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Artur Mas, un trampantojo nacionalista

Fuentes: Rebelión

La eclosión del independentismo en Catalunya ha abierto un nuevo escenario político que se explica por la frustración derivada de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía, por la insatisfacción ante la existencia de un déficit fiscal que debería corregirse, y, sobre todo, por los efectos de la crisis económica que han […]


La eclosión del independentismo en Catalunya ha abierto un nuevo escenario político que se explica por la frustración derivada de la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Autonomía, por la insatisfacción ante la existencia de un déficit fiscal que debería corregirse, y, sobre todo, por los efectos de la crisis económica que han traído sucesivos recortes de los derechos sociales, laborales y cívicos, que han creado una situación de emergencia social, de aumento generalizado de la pobreza y desconcierto y falta de confianza en el futuro. Junto a ello, también ha contribuido al fortalecimiento del independentismo, las sucesivas declaraciones y tomas de actitud de la caverna españolista, hija del franquismo, que ha bombardeado con insultos, tergiversaciones, mentiras, agresiones gratuitas y descalificaciones, casi todas las discusiones sobre la relación entre Cataluña y el resto de España. Sin olvidar el dominio informativo del nacionalismo, que controla todos los medios de comunicación públicos (desde la radio, pasando por los tres canales de TV3, y BTV), o es apoyado explícitamente por la mayoría de los medios privados catalanes, incluyendo el imperio de los Godó (La Vanguardia, 8tv, etc), ayer franquista, y, hoy, compañero del independentismo.

La campaña del PP recogiendo firmas contra el Estatuto de Autonomía causó también un enorme daño en el mantenimiento de los lazos entre Cataluña y el resto de España, pese a que (no hay que olvidarlo) sólo consiguió recoger cuatro millones de firmas, cifra que, pese a su importancia, revela con claridad que esa agresividad contra Cataluña es muy minoritaria entre la mayoría de la población española. No debe extrañar que esos gestos sean aprovechados por el independentismo catalán más radical que apuesta por el enfrentamiento y por la crispación como una forma de ganar adeptos, porque, de hecho, ambos sectores se necesitan y se alimentan mutuamente, generando una dinámica de agravios que tiene la virtud de ocultar los problemas sociales y la incompetencia de los gobiernos de Madrid y Barcelona para encontrar una salida a la crisis. Además, se están mostrando ahora los límites de la transición de la dictadura franquista a la democracia, transición ayer tan elogiada por el nacionalismo como, hoy, denostada. Pero, contrariamente a lo que divulga el nacionalismo mayoritario, Convergència es corresponsable de la construcción de un Estado que, en lo sustancial, salvaguardaba los privilegios de la burguesía.

En el independentismo conviven diferentes sectores, desde el nacionalismo tradicional, conservador, identificado con Convergència, pasando por otro representado por ERC (con una evidente tendencia hacia el conservadurismo social, pese a su nombre), hasta un nacionalismo identitario que puede derivar rápidamente hacia la xenofobia e incluso hacia posiciones autoritarias, muy peligrosas; también, sectores de izquierda, como el representado por las CUP, y muchos ciudadanos progresistas identificados hasta ahora con el PSC y, parcialmente, con ICV y EUiA, desencantados de la deriva derechista que han aplicado los últimos gobiernos, tanto del PSOE como del PP. Ese conglomerado confuso, contradictorio, está dirigido por el nacionalismo conservador, y, cuando Catalunya está en una situación de verdadera emergencia, es lícito preguntarse: ¿qué ha pasado para que, en España, el territorio que concentraba buena parte de las energías progresistas y de izquierda esté hoy en manos de un neoliberal como Artur Mas?

Mas, que habla ahora del «mandato de la calle», no dijo nada semejante durante las movilizaciones del 15-M, que tuvieron una enorme repercusión, ni tampoco con las multitudinarias protestas sindicales por los efectos de la crisis y la acción de los gobiernos de Zapatero, Rajoy y el suyo propio. La voz de Mas, centrado ahora en el fortalecimiento de la opción independentista, por tierra, mar y aire, empeñado en mostrar la imagen más hosca posible de España, reflejando siempre en los medios de comunicación que controla el rostro del viejo centralismo español, siempre agresivo con Catalunya, es amplificada por todos los altavoces nacionalistas, que insisten en propagar que una idea federal de España ya no es posible, como si poseyeran el don de la profecía y del control del futuro.

Por supuesto, el derecho a decidir que reclama Mas es sólo para aquellas cuestiones que así lo considera el nacionalismo conservador: no hay derecho a decidir sobre los recortes, como reclaman los sindicatos, ni hay derecho a decidir sobre apuestas tan absurdas, y socialmente nocivas, como la que sustituye a Eurovegas, ni sobre la reforma del Port Vell de Barcelona, entregada a manos privadas.

¿Quién, desde la izquierda, puede creer a Artur Mas, un dirigente neoliberal, profundamente conservador, que ha sido punta de lanza en el ataque contra muchos derechos de los trabajadores, en el recorte del Estado del bienestar, en la apuesta por la privatización de la sanidad y la educación, impulsor de negocios turbios, casinos y organismos corruptos y especulativos, sospechoso de complacencia con la corrupción de su propio partido, y que, incluso, acaricia la idea de la privatización del mismo Estado que, hipotéticamente, aspira a crear? Porque, además, la propuesta del independentismo es una apuesta tramposa: en el horizonte nacionalista, se observa, con grandes dosis de oportunismo, la convocatoria de un referéndum, que, si lo perdieran, podría repetirse unos años después, y todavía otras más en el futuro… mientras que, en la hipótesis de ganarlo, nunca más se celebraría una consulta. Sin embargo, pese a esa evidencia, la cuestión del derecho de autodeterminación debe ser defendida por la izquierda, y el PSUC planteó esa propuesta ya en los años de la clandestinidad, que debe ir unida a la apuesta por una república española federal y por el internacionalismo: las tres cuestiones son imprescindibles para la izquierda.

La derecha españolista y la derecha catalanista coinciden en muchas cosas, entre otras, en una idea de España o Cataluña por encima de clases sociales, por encima de la ideología, como si las dos entidades fueran «artefactos» eternos que explican lo que fuimos, somos y seremos, y no construcciones sociales que podemos cambiar. Los pueblos también se equivocan, y, por eso, ese camino nacionalista, empedrado de equívocos, envuelto en la bandera y en la retórica del «nosotros solos», que ha pasado en semanas de la reclamación del concierto económico a la demanda del pacto fiscal y, finalmente, a la exigencia de un Estado propio, no debería cosechar más apoyos entre los trabajadores y los ciudadanos. Se argumenta desde el independentismo, e incluso desde algunos círculos de izquierda, que la apuesta por una España federal no tiene posibilidades, puesto que no existen apenas ciudadanos que la defiendan más allá del Ebro. Pero no sólo es una afirmación inexacta (crece el apoyo a la república en toda España, y el federalismo es defendido por Izquierda Unida, y por otras fuerzas menores, y en el propio PSOE se está debatiendo la cuestión), hay que recordar, además, que, apenas seis meses antes de la proclamación de la Segunda República española, tanto la derecha como la mayor parte de la izquierda creía que apenas había republicanos en España.

Urge la construcción de un nuevo Estado, que acoja las necesidades de los diferentes pueblos de España, y que contemple la proclamación de una república federal, inserta en una Unión Europea que también debe cambiar, porque la apuesta liberal en Europa conduce al desastre. Más allá del engaño de Mas y Convergència de «fer passar bou per bèstia grossa», la solidaridad es el camino, y no sólo entre los pueblos de España, sino entre los ciudadanos, porque no debe olvidarse que centenares de miles de personas, millones, lo están pasando mal. No es sencillo, desde luego, pero ¿desde cuándo la izquierda y los comunistas se rindieron ante las dificultades? Una España federal no sólo es necesaria, sino que es perfectamente posible.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.