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Washington nunca entendió la revolución de Egipto

Apagar incendios

Fuentes: Al-Ahram Weekly

Traducido para Rebelión por Loles Oliván

Barack Obama elogió la revolución egipcia con su elocuencia habitual. «Los egipcios han dejado claro que solo vencerá una verdadera democracia» declaró. «Fue la fuerza moral de la no violencia -no el terrorismo, ni matanzas sin sentido- lo que inclinó, una vez más, el arco de la historia hacia la justicia».

Habría significado más de haber podido decir que su administración había ayudado a inclinar el arco. Pero, en general, Washington estuvo detrás de la curva de la revuelta: a veces, de hecho, estuvo en el lado equivocado de las barricadas.

Los 18 tumultuosos días de Egipto pillaron a Estados Unidos desconcertado y con la guardia baja. A pesar de una inversión de 35.000 millones de dólares en ayuda militar a Egipto durante más de 32 años, la administración ejerció poca influencia sobre el régimen de Hosni Mubarak y ninguna sobre los millones de personas que le hicieron caer.

Tampoco hubo duda alguna -cualquiera que sean las florituras retóricas- sobre el objetivo principal de Estados Unidos: tras reconocer que el nivel de las protestas significaba que el paso a una era post-Mubarak en Egipto era irreversible, siguió insistiendo, sin embargo, en que la transición debería ser «ordenada»», dirigida por los militares y que garantizase sólidamente el tratado de paz egipcio-israelí, piedra angular de un orden regional estadounidense que las revoluciones en Túnez y Egipto han comenzado a aflojar.

«El núcleo del interés estadounidense en todo esto… es Israel», afirmaba Daniel Levy, ex negociador de paz israelí. Y, «el problema para Estados Unidos es que siendo el portador de la agenda de Israel puede mantener el equilibrio con los autócratas árabes, pero no con los demócratas árabes; eso no lo puede hacer».

Es por eso que el alivio de Washington se percibió cuando, el 12 de febrero, los nuevos gobernantes militares de Egipto anunciaron que respetarían todos los tratados internacionales. Es también el motivo por el cual el primer emisario que Obama envió a la región después de la caída de Mubarak no fue a cumplir con los jóvenes revolucionarios de la Plaza de Tahrir, sino más bien con los viejos gobernantes de Jordania e Israel, dos de los aliados regionales sacudidos por el temblor. «Queremos asegurar a nuestros socios… que nuestro compromiso con ellos… sigue siendo fuerte», dijo un portavoz militar de Estados Unidos.

Unida con respecto al objetivo, la administración estaba dividida sobre las tácticas. A Obama, convencido de que la ola de protestas era real e irreprimible, le preocupaba que si no se respaldaban Estados Unidos pudiera ser recordado con amargura por la siguiente generación y por los posibles dirigentes egipcios. Es por ello que exhortó a Mubarak -en público y en privado- a que cualquier transición «debe ser efectiva» y «debe empezar ahora».

La secretaria de Estado, Hillary Clinton, sin embargo, hizo hincapié en el orden. Impulsada por Israel, Jordania y Arabia Saudí, advirtió de que un movimiento demasiado rápido hacia las elecciones pondría el proceso en riesgo de ser «secuestrado por nuevos autócratas». La referencia era el Irán de 1979, pero también daba crédito al «coco» israelí de que los Hermanos Musulmanes se hicieran con el poder a través del voto libre, a la manera de Hamás en las elecciones palestinas de 2006.

El resultado fue una incoherencia política que no satisfizo a nadie. La juventud revolucionaria de Egipto lo acogió con rechazo, el régimen vio perfidia, mientras que los socios regionales de Estados Unidos olieron a traición aterrados por su aparente disposición a deshacerse de un aliado leal durante 30 años.

Washington parece estar tejiendo con igual opacidad la transición post-Mubarak. El 11 de febrero Obama pidió a los militares que levantaran el estado de emergencia en Egipto y revisaran la Constitución para que el cambio fuera «irreversible». Pero ignoró las exigencias civiles de un consejo presidencial que reemplazase al del ejército y un gobierno de transición que sucediera al gabinete seleccionado por Mubarak. Ello podría llegar a trazar una vía hacia el poder civil. Pero su camino es claramente marcial, con los militares como únicos facultados para marcar el rumbo.

Asimismo, hay rumores sobre una bien engrasada «maquinaria estadounidense promotora de democracia» para dirigir a las «fuerzas laicas de la juventud» egipcia hacia el vacío dejado por el Partido Democrático Nacional y marginar cualquier resurgimiento de los Hermanos Musulmanes. Pero la capción no funcionará. Uno de los ex decanos de Washington, Ayman Nur, declaró a Radio Egipto el 12 de febrero que «el Acuerdo de Camp David [el acuerdo de paz con Israel] se ha acabado… Egipto debe, al menos, renegociar sus términos».

Estados Unidos no parece haber aprendido ninguna de las lecciones de la revolución de Egipto. Preocupado por buscar figuras «de transición» del régimen o autodesignadas que se negaron o no podían hacer la transición, no consiguió ver lo que tenía ante sus ojos: que los jóvenes revolucionarios de Egipto habían trascendido las viejas divisiones ideológicas del liberalismo, el laicismo y el islamismo y en su lugar, la liberadora Plaza de Tahrir se había convertido en el faro de un movimiento nacional y popular que sacudió al régimen hasta su núcleo.

No fue la presión de Estados Unidos lo que obligó a los militares a despojar a Mubarak de sus poderes. Fueron abogados, médicos, trabajadores textiles que tomaron la calle en una avalancha de huelgas, manifestaciones y desobediencia civil no violenta. Las elites militares eran leales a Mubarak, decía un diplomático occidental en El Cairo el 11 de febrero, pero «se hizo cada vez más evidente que no caerían con él».

En segundo lugar, cualquier «democracia verdadera» en el país significará la independencia del extranjero. No está claro cuál será el destino del tratado de paz de Egipto con Israel. Probablemente descansará en el poder de lo que siga siendo un ejército no reformado en el próximo gobierno egipcio.

Pero una cosa está clara; a ningún ejército ni remotamente responsable ante un gobierno civil egipcio elegido se le permitirá nunca más colaborar en el asedio a Gaza, en la entrega a interrogadores y torturadores de las cárceles de Egipto de «sospechosos» señalados por la CIA, o en una farsa de «proceso de paz americana» que ofrece seguridad a Israel mientras coloniza lo que queda de Palestina. En cualquier Egipto libre el alcance de la paz se medirá por el alcance de la retirada de Israel de los territorios ocupados y por el grado de independencia palestina en su territorio.

Tal vez Estados Unidos transmita ese mensaje a sus aliados. Pero pocos en Egipto contendrán su respiración. Y quienes ayudaron a ventilar una chispa en un incendio en la pradera es probable que se encojan de hombros. «Si Estados Unidos apoya la revolución, es bueno para Estados Unidos», dijo Islam Lotfy en The New York Times el día 13 de la revolución. «Si no lo hacen, se trata de un asunto egipcio».

Fuente: http://weekly.ahram.org.eg/2011/1035/eg0204.htm

rCR