Recomiendo:
0

El mundo imaginario de la guerra de George W. Bush

Ansia de sangre presidencial

Fuentes: Tom Dispatch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Os brindo un recuerdo: Yo tenía unos cinco o seis años y estaba sentado con mi padre en un cine cerca de Times Square en Nueva York – uno de esos teatros ligeramente desaseados de esos días del alba de los años cincuenta, que proyectaban tandas de dos o tres películas B de vaqueros o de guerra. Nos tocó un viejo western que, si bien recuerdo, comenzó con una diligencia que viajaba alocadamente por la calle principal de un pueblo ganadero. Un hombre herido estaba desplomado en el asiento del conductor, y los caballos corrían desbocados. Repentinamente sale corriendo, tal vez de la oficina del periódico local, un vaquero vestido todo de blanco, con un sombrero blanco, salta sobre el tiro de caballos, detiene la diligencia, y dice al conductor: «»Sam, Sam, ¿quién te hizo esto? (o algo así). Precisamente en ese momento, la cámara capta la imagen de otro hombre, vestido todo de negro, con un sombrero negro – y sin duda alguna, bigotudo – que se esconde en la cantina.

Mi padre se volvió rápidamente hacia mí y murmuró: «Es él. Él lo hizo.»

Creédmelo, me conmovió. Todo lo que pude decir, maravillado y protestando fue: «Papá, ¿cómo lo puedes saber? ¿Cómo lo sabes?»

Pero, por cierto, lo sabía y, dentro de un año o dos, yo ciertamente llegué a poseer el mismo código simple del bien y el mal, del héroe y el malvado. No era probable que fuese a cometer el mismo error dos veces.

Sobre todo, desde luego, era imposible confundir a los malos en esas películas viejas. Se veían malos. Si eran «nativos,» tampoco trataban de ocultar lo que estaban a punto de hacer a los sombreros blancos, o, en el caso de Gunga Din (1939), a los cascos de médula o de corcho. «Levantaos, nuestros nuevos hermanos,» dice el malvado «gurú» de esa película a sus seguidores. «Levantaos y matad. Matad, para que no os maten. Matad por gusto de matar. Matad por el amor de Kali. ¡Matad! ¡Matad! ¡Matad!»

«¡Eliminadlos!»

¡Matad! ¡Matad! ¡Matad! Justo lo que probablemente diría el equivalente nativo del sombrero negro. ¡Qué malvados! – para una reedición moderna, ved el último exitazo de las tiras cómicas, Iron Man – no sólo eran fanáticos, sino usualmente estaban también al borde mismo de la locura. Y su lenguaje lo reflejaba.

Con susto volví a recordar la semana pasada a esos seres perversos de mi infancia ante la pantalla estadounidense, al leer una memoria del que solía ser un confidente de la presidencia de Bush. No, no el antiguo secretario de prensa de la Casa Blanca Scott McClellan, quien saltó a los titulares al acusar al presidente de utilizar «propaganda,» y a los «facilitadores cómplices» de los medios de información, para llevar a EE.UU. a la guerra en 2002-2003. Pienso en otro individuo bien informado, el antiguo comandante de las fuerzas de EE.UU. en Iraq, el teniente general Ricardo Sanchez. Casi no mereció atención por un estallido presidencial que registró en su memoria «Wiser in Battle: A Soldier’s Story [Más sabio en la batalla: La historia de un soldado], tan sedienta de sangre y caricaturesca que debería haber atraído la atención de la nación – y tan misteriosa en su carácter, considerando los últimos años de conducta presidencial, que tiene que ser exacta.

Quisiera describir brevemente la escena, tal como Sanchez la cuenta en las páginas 349-350 de «Wiser in Battle.» Es el 6 de abril de 2004. L. Paul Bremer III, jefe de la Autoridad Provisional de la Coalición de la ocupación, virrey colonial del presidente en Bagdad, y el general Sanchez estaban en Iraq en videoconferencia con el presidente, el Secretario de Estado Colin Powell y el Secretario de Defensa Donald Rumsfeld. (Teóricamente, el evento fue registrado y es por lo tanto reexaminable por Sanchez que tomaba notas.) Acababa de ser lanzada la primera ofensiva estadounidense en gran escala contra la ciudad suní de Faluya, mientras, en el Sur chií de Iraq, los militares de EE.UU. preparaban una campaña contra el clérigo chií Muqtada al-Sáder y su milicia del Ejército del Mahdi.

Según Sanchez, Powell habló sin tapujos ese día: «Tenemos que romperle la madre rápidamente a alguien.»… «Tiene que haber una victoria total en algún sitio. Tenemos que realizar una demostración brutal de poder.» (Y, por cierto, a fines de abril, partes de Faluya quedaron en ruinas, como, en agosto, lo estarían áreas de las partes más antiguas de la ciudad sagrada chií de Najaf. El propio Sáder, sin embargo, escapó para seguir la lucha; y, a fin de declarar la «victoria total» de Powell, los militares de EE.UU. tuvieron que volver a Faluya en noviembre de ese año, después de la elección presidencial de EE.UU., y virtualmente dejar tres cuartos de la ciudad en escombros.) Bush entonces volvió al tema de al-Sáder: «Al final de esta campaña, al-Sáder debe haber desaparecido,» insistió ante sus máximos asesores. «Por lo menos será arrestado. Es esencial que sea eliminado.»

Poco después, el presidente «lanzó» lo que el desconcertado Sanchez describe cortésmente como «una especie de discurso confuso para levantar la moral respecto a Faluya y a nuestra próxima campaña en el Sur (contra el Ejército del Mahdi).» Y lo que sigue es ese «discurso alentador.» Cuando lo leáis, tratad de imaginar algo semejante proveniente de la boca de algún otro presidente estadounidense, o algo que no se le parezca surgiendo de la boca de algún malvado dirigente del enemigo en las películas de la infancia del presidente, y de la mía:

«‘¡Dadles una paliza!’ dijo [Bush] haciéndose eco de la parla sin pelos en la lengua de Colin Powell. ‘Si alguien trata de detener la marcha hacia la democracia, ¡los buscaremos y los mataremos! ¡Tenemos que ser más duros que el diablo! Ese asunto de Vietnam, esto ni siquiera se le aproxima. Es una mentalidad. No podemos enviar ese mensaje. ¡Es una excusa para prepararnos para la retirada!

«Hay una serie de momentos y éste es uno de ellos. Están poniendo a prueba nuestra voluntad, pero estamos resueltos. Tenemos un camino mejor. ¡Permaneced fuertes! ¡Mantened el rumbo! ¡No pestañeamos!'» [sic]

Hay que recordar que la retórica sedienta de sangre de este «discurso enardecedor» no tenía el objeto de excitar a Marines en camino a la batalla. Se trataba de sus máximos asesores, bien refugiados en sus búnkeres, en una sesión de estrategia en la víspera de importantes ofensivas militares en Iraq. Evidentemente, sin embargo, el presidente quería imitar a George C. Scott interpretando el personaje del general George Patton – o tal vez, aún sin quererlo, sintonizar a uno de los malvados villanos en la pantalla de su infancia.

Los mullahs locos estadounidenses

Aprovechemos para recordar una pequeña historia: En el Siglo XIX, a menudo los dirigentes del Tercer Mundo opuestos al control imperial occidental también no solo fueron satanizados sino que se imaginaba que estaban, en cierto sentido, simplemente locos por enfrentar el poderío occidental. Durante toda la última parte de ese siglo, por ejemplo, los británicos enfrentaron a varios «mullahs locos» en el Norte de África.

Más adelante, una tal imaginería emigró con bastante facilidad al Hollywood imperial y de allí a los cinematógrafos estadounidenses. Pero pasó algo extraño: en los años de Vietnam, en esa era de cambios de rumbo, un presidente de EE.UU. expresó, por primera vez, en privado, el deseo de enfrentar la postura de locura reservada anteriormente al enemigo en la cultura estadounidense (e indudablemente también en muchas otras culturas). No se trató sólo de que los críticos en EE.UU. de Richard Nixon estuvieran dispuestos de calificarlo de demente, sino que, en su deseo de terminar la Guerra de Vietnam de un modo victorioso y satisfactorio, estuvo dispuesto a calificarse a sí mismo de loco.

«Lo llamo la teoría del loco, Bob,» dijo el presidente según su asistente, H.R. Haldeman. «Quiero que los norvietnamitas crean que he llegado al punto en el que podría hacer cualquier cosa para detener la guerra. Sólo les haremos llegar la noticia de que, ‘¡en nombre de Dios!, sabéis que Nixon está obsesionado por el comunismo. No podemos controlarlo cuando se enoja – y tiene su mano sobre el ‘botón nuclear’ – y [el líder norvietnamita] Ho Chi Minh en persona estará dentro de dos días en París implorando por la paz.»

Henry Kissinger, el consejero nacional de seguridad de Nixon, estaba igualmente fascinado por una posible ventaja en las negociaciones si el enemigo imaginaba que el presidente era un demente potencialmente capaz de aniquilar el mundo. «Henry hablaba tanto del asunto,» según Lawrence Lynn, asistente de Kissinger, «… que los rusos y los norvietnamitas no correrían riesgos debido al carácter de Nixon.» Lo que hacía que esta fascinación con la idea de un presidente loco fuera más curiosa era que se combinaba con temores de los asistentes y asesores de la Casa Blanca de que Nixon, con el dedo sobre el botón nuclear, podría estar verdaderamente discapacitado o estar llegando al borde del trastorno mental.» «Mi amigo borracho,» «ese lunático borracho,» «esa mente de pánfilo,» o «ese chiflado,» así se refería Kissinger a su persona después de recibir su porción de llamadas beodas tarde por la noche.

Así que, en un momento histórico hace casi cuatro decenios, un presidente desesperado consideró repentinamente que sería conveniente, desde el punto estratégico, que se presentara a sus enemigos como si fuera un potencial carnicero de naciones, un incinerador del mundo (y sus asistentes estaban dispuestos en privado a pensar que lo era). Es decir que el líder de lo que ha sido calificado comúnmente de «el Mundo Libre,», consideraba la posibilidad de presentarse como un emperador demente, un verdadero Ming el Despiadado.

Después de varias décadas, desde el punto de vista presidencial, las cosas han pasado a ser aún más extrañas. Después de todo, ahora hay un presidente quien ha enfrentado abiertamente al mundo, incluso con entusiasmo, como Comandante en Jefe de Técnicas de Interrogatorio Realzadas, de Entregas Extraordinarias y de Encarcelamiento en Ultramar; un vicepresidente que se presentó abiertamente en el Congreso para cabildear contra una ley que prohibía la tortura; y miembros clave del gabinete quienes, desde una sala de conferencias en la Casa Blanca, administraron minuciosamente la tortura, incluso en cuanto a técnicas específicas en casos específicas. ¡Y que me hablen de Ming el Despiadado!

En los años sesenta y setenta, hubo un presidente cuyos críticos llamaban «asesino de bebés» – «esa horrible canción» fue como el presidente Lyndon Baines Johnson se refirió a la cantinela contra la guerra: «Hey, hey, LBJ, how many kids did you kill today?» [¡Eh!, ¡Eh!, LBJ, ¿a cuántos niños mataste hoy?] – y otro más dispuesto a enfrentar esa postura de locura para propósitos de diplomacia privada; y, según se dice, los dos fueron llevados al borde de la demencia privada durante su estadía en el poder. Pero ambos también se sintieron incómodos con la imaginería de su persona y fueron excesivamente torpes en el mundo televisual de la política que ya comenzaba a rodearlos; ninguno se imaginaba «en las películas.»

¿Última aparición en la pantalla?

Usualmente se piensa en Ronald Reagan, un verdadero actor, como el presidente que pasó su tiempo en el cargo representando el papel de su vida, pero, por azar, no fue nada comparado con George W. Bush. Desde el momento en que los ataques del 11 de septiembre de 2001 le dieron su «vocación» como presidente «de tiempos de guerra,» ha estado profundamente enfrascado en la interpretación de su versión caricaturesca del rol del siglo. De hecho, a menudo parecía poco más que un niño grandullón metido de lleno en su propia película de guerra y en recuerdos de juegos de guerra.

Recordemos que, poco después del 11-S, este presidente lanzó su «cruzada, esta guerra contra el terrorismo» con una imagen de un afiche de alguna película genérica de vaqueros de su infancia. («Bush brindó algo de su lenguaje más rudo hasta la fecha cuando le preguntaron si quería ver a bin Laden muerto. ‘Quiero justicia,’ dijo Bush. ‘Y hay un viejo afiche en el Oeste… Recuerdo que decía: Buscado, Muerto o Vivo.'») Durante años, fue evidente que resplandecía al vestirse en público de una manera que recordaba una versión infantil de un juego de guerra. Mientras Abraham Lincoln nunca usó un uniforme y un verdadero general, Dwight D. Eisenhower, guardó el suyo en el closet durante sus años como presidente, Bush singular y repetidamente se presentó en público ataviado en traje militar, pareciendo ante todo el mundo una versión a tamaño natural del personaje original de acción G.I. Joe de 30 cm. – sea «aterrizando» un jet sobre el portaaviones USS Abraham Lincoln, y saliendo en un estilístico traje de vuelo, o apareciendo en chaquetas especialmente hechas a medida con «George W. Bush, Comandante en Jefe» bordado cuidadosamente sobre su pecho, ante una aglomeración de soldados gritando «¡Juaaa!». (En los hechos, más de un fabricante de juguetes produjo figuras de acción Bush al estilo de G.I. Joe.)

Fue evidente sobre todo, desde el 14 de septiembre de 2001 hasta qué punto gozaba de su papel como resuelto líder de EE.UU. en guerra – cuando se subió sobre ese montón de escombros en la «Zona Cero» en Nueva York y, megáfono en mano, mientras lo vitoreaban gritando «¡EE.UU.! ¡EE.UU.!», borró la ignominia de sus acciones en el verdadero día de los ataques. Mientras su vicepresidente y sus máximos asesores se preparaban, sombríos, aunque con entusiasmo, para asesinar a Sadam Husein y aprovechar la oportunidad para crear una presidencia permanente de comandante en jefe, el presidente lo pasaba visiblemente mejor que nunca, tal vez por primera vez desde esas «fiestas salvajes» de su juventud.

Un riachuelo de detalles reveladores sobre su conducta ha afluido hacia nosotros en estos años. Bob Woodward del Washington Post, por ejemplo, nos cuenta que, después del 11-S, mantuvo «su propia marcador personal de la guerra» en un cajón del escritorio en el Despacho Oval – fotos con breves biografías y esbozos de las personalidades de personajes dirigentes de al-Qaeda, cuyas caras tachaba satisfecho cuando eran muertos o capturados. En julio de 2003, frustrado por señales de que la insurgencia suní en Iraq no desaparecía, ofreció impulsivamente su pequeña bravata a los periodistas (como si fuera él quien sufriría el embate de futuros ataques): «Hay quienes se sienten como si existieran las condiciones para podernos atacar allí. Mi respuesta es: ¡que vengan!»

En esos momentos, cuando hablaba o actuaba espontáneamente, existen abundantes indicios de que Bush sentía un placer profundo al verse en el papel de comandante en jefe, y que se ha excitado verdaderamente al hacer cosas características de un comandante en jefe, por lo menos tal como se las imaginaba otrora en el mundo de fantasía de la pantalla de su juventud. Se excitó, por ejemplo, cuando recibió de algunos de los soldados que capturaron a Sadam Husein, la pistola que el dictador portaba en su socavón. En 2004, Matthew Cooper, de TIME, informó: «‘Le gustaba realmente exhibirla,’ dice un reciente visitante a la Casa Blanca, que ha visto la pistola. ‘Estaba realmente orgulloso de tenerla.’ El nuevo lugar de residencia de la pistola es el pequeño estudio al lado del Despacho Oval, al que Bush conduce a visitantes selectos.»

Del mismo modo, volvió de uno de sus breves viajes a Iraq «inspirado» por una reunión con el piloto que disparó el misil que incineró al aspirante a Bin Laden, Abu Musab al-Zarqaui.

De cuando en cuando, durante todos estos años, se pudo vislumbrar precisamente el tipo de personaje caricaturesco de sombrero blanco/sombrero negros que creía representar. Así era cuando estaba en su humor de matón fanfarrón, como ser cuando, en septiembre de 2007, llegó a Australia proclamando en público que EE.UU. estaba «dando una paliza» en Iraq; o cuando, como comandante en jefe, lagrimeaba regularmente con genuina emoción (de película) al distribuir medallas por valentía, algunas póstumas, o incluso cuando discutía su propia versión del «sacrificio» en tiempos de guerra: afirmaba que había renunciado al golf por su guerra. Como dijo a Mike Allen de Politico.com: «No quiero que alguna madre cuyo hijo haya muerto recientemente vea al comandante en jefe jugando golf. Pienso que se lo debo a las familias ser como – mostrar mi mejor solidaridad posible. [sic] Y pienso que jugar golf durante una guerra simplemente envía la señal equivocada.»

Dan Froomkin del Washington Post ha subrayado que incluso el inmaduro sacrificio del golf por parte de Bush, no fue real – siguió jugando, pero eso apenas importa. Lo que es crucial es que toda esta actuación en la vida real sigue emocionándolo, incluso estremeciéndolo. Recientemente, por ejemplo, hizo un discurso de graduación en la Academia de la Fuerza Aérea, donde una vez comparó a Iraq con la Segunda Guerra Mundial (y al hacerlo, implícitamente, a sí mismo con el presidente Franklin Roosevelt y con el primer ministro británico Winston Churchill, cuyo busto ha estado todos estos años en el Despacho Oval). Como comentó el periodista de Associated Press, Ben Feller: «Bush señaló que no era su último discurso de graduación en una academia militar, y pareció saborearlo. Personalmente felicitó a cada cadete mientras los vítores resonaban en todo el estadio.» Nótese la palabra «saborear,» relacionada con los militares y su papel de comandante en jefe. Sus fotos haciendo el tonto con graduados de la Academia de la Fuerza Aérea después de su discurso lo dicen todo.

En todo esto, se puede sentir a un hombre en su propio mundo de burbujas, absorto en, y satisfecho con, su propia actuación – tanto como actor y, como en la infancia, como público. Lo que el general. Ricardo Sanchez ha agregado a esto es la imagen de un hombre quien, incluso en 2004, ya soñaba con el desastre de Vietnam («Este asunto de Vietnam… No podemos enviar ese mensaje.») quien, tal vez al darse cuenta de que su exitazo estaba arruinado, como Richard Nixon antes que él, se mostró dispuesto a mezclar el código del sombrero blanco con el del sombrero negro de su infancia de cine de maneras extraordinarias. Bajo la presión de una guerra que fracasa, en privado y ante sus principales funcionarios, no dudó en adoptar ese papel de «gurú» y en confederar a sus seguidores más cercanos con un llamado a ¡matar!, ¡matar!, ¡matar!

Por cierto fue un discurso alentador. Incluso si Bush sigue exhortando a sus máximos funcionarios a no «pestañear,» los estadounidenses deberían hacerlo. Después de todo, quedan casi ocho meses de su presidencia, y un hombre de una falta de madurez tan sorprendente, que confunde la fantasía con la vida real, y que tiende a estallidos de desafío, bravatas, y ansias de sangre debiera ser tomado en serio. El «mullah loco» de Nixon quedó en privado hasta que comenzaron a aparecer trascripciones de las cintas de Watergate y memorias. Para nosotros, sigue existiendo la pregunta: ¿podrá este presidente jugar una última baza en la pantalla antes de que termine su período, haciendo de «mullah loco» en relación con Irán?

————

Tom Engelhardt dirige Tomdispatch.com del «Nation Institute’s, es cofundador del American Empire Project (http://www.americanempireproject.com/). Ha actualizado su libro: «The End of Victory Culture» (University of Massachussetts Press) en una nueva edición. Editó, y su trabajo aparece en, el primer libro de lo mejor de Tomdispatch: «The World According to Tomdispatch: America in the New Age of Empire» (Verso), que será publicado durante este mes.

[Nota para los lectores: Que yo sepa, el primero que notó el pasaje crucial en las memorias de Sanchez, citado en este artículo fue ese infatigable reportero sobre Iraq, Patrick Cockburn. A diferencia de los pasajes clave en la memoria de Scott McClellan, ésta del libro de Sanchez ha recibido poca atención. Sin embargo, Dan Froomkin (citado en este trabajo), que hace la columna en línea del Washington Post: White House Watch, también señaló su existencia. No es sorprendente. Parece que nunca se pierde algún acontecimiento importante cuando tiene que ver con el gobierno de Bush. A menudo abro su invaluable columna. En lo que a mí respecta, puede ser el ejemplo más impactante del tipo de servicio que un columnista avispado de un periódico importante puede ofrecer en el mundo en línea. Lo considero una lectura diaria obligatoria y la recomiendo encarecidamente. Finalmente, si queréis saber más sobre los Mullahs Locos, películas estadounidenses de guerra, y una cantidad de otros temas de la Segunda Guerra Mundial hasta la Guerra de Iraq, podéis considerar mi libro recientemente actualizado: «The End of Victory Culture.»]