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Anita y Manuelita: dos mujeres en instantes de la historia de dos héroes de Cuba y Venezuela

Fuentes: Rebelión

Ambas mujeres sobrevivieron a Céspedes y Bolívar

Era el 10 de abril de 1869. Esa mañana el poblado de Guáimaro estaba engalanado como para una feria gigante. La calle principal, recta y ancha, desembocaba en una plaza espaciosa. Estaba a esa hora atestada de gente. En las casas de lujo, construidas de calicanto, sus dueños se reunían en los portales y conversaban sobre los acontecimientos que provocaban el jolgorio general. En los suburbios, las gentes pobres también eran invadidas por la euforia general. Más allá, alrededor del caserío, se extendía el bosque verde y a los lejos se divisaban las colinas grises y azules.

El hecho que concitaba tal animación y entusiasmo se producía por primera vez en la guerra. Los delegados de los cubanos insurgentes se reunían para dejar constituida la Asamblea Constituyente de una nueva república. Las familias inundaban las calles para verlos pasar. Las mujeres alzaban en brazos a sus criaturas y les señalaban con un brazo extendido a los jinetes conocidos. Estos iban en sus caballos ataviados como para una fiesta o en carretas adornadas con ramas. En los puntos más concurridos, los comerciantes hacían buena venta de todo tipo de golosinas. En un momento se produjo un gran alboroto entre la multitud. Los comerciantes saltaron los mostradores y corrieron hacia la calle. Los portales se atiborraban de personas que gesticulaban y lanzaban voces y gritos. Todos observaban a aquel hombre erguido y grave que llevaba a paso parsimonioso, alta la rienda, a su caballo poderoso. Más que por su estatura, impresionaba por su figura serena y firme. Llevaba al sol la cabeza de largos cabellos, se notaban sus ojos claros y visionarios. Iba vestido con chamarreta blanca. Colgado del cinto, se destacaba el sable de puño de oro. Y afincados en el estribo, las polainas negras relucían como un espejo.

-¡Ése es Carlos Manuel! -coreaba la multitud, con voces de distintas intensidades según las emociones personales de cada uno.

Un cortejo avanzaba detrás de Carlos Manuel de Céspedes, jefe de la insurrección independentista cubana y electo al día siguiente presidente de la República de Cuba en Armas. Otros marchaban callados o intercambiando palabras y sonrisas mientras observaban a la muchedumbre que se agrupaba a ambos lados de la vía.

Carlos Manuel y su séquito avanzaban hacia la plaza rodeados de la admiración del pueblo. Le miraban como si vieran en persona a un volcán que pasaba tremendo e impertérrito, después de salir de las entrañas de la tierra. Todos le reconocían la autoridad y la audacia de decidir con un gesto la creación de un pueblo libre. La gente intuía la grandeza del hombre que fuera capaz de echarse un pueblo a los hombros. Reconocían la fortaleza de espíritu de aquel que, sin más armas que el ímpetu y la rebeldía, había decidido, cara a cara de un imperio implacable, quitarle para la libertad su posesión más infeliz, como quien quitara a un tigre su último cachorro, como diría un cronista, José Martí, muchos años después.

El desfile de los delegados continuaba. Una que otra vez los caballos, inquietos, marchaban caracoleando. En uno de esos momentos pasó Agramonte, saliéndose del caballo y echando la mano por el aire. El rubor le llenaba el rostro ante las manifestaciones de reconocimiento. El bigote apenas le sombreaba el labio. Sus ojos expresaban una dulzura triste. Después pasó Salvador, el Marqués. Iba sobre el caballo como si fuera caído y cabalgara con todo el cuerpo desarticulado.

La cabalgata de los delegados continuó entre el polvo, los sombreros de yarey, el sudor de la concurrencia, el tufo que emanaba de las bestias sudorosas y las exclamaciones y vivas del gentío.

En un punto de la plaza se encontraba una hermosa joven camagüeyana. Era Ana de Quesada. Sus familiares y amigos le llamaban cariñosamente Anita. Meses después, el 4 de noviembre de 1869, Céspedes y Anita contrajeron matrimonio en San Diego del Chorrillo, provincia de Puerto Príncipe. Años más tarde ella testimoniaría su presencia allí de esta manera y su primer encuentro con Céspedes.

«Yo pertenecía a ese grupo de jóvenes camagüeyanas que siguiendo a nuestros mayores, fuimos a presenciar en Guáimaro el nacimiento de un pueblo. Allí vi por primera vez a Carlos Manuel. Esposa después del primer Presidente de la República, hube de sufrir a su lado los rigores de la campaña en los más crudos años de la guerra.»

Era el 16 de junio de 1922. El Libertador Simón Bolívar, presidente de Colombia, arribaba por primera vez a Quito. La caravana de los héroes entró a las ocho y media de la mañana por la calle principal, que da con la calle de las Cruces.

El mundo entero parecía darse cita en el lugar para la recepción multitudinaria.. Todo era alegría y jolgorio. Estaban presentes todas las clases sociales, desde la alcurnia hasta gente de «todos los colores, gustos y sabores», y autoridades y clérigos, y hasta el más humilde de los indios.

En las iglesias resonaban las campanadas alegres. Bolívar venía acompañado por el general Sucre, héroe de Pichincha, situado a su izquierda. Bolívar, gallardo jinete, venía engalanado con uniforme de parada, en el que los hilos de oro se veían como evaporándose en el brillo del sol que ese día era muy caluroso. Venían en paso de formación y con los más escogidos oficiales. Bolívar iba montado en un precioso caballo blanco, al que enjaezaron con lo más precioso de monturas y arreos que se puedan encontrar por estas tierras.. Los cascos de los caballos parecían que acompañaron al redoble con una alegría similar. Desde todos los balcones, al pasar, llovían los pétalos deshojados de las rosas, flores y ramos caían para formar una alfombra fragante y colorida. Los aplausos se escuchaban por doquier y las vivas a la república se entonaban en coros.

Manuela Sáenz, Manuelita, una joven quiteña, estaba allí entre el gentío, y así narró aquel instante:

«Yo encontrábame en compañía de mamá, en quien era raro ver algún signo de alegría o de tristeza. Sin embargo, su manifestación de ella de júbilo era tal, que hízome sentir la más feliz de las hijas, porque supe que mi madrecita también compartía de corazón toda esta alegría patriótica…»

«El delirio era ver y tocar de cerca a todos, pero con mayor placer a S.E. El Libertador Bolívar, saludarlo, tocarlo, ser correspondido.

Cuando se acercaba al paso de nuestro balcón, tomé la corona de rosas y ramitas de laureles y la arrojé para que cayera al frente del caballo de S.E.; pero con tal suerte que fue a parar con toda la fuerza de la caída, a la casaca, justo en el pecho de su S.E. Me ruboricé de la vergüenza, pues el Libertador alzó su mirada y me descubrió aún con los brazos estirados de tal acto; pero S.E. se sonrió y me hizo un saludo, con el sombrero pavonado que traía a la mano, y justo esto fue la envidia de todos, familiares y amigos, y para mí, el delirio y la alegría de que su S.E. me distinguiera de entre todas, que casi me desmayo.»

Así se iniciaron, desde ese primer día, las relaciones amorosas entre Bolívar y Manuelita, con la entrega personal de ella al Libertador y a la causa independentista, que en el transcurso de los años permitió que pasara a la historia con el sobrenombre de la Libertadora del Libertador.

Tanto Anita como Manuelita sobrevivieron a Céspedes y Bolívar. Carlos Manuel de Céspedes, depuesto de la presidencia por las intrigas, murió en combate frente a los españoles a los 55 años, en San Lorenzo, mientras esperaba la autorización para la salida del país. Simón Bolívar, después de su renuncia por las intrigas intestinas, murió por enfermedad a los 47 años, en Santa Marta, mientras esperaba la salida del país.

Céspedes pasó a la historia de Cuba con el título de Padre de la Patria, y Bolívar pasó a la historia con el de El Libertador.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.