A punto está de realizarse la iniciativa del popular cantante colombiano Juanes de protagonizar con otros colegas suyos, en La Habana, el Concierto Paz sin fronteras, similar al que hace unos meses él animó en un punto limítrofe entre Venezuela y su país. Ya entonces el imperio -que tiene cómplices lacayunos- fomentaba feroces estratagemas, que […]
A punto está de realizarse la iniciativa del popular cantante colombiano Juanes de protagonizar con otros colegas suyos, en La Habana, el Concierto Paz sin fronteras, similar al que hace unos meses él animó en un punto limítrofe entre Venezuela y su país. Ya entonces el imperio -que tiene cómplices lacayunos- fomentaba feroces estratagemas, que hoy son aún mayores, para capitalizar la violencia en Colombia y revertir el proyecto bolivariano en Venezuela, como parte del propósito de frenar el apogeo emancipador que vive nuestra América.
La nueva iniciativa de Juanes, desde que se anunció, ha merecido el entusiasmo de incontables personas honradas en el planeta, y también ha suscitado en ciertos sectores un grotesco revuelo de hostilidad, que ha favorecido asimismo la promoción del concierto, a pesar de las intenciones de quienes más rabia han derrochado contra él. Si en tal sentido se fuera a distinguir con premios a quienes hayan sobresalido en su publicidad, sería injusto dejar fuera del podio a los representantes de la extrema derecha de origen cubano.
Ni remotamente debemos confundir esa camarilla con la mayoría de los cubanos y las cubanas que viven fuera de su país, incluso en Miami, infectada por quienes han medrado con el negocio de la contrarrevolución. Esa localidad también alberga a numerosas personas decentes que aman la paz. Las arremetidas contra el concierto se inscriben en dicho negocio, al que podrán achacársele muchas cosas, menos que haya triunfado. La irracionalidad con que ha repudiado el proyecto de Juanes pone en evidencia la índole esa camarilla. Miembros suyos invocan el diálogo y la libertad, y con sus actos se ubican holgadamente entre los más frenéticos enemigos de la libertad y del diálogo.
Por eso fue quizás tan meritorio como dramático el afán que un relevante cantautor cubano, Amaury Pérez, puso en dialogar telefónicamente desde La Habana con una vocera televisual de aquella camarilla. No bastó que el artista, bien intencionado, quisiera contrarrestar los gritos de la dama con la buena educación y las buenas maneras, y con los favores del humor. Ni bastó que, ante la imposibilidad de elogiarle cerebro y pensamiento, descendiese a piropearle sus piernas. La señora se encargó de ratificar la difícil, para no decir imposible, viabilidad del diálogo con los enemigos del diálogo.
A propósito del concierto, el periodista uruguayo Fernando Ravsberg entrevistó por escrito para BBC Mundo a Silvio Rodríguez. En una de las diez preguntas inquirió sobre interdicciones en la difusión de ciertos artistas en la radio y otros medios cubanos, no en las audiciones caseras, y privadas en general, donde cada quien oye lo que le viene en gana, «y ningún aparato oficial se mete en eso». Esto último lo puntualizó en su respuesta el autor de Rabo de nube, quien, con su agudeza y su honradez características, sostuvo: «Creo que una cosa es el concierto y otra las prohibiciones. También creo que mientras más tiempo pasa, cualquier prohibición, del lado que sea, se hace más insostenible».
Silvio puso las cosas en su sitio cuando, además de decir: «Si por mí fuera, aquí se escucharía de todo», añadió refiriéndose a los medios que se distinguen por falsear la información: «Pero lo que no se suele expresar es que mucho pueblo cubano se indignaría al escuchar ofensas a sus líderes o a los ideales por los que viene luchando y padeciendo desde hace medio siglo». Esperemos que esa posición crítica, analítica, mantenida dentro de Cuba por el cantautor, la toleren -sería ingenuo pedirles que la respeten– quienes fuera de Cuba obedecen como un rebaño al amo imperial, y tratan de presentar a los revolucionarios como un bloque, más que monolítico, sometido.
Nadie medianamente informado y sensato negará que la sonoridad de una cantante como Celia Cruz -no hablemos de figuras construidas o infladas en función del negocio mencionado- pertenece a la cultura cubana, pésele a quien le pese, como les pesa a los contrarrevolucionarios. Pero -lo ha dicho Ambrosio Fornet con palabras que él perdonará que el autor de estas notas cite de memoria- los enemigos de Cuba y su Revolución pueden darse el pésimo gusto de querer cercenar la cultura cubana; nosotros, en cambio, tenemos la honrosa responsabilidad de conservarla íntegra, sin desconocer su diversidad: sin renunciar al ineludible ejercicio del criterio.
La destacada cantante apoyó con voz y resentimiento a esos contrarrevolucionarios, y no hay que esperar que las pasiones -ni las más lúcidas y mejor asumidas ni las más torpes- actúen solamente de un lado. Pero las actitudes sombrías de la contrarrevolución no son las que más puedan identificarse con los reclamos de la sanidad mental, ni de la luz más pura, para recordar al gran Antonio Machado, víctima del fascismo de su tiempo. Las entrañas, sombrías, de la contrarrevolución las corroboró desde el Norte la tesitura mantenida contra el intento de diálogo citado al inicio de estas notas.
Las calumnias a los líderes del pueblo cubano, y a los ideales que él defiende, son parte de un hecho que, como otros dignos representantes de nuestra patria, el propio Silvio Rodríguez ha denunciado: las agresiones que en diversas esferas el poderío imperial y sus cómplices y mercenarios vienen perpetrando contra Cuba hace medio siglo. Y ni es razonable esperar que un pueblo agredido pueda darse el gusto de vivir en lo que suele llamarse la normalidad -aunque esta es un ideal harto lejano de las realidades mundiales de hoy- ni es aconsejable creer que entre los agresores puedan hallarse mayores grados de decencia y razón, si alguna dosis de ellas tuviesen, que en el pueblo agredido y necesitado de defenderse para cuidar su soberanía y su dignidad.
A menudo los enemigos de la Revolución Cubana reclaman que ella cambie, que se acoja a los moldes y frenos de una «democracia» que no encarna la defensa de los pueblos, lo único que de verdad la avalaría para merecer ese nombre. Intentan ocultar lo mucho que Cuba ha cambiado para convertirse de neocolonia dominada por el imperio en nación independiente; de país plagado de analfabetismo y enfermedades, en país con altos niveles de instrucción y salud; de República mediatizada que privilegiaba a las minorías enriquecidas y explotadoras y servía al imperio opresor, en República socialista que defiende la soberanía nacional y aboga por la igualdad de derechos de sus ciudadanos, y por la mayor igualdad posible en la distribución de los bienes.
Esa República tiene, además, conciencia de su deber de perfeccionamiento, un ideal que incluye el de fomentar una cultura constitucional que en modo alguno le es ajena: para cultivarla tiene el derecho y la responsabilidad que le da el regirse por una Constitución verdaderamente encaminada a garantizar la justicia, la equidad, no los privilegios de unos pocos sobre la inmensa mayoría. Y muestra como brújula la voluntad de no sucumbir a la complacencia por los logros que haya cosechado. A pesar de los serios obstáculos que enfrenta -agravados, cuando no producidos, por las agresiones imperialistas que sufre, como el férreo bloqueo-, no renuncia a su afán de seguir mejorando las condiciones de vida de la población.
Las circunstancias podrán forzar a Cuba a dar pasos ineludibles que, en lo inmediato, lastimen la vocación de igualdad que la rige desde su esencia. Pero ante esto resulta patética, curiosa cuando menos, la saña de sus enemigos para culparla por las dosis de desigualdad que dichas medidas puedan favorecer. Esas dosis de desigualdad ni se corresponden con el programa y el espíritu de la Revolución ni son comparables con los monstruosos niveles de injusticia que, por su esencia, el capitalismo genera y necesita perpetuar para sostenerse. Inmerso en una etapa ostensible de su permanente crisis sistémica, el capitalismo no cambia: si lo hace, no pasa del intento de edulcorar su imagen para sobrevivir, lo que implica afianzar su naturaleza injusta.
La ultraderecha de origen cubano y sus padrinos y madrinas imperialistas se muestran como lo que son: fuerzas harto retrógradas. Queman camisas y discos y condenan de antemano un concierto, como han quemado el cuadro de un pintor cubano y han culebreado para impedir que músicos cubanos viajen a los Estados Unidos y reciban grandes premios que han ganado allí, como el Grammy. Y aún está fresco uno de los muchos ejemplos de la actitud imperial: a Silvio Rodríguez las autoridades estadounidenses le negaron la visa y no pudo asistir a la celebración de los noventa años de Peeter Seghers. ¿Será que las buenas canciones son actos terroristas para el imperio? Por mucho que les duela al imperio y a sus servidores, Cuba garantizará el éxito del Concierto Paz sin fronteras.
Un despacho de EFE informó que alguien como Julio Iglesias, a quien no parece que pueda acusarse de agente comunista, definió el propósito de Juanes como «cantar en Cuba y nada más», y refutó las manipulaciones enfiladas contra su concierto habanero. Según el autor de la canción La vida sigue igual, y protagonista de la película homónima, ese concierto «no tiene ninguna relación con la política y así tiene que ser interpretado».
Ese juicio asesta un duro golpe a las maniobras de quienes, afincados en los peores caminos de la política, han querido satanizar el concierto de Juanes calificándolo de acto político. Pero defender la paz digna es uno de los más nobles afanes artísticos, morales y políticos que puedan unir a las personas decentes y de buena voluntad del planeta, si se asume la política en su sentido primigenio de relaciones entre los miembros de la polis, no como el oficio lucrativo y cloacal en que los intereses más espurios la han convertido.
Hace tiempo que la polis más urgida de relaciones sanas no es una localidad aislada, sino una mucho más abarcadora: el mundo en peligro de destrucción por las enfermedades y el hambre que sufren especialmente las mayorías, y por las guerras que promueven las fuerzas imperiales, las mismas que han sobresalido como causantes de los desastres ecológicos. A ellas sirven los rabiosos enemigos del concierto organizado por Juanes, y de todo lo que huela a defensa de ideales dignos.
No son insignificantes los temores que a esas fuerzas puede ocasionarles el concierto: que en algún grado ayude a incrementar la conciencia antibelicista, contraria a los negocios del imperio y sus sirvientes; que el mundo reciba una prueba más de la alegría con que la gran mayoría del pueblo cubano asume el precio de mantenerse firme en la defensa de un proyecto justiciero contrario también a dichos negocios; que, en fin, proporcione otra ocasión de apreciar que Cuba no es un paraíso, pero mucho menos el infierno que sus enemigos intentan hacer creer que ella es.
Cuba, por su parte, ha aceptado que en el corazón moral de su capital, en la Plaza de la Revolución -con la imagen de José Martí como símbolo rector-, se haga un concierto que será conocido por el mundo, y en el cual los participantes actuarán libremente. Ante ojos y oídos proclives al sentido común y a la dignidad, o guiados por ambos, las impertinencias que algunos pudieran cometer no alcanzarían a borrar los logros alcanzados en medio siglo de Revolución en marcha. Ningún despropósito conseguiría lo que los poderosos medios del imperio no han logrado con su feroz campaña de calumnias, correlato verbal de acciones armadas y terroristas entre las cuales destaca el persistente bloqueo. No conseguirían destruir la Revolución Cubana, ni borrar su ejemplo.
Está claro, pues, por qué Cuba puede darse el gusto de abrazar, con sus riesgos y, sobre todo, con su hermosura, un concierto que rabiosa e inútilmente sus enemigos han querido boicotear. Pero los enemigos de Cuba no están en condiciones de correr el peligro de que el mundo sepa cómo es Cuba de veras. Al margen de la cifra y de la calidad de los artistas, organizadores y técnicos que intervendrán en la cita -nadie ponga en duda que su cifra y su calidad serán altas-, el concierto será un gran logro en sí mismo. Y será más que un buen concierto: será un hecho artístico relevante en el cultivo de la paz y de la cordialidad entre los seres humanos, y entre los pueblos.
Fuente: http://www.cubarte.cu/paginas/actualidad/conFilo.php?id=8723