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Andalucía, el mayor fracaso de los constituyentes del 78

Fuentes: Ctxt [Foto: Jornaleros andaluces se manifiestan en Lebrija, año 1968 (Lebrija Flamenca)]

Los gobiernos que esquilman los servicios públicos se sustentan en la desmovilización y la ignorancia. Hoy, más que nunca, ser andaluz es plantarle cara a la miseria. Y a los miserables.

Hoy [28 de febrero] es el día de Andalucía. Y se celebra algo que afecta a todo el Estado español: el mayor fracaso de los constituyentes de 1978. Pensaron en un país centralizado con cuatro territorios autónomos, pero Andalucía se salió de las previsiones. Sin la movilización del pueblo andaluz, hoy no tendríamos el mapa autonómico que tenemos.

Esa improvisación ha provocado problemas territoriales que no terminamos de resolver. Sin Andalucía España no sería lo que es, pero visto desde el sur el autogobierno autonómico presenta un balance triste.

He pasado por delante de un colegio andaluz y he visto a los niños en la puerta reunidos alrededor de un mástil. Casi todos llevaban banderas de Andalucía pintadas sobre un folio. Había alboroto y ruido. Un chaval con melena estaba agarrado a una cuerda bajo el palo. Cuando los profesores consiguieron hacerse oír, los niños y niñas empezaron a cantar el himno de Andalucía. No era un coro armónico, sino un conjunto de gritos desafinados, cada uno por un lado. La bandera blanquiverde fue subiendo entre ese barullo alegre en el que apenas se podían oír las estrofas de la composición. Aun así, el conjunto me emocionó. Un amigo latinoamericano que me acompañaba estaba escandalizado de que los pequeños no estuvieran firmes, coordinados y con la mano en el corazón. Le expliqué que el nuestro es de los pocos himnos que no hablan de sangre y guerras, sino de tierra, de trabajo y de gente común con ganas de integrar a cualquiera. Concluimos que ojalá los nacionalismos peninsulares, incluidos el catalán, el vasco y –por supuesto– el español, tomaran algo del ideal incluyente de Andalucía.

El sentimiento andaluz no surge de la exclusión del otro, sino de la celebración de lo propio. Es andaluz cualquiera que viva o trabaje en Andalucía y se sienta andaluz. Se puede ser andaluz y millones de cosas más al mismo tiempo. Y a nuestra tierra la une más la conciencia solidaria del sufrimiento común que el orgullo provinciano de creerse el centro del mundo. Vivimos en un lugar asolado por la miseria que a duras penas superamos con una vocación universal de alegría y disfrute.

La épica andaluza se construye en la sencillez de un mollete mojado de aceite de oliva. Nuestra mitología nace de los jornaleros y jornaleras que, hartos de vivir esperando al sol, se alzan contra sus terratenientes y ocupan las fincas para trabajarlas. La historia de Andalucía no es un listado de batallas sangrientas y conquistadores viriles sino un paraíso sonoro de sabios antiguos, pensadores, poetas y músicos. Andalucía es Federico García Lorca paseando por el arrullo de los jardines de la Alhambra. Es la guitarra de Paco de Lucía acariciando los atardeceres de Cádiz y son los niños cordobeses estudiando a Averroes. Esa cultura andaluza es fruto del sufrimiento. De la marginalidad a la que parecemos eternamente abocados. Brilla por su capacidad de sublimar lo popular.

Nada más alejado de la realidad andaluza que la máscara folklorista del andaluz gracioso y divertido. Es una creación dañina que ha calado no sólo en los habitantes de otros territorios, sino incluso entre los propios andaluces acomodados que prefieren ignorar la realidad de su tierra. Ese tópico, que nos asigna papeles de bufón en las producciones televisivas y teatrales, ha provocado también que salir de nuestra tierra acarree el tormento de escuchar constantemente lo de ¡qué gracioso! cada vez que abrimos la boca. Lo peor son, sin embargo, los propios andaluces inconscientemente convencidos de que lo que nos define es “la gracia”. Ese neofolklorismo que lleva incluso a personas que se califican de progresistas a buscar la esencia de lo andaluz en los carnavales de Cádiz, el ingenio de Lola Flores o los chistes de Chiquito de la Calzada es pura superficialidad. Todas esas respetabilísimas manifestaciones de nuestra cultura tienen en común que surgen del dolor de los de abajo. Del padecimiento de los trabajadores parados de los astilleros, los gitanos perseguidos o los músicos obligados a malvivir sometidos a los caprichos de un señorito. El resultado es brillante porque lo andaluz es el crisol que, en busca de consuelo, convierte el daño en arte. Pero quedarse sólo con el resultado nos obliga a quedarnos siempre atascados en la miseria.

Lo que realmente define a nuestra tierra es, desgraciadamente, la miseria. Andalucía se ha instalado en las cifras de paro, abandono escolar, pobreza infantil y hasta analfabetismo más altas de esta parte del mundo. Tenemos las rentas más bajas. Somos la gente que más hambre pasa y a quienes más nos cuesta estudiar o progresar en la vida. Esa vida más dura de lo debido se ha quedado grabada en el ADN de los andaluces. Como pueblo nos unimos para salir de ahí y tenemos enfrente a nuestros políticos siempre dispuestos a sacar la pandereta para tapar su desvergüenza. En España a Andalucía le va mal. Pero por nuestra cuenta nos iría igual o peor. El autogobierno andaluz, incluso en los estrechos límites que el Tribunal Constitucional nos ha ido imponiendo, no ha servido para mejorar la vida de los andaluces. Al menos, no de la mayoría.

La gran victoria de la derecha andaluza ha sido hacer creer a la población que si se ponen un chaleco acolchado, se piden una copa de vino en un bar falsamente antiguo y se dan un par de golpes de pecho ante alguna procesión ya se han convertido en señoritos. Han pasado de ser marginados a clase alta. Las criaturitas que apenas llegan a fin de mes sienten que se codean con la élite de la sociedad porque van a los mismos bares, rezan a las mismas vírgenes y llevan las mismas pulseritas de la bandera española en la muñeca. Desde la ilusión del ascenso social votan a quienes se están enriqueciendo a su cuenta. La derecha andaluza ha usado el poder autonómico, con toda su maquinaria asociada, para vender esa imagen de triunfo personal. Desvían a los niños a escuelas concertadas –de ínfima calidad y con profesores precarios– para enriquecer con dinero público a sus amigotes y quienes sin poder pagarlo meten a sus hijos en los colegios de monjas se creen que les ha llegado al auténtico ascenso social. Ahora van a hacer lo mismo con los hospitales privados, que es su nuevo negocio.

El tópico folklorista de Andalucía juega, pues, un papel esencial en la derechización de los obreros andaluces. El prototipo del señorito andaluz de taberna y sacristía –nacido para criticar un modo ignorante de ejercer el poder– ha adquirido un sentido inesperado: millones de andaluces que no llegan a fin de mes creen que se han convertido en señoritos mientras fuerzan el acento y beben cerveza barata.

Esa destrucción de lo andaluz prescinde de los dos elementos sobre los que se había construido el andalucismo histórico: la conciencia de la miseria que nos rodea y la aspiración por la cultura como vía de salvación. El himno de Andalucía habla de convertirnos en gente de luz capaz de darle alma humana a las personas. Eso sólo es posible desde la conciencia reivindicativa del sufrimiento de tantos andaluces, y la lucha y el esfuerzo colectivo por la educación. Los gobiernos que esquilman los servicios públicos se sustentan en la desmovilización y la ignorancia, que hay que combatir.

Hoy, más que nunca, ser andaluz es plantarle cara a la miseria. Y a los miserables.

Fuente: https://ctxt.es/es/20230201/Firmas/42250/Joaquin-Urias-Andalucia-Espana-sur-servicios-publicos.htm