Cuando abandoné mi hogar en el barrio de Shuja’iyya de la Ciudad de Gaza para trasladarme al barrio vecino de Zeiytoun, sabía que esa no sería la única parada en el desplazamiento forzoso de mi familia. Me parecía obvio lo que vendría a continuación. Estaba convencido de que Israel aprovecharía esta oportunidad para acabar con la presencia palestina en Gaza y expulsarnos al Sinaí. Eso es lo que siempre ha deseado y lo único que se lo ha impedido ha sido la negativa de los dirigentes árabes.
En esta ocasión, sin embargo, todo parece evidente y planeado por adelantado. Esta vez existe el peligro real de que perdamos nuestra patria, posiblemente para siempre, y nos veamos obligados a ir a Egipto. Nuestra única alternativa es arriesgarnos a quedarnos y morir. Nos obligan a abandonar nuestros hogares destruidos. Nos obligan a abandonar nuestros recuerdos sepultados bajo los escombros. Nos obligan a abandonar los sueños que construimos en esos hogares.
Tras salir del norte de Gaza en dirección sur nos instalamos en Jan Yunis, pero, a pesar de que el ejército lo designara como “zona segura”, no me hacía ilusiones pensando que nos quedaríamos allí mucho tiempo. Pronto Jan Yunis sería también vaciado de sus habitantes, forzados a seguir hacia Rafah, en la frontera con Egipto. Y después de que Jan Yunis se quede sin población –una vez que sus infraestructuras hayan sido diezmadas, sus edificios aplastados y quienes quedaron atrás asesinados– entonces será el turno del desplazamiento forzoso de Rafah, pero esta vez fuera de Palestina y todos nos convertiremos en refugiados.
La huida de Jan Yunis
El viernes pasado* nos despertó en Jan Yunis un fuerte bombardeo. El sonido era cercano y aterrador. A pesar de que Jan Yunis había estado expuesto a un fuego considerable las semanas anteriores, todavía se podía decir que las condiciones eran relativamente estables, porque la naturaleza del bombardeo fue menos intensa en esa parte de la Franja y no duró las veinticuatro horas del día. Pero la situación había cambiado.
Las bombas caían ahora en todas partes. El suelo temblaba. Cualquiera que se encontrara en el interior de su casa perdía pie por la fuerza de las explosiones cercanas. Todo este bombardeo ocurrió de madrugada, entre las cinco y las seis de la mañana. Hacia las siete, el ejército de ocupación empezó a llamar a nuestros teléfonos móviles. Todas las personas que se encontraban en esa zona de Jan Yunis recibieron la misma llamada, avisando a los residentes de que huyeran.
“Su zona de residencia se ha convertido en un peligroso campo de batalla. Deben evacuar el área inmediatamente hacia las zonas seguras indicadas por las Fuerzas de Defensa de Israel” (sic), decía la grabación del ejército. Una de dichas áreas era la llamada al-Mawasi, al oeste de Jan Yunis y se extendía hacia el sur a lo largo de la costa hasta Rafah.
Al principio decidimos no movernos, porque no teníamos ningún lugar adonde ir que pudiera alojarnos a nuestra familia, compuesta en su mayoría por mujeres, niños y ancianos. Éramos ocho conviviendo en la misma casa (mi familia, compuesta por cuatro personas y la de mi suegro, otras cuatro). Decidimos que no iríamos a ninguno de los refugios para desplazados, donde las condiciones son tan deplorables que los más mayores y frágiles no sobrevivirían. Mi madre está vieja, es diabética y sufre del corazón. También está ciega. Decidimos quedarnos todos.
Nos mantuvimos firmes hasta las últimas horas de ese mismo día. Yo salí a la calle para observar cómo estaba respondiendo la gente a los avisos del ejército. Y lo que vi fue una huída en masa de personas tirando de sus maletas y buscando carros de tracción animal para transportar sus pertenencias. Los más afortunados conseguían acceder a un coche o un camión, pero la mayoría avanzaba a pie, cargando bolsas, maletas, mochilas, bombonas de propano, colchones y alimentos básicos como harina.
Regresé a la casa en la que nos quedábamos y conté a mi familia que todo el mundo estaba recogiendo y marchándose. Apenas unas cuantas casas quedaban con sus habitantes dentro. Entonces Israel bombardeó dos casas de nuestro bloque residencial. La fuerza de la explosión hizo añicos las ventanas de la nuestra. Nubes de humo llenaron la habitación y mi madre y mi hijo pequeño empezaron a toser incontrolablemente. Bajamos frenéticamente a la calle en un intento de huir del humo. Estaba por todas partes, una niebla gris que arrastraba polvo y olor a pólvora. No nos veíamos ni podíamos ver nada delante de nosotros. Gritábamos los nombres de los demás e intentábamos mantenernos unidos. Aquellos momentos fueron de los más aterradores que he vivido nunca, y las explosiones ni siquiera estaban tan cerca, ya que decenas de casas nos separaban de los objetivos bombardeados.
El blanco del ataque había sido el edificio de cuatro plantas perteneciente a la familia Siam. La bomba mató a más de quince personas, la mayoría de ellas mujeres y niños. Una anciana surgió de entre la devastación, con la ropa de casa cubierta de polvo, una mano medio amputada, pero aún viva. Estaba de pie y chillaba sin control.
“¡Salvad a mis hijos! suplicaba a las personas de la calle que habían acudido al lugar. Nadie se atrevía a entrar por una simple razón: el ejército israelí ahora dispara contra los edificios dos veces: el ataque inicial pretende destruir la casa y el segundo matar al máximo número posible de personas. Esta práctica se ha hecho tan habitual que los habitantes de Gaza se han acostumbrado a esperar el segundo ataque antes de lanzarse a buscar supervivientes.
La anciana seguía chillando, suplicando y agarrándose a quienes tenía cerca sin parar de sangrar. Esa noche tomamos la decisión de abandonar Jan Yunis. La estrategia de terror israelí para obligarnos a huir estaba funcionando. El ataque fue deliberado, una forma de decirnos: esto es lo que os ocurrirá si decidís quedaros atrás.
La vida en Rafah
Empaquetamos frenéticamente todo lo que podíamos llevar con nosotros: agua y comida, algo de harina, arroz y lentejas, aquello que ya no está disponible en toda Gaza. Cogimos lo que pudimos y olvidamos lo que olvidamos en nuestra desesperada evacuación.
Uno de nosotros llamó a un amigo que tenía un camión. En una hora estábamos metiéndolo todo, no solo a mi familia y la de mi suegro, sino a los habitantes de todo el edificio de tres plantas, incluyendo a mi hermano y mi tío, todos apretujados en el camión. Esa mera imagen ya nos asustaba porque sabíamos que los aviones de guerra y los drones podían atacar cualquier cosa que se moviera o pareciera sospechosa.
El viaje a Rafah fue desolador. Innumerables personas hacían el camino a pie, cargando en los brazos toda su vida; muchos intentaban pararnos y nos suplicaban que les lleváramos. Pero no había sitio pues ya estábamos apiñados con nuestras pertenencias, unos encima de otros.
La carretera principal entre Jan Yunis y Rafah, la llamada Salah al-Din, había sido bombardeada por aviones de combate israelíes el viernes de madrugada, así que quienes huían de Jan Yunis tenían que dar espantosos rodeos que los llevaban a través de campos de cultivo y caminos de tierra sin iluminación, caminando de noche en total oscuridad.
Mi suegro llamó a una hermana que vive en la ciudad de Rafah, en el campo de refugiados de Yibna, para preguntarle si tenía una casa donde pudiéramos alojarnos. Le dijo que ella misma había huido de su casa a un lugar más seguro después de que un bloque de viviendas cercano fuera alcanzado por un ataque aéreo que hizo que la puerta de su casa saltara por los aires y que los marcos de sus ventanas cayeran y se hicieran añicos, rompiendo las baldosas de debajo. Pero no teníamos más opción que ir a esa casa abandonada, o arriesgarnos a acudir a los refugios desbordados de Rafah.
Llegamos al paisaje desolado de Yibna. La mitad de los edificios del campo de refugiados estaban destruidos y la otra mitad de los residentes había huido aterrorizada; y era ahí donde íbamos a quedarnos. Toda la zona estaba desierta y parecía como si fuéramos las únicas personas del mundo, atrapadas en una existencia infernal.
La casa en la que nos quedábamos ya no era una casa. Las ventanas habían salido despedidas de sus marcos. Ratas y ratones llenaban el lugar y dormimos junto a ellos la primera noche. El agua –que habíamos podido conseguir en Jan Yunis tras largas horas de espera en interminables colas– era imposible de obtener aquí al no poder acceder a las estrechas calles bombardeadas para llegar a los camiones cisterna. Llevábamos cierta cantidad de agua potable, pero el arduo viaje nos había dejado resecos. Bebimos al llegar, sin saber que no podríamos conseguir más.
Nos percatamos de eso al día siguiente y comenzamos a racionar la poca agua que nos quedaba. Entre todos teníamos que compartir tres litros. Fue un milagro que pudiera conseguir un poco de agua hervida para la leche de fórmula de mi bebé, después de aventurarme en la ciudad de Rafah con un litro de agua y una tetera, buscando algún comerciante que tuviera acceso a un fuego para hervir el agua que llevaba. Tuve que esperar media hora hasta que hirvió, después de lo cual volví caminando a donde estábamos refugiados y pude verterla en un termo para conservar el poco calor que le quedaba.
Dejé detrás a mi familia en Jan Yunis, hermanas y hermanos. Algunos residían en partes seguras de la ciudad, cerca del Hospital Europeo, pero mi hermana vivía en la zona de Qarara, uno de los primeros objetivos de los ataques israelíes. La llamé para ver cómo se las arreglaba y me contó que ahora vivía en la calle. Se marcho de Jan Yunis con su familia y llegó a Rafah a pie, pero cuando preguntó por los refugios la dirigieron a una escuela sobresaturada que no tenía sitio para ella o su familia. Levantaron una tienda en la calle, frente a la escuela.
Nuestra nueva Nakba
En el escaso tiempo que tuve para acceder a las noticias me enteré de que el bloque residencial en el que nos alojamos en Jan Yunis había sido destruido por completo. Si nos hubiéramos quedado ninguno de nosotros estaría vivo. También recientemente oí en una radio local que Egipto podría verse obligado a aceptar la entrada de algunos refugiados palestinos. Se trata de un asunto que Egipto consideraba no negociable al inicio de la guerra. Ahora algunos funcionarios egipcios hablan abiertamente de esa posibilidad.
Parece que esa será nuestra suerte en el futuro próximo. Después de lo que han hecho con Jan Yunis, matando a todos cuantos se negaron a abandonar sus hogares, los tanques israelíes dirigirán sus miras a Rafah. El pueblo palestino recibirá la orden de huir a la frontera egipcia, y con ello Israel creará una nueva generación de refugiados.
Y en esas estamos, documentando la nueva Nakba con nuestras manos antes incluso de que tenga lugar, anticipando sus próximos pasos a sabiendas de que perderemos nuestras tierras y nuestras casas. Las casas que hemos dejado atrás en Gaza ya han quedado reducidas a escombros, pero para nosotros esos escombros serán más preciosos que toda la tierra del mundo. No encontraremos consuelo en cualquier tierra extranjera a la que vayamos a parar. Esta es la tierra a la que amamos, y esta es la tierra que hemos sido obligados a dejar precipitadamente para escapar de la muerte.
Nuestra Nakba está siendo registrada por nosotros mismos en tiempo real para que el resto del mundo la contemple. Todos pueden ser testigos de nuestra matanza y nuestra muerte colectiva. Nuestros sueños eran sencillos: vivir dignamente en una casa en nuestra tierra, entre seres queridos y familiares. Israel ha destruido incluso este sueño sencillo cuando nuestro único pecado es haber nacido bajo la ocupación.
*N. del T.: Esta historia fue publicada originalmente el 5 de diciembre. Así que el día al que se refiere el autor debe de ser el 1 de diciembre.
Fuente: https://mondoweiss.net/2023/12/a-story-of-displacement-and-the-loss-of-my-homeland/
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