gaza.
Israel ha invertido más de 740 días, cerca de 100.000 millones de dólares y perdido unos 470 soldados para reducir Gaza a escombros. Como Netanyahu se jactó en mayo, Israel ha estado «destruyendo cada vez más casas en Gaza, y los palestinos, por consiguiente, no tienen adónde regresar», y añadió: «El único resultado obvio será que los gazatíes opten por emigrar fuera de la Franja».
Incluso tras fracasar en su intento de lograr la expulsión masiva mediante el ataque militar directo, el liderazgo israelí busca ahora el mismo resultado a través del desgaste y la desesperación provocada, utilizando los escombros, el asedio y los bombardeos periódicos como instrumentos de reconfiguración demográfica. La posibilidad de limpieza étnica no ha desaparecido con el alto el fuego; simplemente ha evolucionado hasta convertirse en una nueva política, disfrazada y normalizada mediante la planificación burocrática.
Muhammad Shehada es un escritor y analista palestino de Gaza y director de Asuntos de la UE en Euro-Med Human Rights Monitor. X: @muhammadshehad2
Texto en inglés: +972.com Magazine, traducido por Sinfo Fernández.


