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Apuntes desde el confinamiento por coronavirus en Damasco

Fuentes: Al-Jumhuriya English

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Karam Mansour, residente en Damasco, escribe un relato de primera mano sobre la vida en la capital siria, ahora vacía, donde los milicianos patrullan por las calles, las tiendas hacen negocios a hurtadillas y las personas sin hogar han desaparecido repentinamente.

Son las diez de la noche. La oscuridad me envuelve mientras escribo estas palabras, después de que la última vela se agotara hace una media hora. Los cortes de electricidad implican carencia de Internet, la arteria de información que me conecta con el mundo virtual exterior. Me siento desvinculado de mi entorno físico, tengo prohibido salir de mi casa a causa del toque de queda ordenado cada día al dar las seis de la tarde; un toque de queda que se impuso tras las persistentes denegaciones oficiales sobre la presencia de un solo caso de coronavirus en el país. Apenas tres días después de la última negación, los Ministerios de Educación y Patrimonio Religioso suspendieron las clases en todas las escuelas y comenzaron a cerrar mezquitas inmediatamente después de la oración, aunque  las autoridades continuaron diciendo que no había Covid-19 en Siria.

Estas negaciones prosiguieron en días posteriores, a pesar de la emisión de nuevas decisiones que dejaban en suspenso la vida pública y prohibían las reuniones. Se ordenó el cierre de todos los restaurantes y cafeterías de la capital, y muchas instituciones gubernamentales dejaron de funcionar. Estas medidas tuvieron el efecto de detener la vida en Damasco, que jamás había visto sin sus cacofonías y multitudes. Poco a poco, esas decisiones comenzaron a ralentizar el pulso de la ciudad hasta que otro decreto impuso un toque de queda nocturno y suspendió toda actividad, excepto las relativas a los alimentos. La capital se hundió en un silencio y cautela como nunca antes había visto.

Ahora, este silencio es lo único que vaga por las calles y callejones de Damasco, interrumpido solo por el sonido de la marcha de los soldados, armados hasta los dientes como para emprender un tiroteo con el virus. El toque de queda se impuso hace unos días, con patrullas policiales acompañadas por milicianos de la “Defensa Nacional” en busca de infractores. Ya no escuchamos ningún ruido, excepto las conversaciones de esos soldados y los ladridos de perros callejeros, que ahora disfrutan de más libertad que los humanos por las calles de la capital.

En Facebook, la gente sugiere formas de aliviar el aburrimiento de estar confinado en casa. Algunos recomiendan videojuegos, otros hacen listas de películas y series de televisión y dónde pueden encontrarse online. Todo esto me parece un lujo gratuito. La llegada de la electricidad debería utilizarse de forma más seria, como seguir los últimos decretos que controlan nuestros movimientos tanto dentro como fuera de casa. Desde la habitación de al lado, mi hermana grita: “¡A partir del domingo, la gente del campo tiene prohibido entrar en las ciudades!” Esto significa que la mayoría de los residentes de los barrios de clase trabajadora, incluidos los del este y oeste de Ghuta, no podrán entrar en Damasco hasta nuevo aviso. A pesar de la justificación dada para esto, con el argumento de imponer el “distanciamiento social”, no puedo evitar que me recuerden la noción del binario urbano-rural y el trato degradante que sufren las personas de las áreas rurales cada vez que se adentran por las ciudades.

Cuando la electricidad llega finalmente a nuestra casa, en un vecindario de la periferia de Damasco, nos sumergimos en el océano azul de Facebook para ver las últimas noticias. “1.000 muertos por coronavirus hoy en Italia”. Mi madre se vuelve hacia el cielo con los brazos abiertos: “Querido Señor, si tanta gente muere en la Europa desarrollada, ¿a cuántos matará cuando nos alcance? Querido Señor…” Mi madre considera el virus como si fuera un huracán, con el miedo y la oración como únicos medios de enfrentarlo.

A lo largo de estos nueve años de matanzas en Siria hemos prestado poca atención al número de víctimas fuera de nuestras fronteras. La muerte en nuestro país, inmensa y siempre presente, ha sido nuestra única preocupación, distrayéndonos de sucesos y víctimas en otros lugares. Hoy, sin embargo, nos sentimos más conectados con el mundo exterior; el virus nos ha convertido en víctimas a todos, independientemente del país en el que nos encontremos. El número de muertos en Italia y China, y la velocidad con la que el virus se extendió por toda Europa  avivó aún más nuestras preocupaciones sobre un posible brote aquí. Comenzamos a hacer el seguimiento de la cantidad de casos en todo el mundo, sintiendo simpatía y preocupación por ellos a pesar de nuestra separación geográfica. Recibíamos la noticia de la propagación del virus del mismo modo en que solíamos escuchar la noticia de que los shabiha prorégimen entraban en esta o aquella ciudad siria, a la espera del recuento de víctimas. Ahora los muertos están en lugares nuevos y los shabiha se han convertido en un virus que asola todo el planeta mientras observamos con miedo y sospecha: ¿han invadido ya las brigadas de la Covid-19 nuestro país?

El toque de queda ha dado un cierto sentido de justicia poética a quienes huyen del servicio militar obligatorio o se esconden de las autoridades por actividad política disidente. Ahora, millones de personas están pasando por la misma cuarentena que ellos ya se habían impuesto por miedo a que les arrestaran.

Un hombre que conozco está siendo buscado por la rama de seguridad militar, por lo que vive escondido y con un miedo constante ante la posibilidad de que le detengan. Me cuenta que siente una especie de justicia cuando ve que todo el mundo esta encerrado en su hogar, y agrega que hace mucho tiempo que se acostumbró al aburrimiento que otros están experimentando ahora. Mientras hablábamos del miedo al arresto, las imágenes de los detenidos pasaban por mi mente. ¿Qué pasa si el coronavirus se introduce en sus células?

El miedo a la pandemia llevó a Bashar al-Asad a emitir una amnistía general por crímenes cometidos antes del 22 de marzo de este año, pero esta amnistía no incluía a los detenidos políticos arrestados por las ramas de seguridad, a quienes el régimen no reconoce en absoluto. Poco después, otro decreto despidió a numerosos oficiales superiores y suboficiales a los que seguía reteniendo después de su servicio militar obligatorio; algo que venían exigiendo en vano desde hace años. Estas medidas avivaron aún más las ansiedades y las preguntas sobre la extensión de la propagación del virus y la probabilidad de un brote masivo.

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Las autoridades están ocultando datos. Un círculo de preocupación y sospecha nos envuelve como un halo. Escuchamos informes contradictorios. “¡Tres casos descubiertos en el hospital al-Mujtahid!” dice alguien. La gente hace circular mensajes de voz por WhatsApp de enfermeras que revelan el número de muertes en el Hospital al-Muwasat. Más tarde, una fuente médica oficial niega estas afirmaciones, atribuyendo las muertes a la neumonía. Las medidas oficiales; los relatos contradictorios; la falta total de confianza en la credibilidad de las cifras del régimen incluso entre sus leales; todo esto exacerba nuestros miedos día a día.

Dentro de los hospitales no pasó mucho tiempo antes de que se emitiera una circular que prohibía la difusión de información médica fuera de los centros de salud, la toma de fotos con teléfono móvil e incluso hacerse amigo de los enfermos, según numerosas personas que trabajan en ellos. En cualquier caso, los estudiantes de medicina de quinto y sexto año están obligados a cumplir sus turnos en los hospitales a pesar de que el transporte público está suspendido.

Muchos de estos estudiantes llegan temprano por la mañana tras haber tenido que subirse en camiones de transporte de verduras; los únicos vehículos permitidos en Damasco desde las zonas rurales circundantes. Algunas personas, especialmente quienes viven en suburbios cercanos, van en bicicleta al trabajo. Los taxis exigen ahora cuatro veces su tarifa habitual, lo que es insostenible para los viajeros diarios de bajos ingresos. Las clínicas de cosméticos y depilación han permanecido abiertas, con la condición de que se conviertan en centros de salud que ofrezcan servicios médicos. Algunos de esos centros en Damasco han cumplido esa misión, mientras que los que están fuera de la capital han optado por cerrar sus puertas.

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La cuarentena impuesta mediante decretos oficiales y el incremento del racionamiento eléctrico nos han dado un sentido diferente del tiempo. El final oficial del día es a las seis de la tarde, cuando entra en vigor el toque de queda nocturno. La reducción de cada día a las doce horas en que es posible salir de la casa ha cambiado nuestro concepto de tiempo. Las doce horas se dividen en cuatro grupos de tres horas, que se alternan entre los cortes de electricidad. Algunos de nosotros salimos de la casa todos los días en busca de los productos básicos para el hogar, mientras que el resto se queda dentro para aprovechar las horas de electricidad, sobre todo ante la grave escasez de combustible.

Es decir, nuestro día comienza ahora tan temprano como el de los agricultores. Nos levantamos a las 6 de la mañana y programamos nuestro itinerario de acuerdo con los cortes de electricidad. Después de salir de la casa, tengo cuidado mientras camino para no tocar ninguna pared o superficie. Después de años de vivir sin preocupaciones, considerando que es inevitable haber entrado en contacto con cosas durante todo el día, mi cuerpo tiene una nueva sensación de centralidad. Soy más consciente de sus límites y me aseguro de no tocar nada fuera de ellos. Antes solía temer cosas bien diferentes: un balcón en ruinas alcanzado por una granada de mortero que pudiera derrumbarse sobre mí; un auto sospechoso estacionado que podían hacer detonar cuando pasaba por delante; o una patrulla policial al acecho en este o aquel barrio. Ahora, estos temores han disminuido o se han visto eclipsados ante el miedo al coronavirus.

En las calles de la capital ya no se ven personas sin hogar. En el pasado inundaban la ciudad como consecuencia de una situación económica terrible. Dormían en los parques públicos o en las esquinas de las calles, bajo mantas sucias en el mejor de los casos. Sin embargo, una vez que se declaró el toque de queda, han desaparecido sin dejar rastro. El gobernorado de Damasco obligó a la mayoría de ellas a mudarse a otras ciudades cercanas, mientras que las pocas que quedan son atendidas por organizaciones benéficas a través del Ministerio de Asuntos Sociales y Trabajo.

Después del cierre de todas las tiendas en las zonas controladas por el régimen, a excepción de las tiendas de alimentación, esta parálisis ha reestructurado muchas de las relaciones económicas entre compradores y vendedores. Caminando por el mercado de electrónica de al-Bahsa, o la calle Rami, donde también venden electrodomésticos, todas las puertas de las tiendas están cerradas. Reina un silencio absoluto, tan solo roto por unos cuantos jóvenes que te miran como si te reconocieran, para que comiences a pedirles lo qué necesitas. Ocultan sus identidades como dueños de tiendas o empleados, esperando que comiences a hacer las preguntas. “¿Cuánto tiempo durará este confinamiento? ¿Dónde puedo comprar tal y cual? Sin lugar a dudas, la respuesta es: “Está disponible, puedo conseguírtelo en cinco minutos”; al doble de su precio, por supuesto.

Todas las formas de compra y venta recuerdan ahora el mercado negro o la economía sumergida, donde las cosas se obtienen con el secretismo del hachís o los tranquilizantes. El vendedor tiene un control total sobre el precio y la calidad de sus productos, y usted, como comprador, no puede protestar, negociar o incluso buscar opciones alternativas, con un suministro tan limitado como el que hay. Esta forma de comercio encapsula perfectamente la realidad de Siria, donde existen leyes en el papel pero es el mercado negro el motor central de la economía.

Mi barbero del barrio ha logrado sortear la cuarentena con una estratagema que él piensa que es inteligente. Atiende sus citas temprano en la mañana, y los clientes entran uno a uno en su antigua casa adyacente a su barbería; entran por la cocina y luego pasan a la barbería por la puerta trasera. Las patrullas policiales que pasan creen que la tienda está cerrada, aunque en realidad los clientes se reúnen adentro, beben té de mate, fuman shisha y se cortan el pelo. Naturalmente, el barbero no deja de recordarles que guarden el secreto para sí mismos.

Los mecánicos de coches también cerraron sus garajes, sustituyéndolos por una bolsa como la de un paramédico. Reparan vehículos dentro de callejones estrechos fuera de la vista de la policía. La vida continúa como antes, solo que ahora está oculta a las autoridades y es dos o tres veces más cara.

Vuelvo a casa en autobús. Nos empujamos unos a otros cuando llega, como si el virus dejara de existir cuando uno necesita un asiento. Los que consiguen asientos sonríen triunfantes. La radio transmite amenazas del gobierno contra cualquiera que viole el toque de queda; mientras tanto, estamos ocupados recogiendo los billetes de todos los pasajeros. El locutor de la radio está hablando con el juez supremo de la sharia, Mahmud al-Marawi, que dice que violar las directivas del gobierno es una violación de la propia ley de Dios, ya que desobedecer a quien nos tutela es pecado. El discurso oficial no ha cambiado ni una pizca en cincuenta años, manteniendo siempre ese tono de custodia condescendiente. Solo el gobierno sabe lo que nos conviene; nosotros, la gente, somos demasiado ignorantes para decidir por nosotros mismos.

Nos detenemos en un punto de control y el conductor baja la radio. Una larga fila de coches se extiende como una hilera de hormigas, cada uno de los cuales pasa a un ritmo determinado siguiendo el movimiento de la mano del soldado. A veces, esa mano está ocupada con una llamada telefónica o tratando de encender un cigarrillo. En otras ocasiones, el soldado inspecciona las identificaciones de los conductores con matrículas de Idlib o Deir al-Zor, o pierde más tiempo admirando descaradamente a una pasajera del autobús. Cada uno de nosotros es rehén de la mano de este soldado, la mano que decide si se nos permite o no pasar al área siguiente.

Desde el momento en que comenzó la campaña contra el coronavirus, el aspecto de estos puntos de control cambió. Los soldados todavía visten sus uniformes de color caqui y enarbolan sus rifles, solo que ahora usan también mascarillas y guantes. Según un soldado, este nuevo atuendo médico debe considerarse como parte del uniforme, sin prestar atención al propósito que se supone servir: se permite que la mascarilla se use alrededor el cuello, en lugar de sobre el rostro, pero bajo ninguna circunstancia un soldado puede violar el decreto eliminándola por completo.

El soldado abre la puerta del autobús y suelta lo que supone que es una broma: «¿Alguien aquí tiene corona?” La mayoría de los pasajeros responden con idénticas sonrisas complacientes. Me recuerda la pregunta que solían hacer en los puntos de control en los primeros días de la revolución: “¿Tienes Facebook?”

La puerta del autobús permanece abierta mientras el soldado busca un cigarrillo en su bolsillo, una tarea que los obligatorios guantes hacen más difícil. Enciende su cigarrillo y nos echa el humo a la cara, mira al conductor y dice: “Adelante”. Estas palabras nos brindan un gran consuelo, ya que significan que no hay inspección ni identificación y nos dan más tiempo para llegar a casa antes de que comience el toque de queda a las seis.

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Acerca de Facebook, se habla mucho de solidaridad global, tolerancia y unidad, junto con invitaciones para disfrutar de nuestro tiempo a solas y el aislamiento impuesto por la pandemia. Nada de esto sirve de consuelo a los sirios, a quienes se les niega la serenidad de la introspección durante su soledad. Todo lo que la nueva situación ha hecho es aumentar nuestro miedo y pánico, no solo por el virus en sí, sino también por sus efectos calamitosos en nuestra vida cotidiana y nuestro bienestar. Los sirios estamos exhaustos, y el confinamiento ha vaciado nuestros bolsillos de lo poco que nos quedaba, poniéndonos ahora ante la posibilidad de morir de hambre.

Las directivas, videos y declaraciones oficiales continúan llegándonos a raudales, advirtiendo contra el contacto con otras personas y ordenando que todo se desinfecte. En general se respetan hasta que se llega a las puertas de una tienda, o “establecimiento del consumidor”, administrada por el gobierno o a una panadería. Allí, todos los estándares de cuarentena dejan de existir. Los estómagos vacíos son sordos a los consejos médicos, y solo buscan su sustento diario antes del toque de queda al final del día. Muchas personas pasan las primeras horas de la mañana haciendo fila en el establecimiento del consumidor, tratando de comprar productos a precios subsidiados para poder escapar de la inflación de los comerciantes privados. Aunque el establecimiento solo ofrece productos de segunda o incluso de tercera categoría, las cuestiones relativas a la calidad se han convertido en un lujo para quienes tienen los bolsillos vacíos, de tal manera que recuerda a la década de 1980, cuando los plátanos y las cajas de pañuelos se consideraban artículos para opulentos en Siria.

Puede que el mundo esté aterrorizado ante esta pandemia, pero las personas aquí, en Siria, están aún más preocupadas por su sustento diario. Hay ahora un miedo real a la indigencia y al hambre, dada la gran ansiedad existente acerca de la capacidad del régimen para tomar las medidas económicas necesarias para satisfacer las necesidades diarias de las personas, especialmente a la luz de la grave escasez de combustible y el colapso de la moneda local. La pobreza de los sirios hoy es diferente a cualquier otra en el pasado. Un gran número de personas depende completamente de transferencias de efectivo y remesas de familiares en el extranjero. Sin embargo, el mundo entero ha entrado ahora en su propia recesión económica, y transferir dinero a Siria se ha vuelto mucho más difícil desde que los locutorios de transferencias cerraron en respuesta al brote, privando a muchas de las únicas fuentes de ingresos que les permitían sobrevivir. Agreguen a esto las carencias de equipamientos médicos en los hospitales públicos; el alto coste de los servicios médicos en los privados; y el constante hacinamiento y la escasez de medicamentos que afligen a todos. Un miedo silencioso reina hoy en Damasco porque el espectro de la muerte por enfermedad o hambre está adueñándose de todos.

(Traducido del árabe original al inglés por Moayad Hokan y Alex Rowell)

Fuente:

https://www.aljumhuriya.net/en/content/notes-damascus%E2%80%99-coronavirus-lockdown

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