Lo conocí personalmente en 1968, después del primer concierto que hicimos en Casa de las Américas. Por entonces empezó a visitar nuestra vivienda de la calle Gervasio, donde nos apretábamos mi madre y su marido, mis hermanas y yo. Sobre la estrecha sala del mínimo apartamento había una ventana grande que sólo se abría unas […]
Lo conocí personalmente en 1968, después del primer concierto que hicimos en Casa de las Américas. Por entonces empezó a visitar nuestra vivienda de la calle Gervasio, donde nos apretábamos mi madre y su marido, mis hermanas y yo. Sobre la estrecha sala del mínimo apartamento había una ventana grande que sólo se abría unas pulgadas, porque topaba con el edificio de al lado.
Cuando descubrió el detalle lo vi desbarrar furioso sobre la falta de humanidad capitalista, capaz de vender la ilusión de un ventanal que daba a un muro. A partir de aquel día me empecé a acostumbrar a sus observaciones y también a sus manías, como la de andar con un saco sobre los hombros (decía que para protegerse los pulmones), o aquella otra de solamente comer pollo. Desde el principio coincidimos en una cosa: el verdadero helado es el de chocolate; todos los demás son pretensiones. Nuestras primeras pláticas, en su despacho del 7mo piso, casi siempre giraban en torno a temas culturales. Qué leía, qué cine o qué pintura me gustaba, si asistía al teatro. Cuando algo me hacía explotar también entraba allí y le soltaba mis demonios. Haydée Santamaría y él fueron los primeros padres revolucionarios con quienes pude conversar «a calzón quitao». Cierta vez estuvo en Brasil, en plena dictadura militar, donde pudo ver las manifestaciones estudiantiles y la complicidad de la canción naciente con la rebeldía.
Cuando llegó a La Habana nos invitó a Leo Brouwer y a mi a la conferencia en la que iba a contar su viaje. Nos pidió que al final no nos fuéramos y luego nos llevó a su despacho, para hablarnos de un posible proyecto de investigación musical, de un taller experimental donde nuestras raíces se fusionaran a expresiones afines. Fue la primera vez que se habló sobre lo que después sería el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC. Cuando Maurice Bejart fue a La Habana con su Ballet del Siglo XX, me hizo ir con él al Gran Teatro. La tarde inolvidable empezó con un Raga en el que una pareja, en un mínimo espacio, recorría de principio a fin el Kama Sutra. En otro de los actos la actriz española María Casares decía unos versos a la noche. El último ballet era el Bolero de Ravel: una flama dorada bailando sobre una mesa enorme, asaltada por un sinfín de cuerpos. Al final sólo uno lograba la fusión, para empezar la vida. El 30 de diciembre de 1970, cerca de las 12 de la noche, bajé las escaleras de mi edificio y caminé hasta la esquina para llamarle por teléfono y felicitarle por su cumpleaños 45. Me dijo que se sentía muy mal, precisamente por cumplir aquella edad, ya que cuando joven se había prometido no ir más allá de los cuarenta. Desde aquella vez, siempre que coincidíamos en Cuba, no dejé de llamarle los 30 de diciembre a las 12 de la noche. Inexplicablemente, el último diciembre olvidé llamarle. Unos días después sonó el teléfono y era él, diciéndome que se había quedado esperando.
Desde la adolescencia fue un apasionado del cine y junto a otros entusiastas tuvo experiencias iniciáticas. Estudió Filosofía y Letras. En la década del 50, por sus actividades revolucionarias, fue preso y torturado brutalmente. Se exilió en México, donde fue asistente de dirección de Luís Buñuel, en su película Nazarín. Después del triunfo de la Revolución fundó el Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográficos y el Festival de Cine de La Habana, que dirigió hasta el mediodía de hoy, en que un infarto nos lo llevó.