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Otra visión de la historia

Autócratas en nueva dimensión: Churchill, Hitler y Stalin

Fuentes: Rebelión

El blanqueamiento de sepulcros es la moda del día. Los nuevos historiadores están descubriendo aspectos inéditos en figuras como Hitler y Stalin. En otros casos, por ejemplo Churchill, surgen nuevas iluminaciones que permiten valorar mejor al político británico y ubicarlo en un nicho más apropiado. La revista The Spectator, en un reciente artículo de Michael […]

El blanqueamiento de sepulcros es la moda del día. Los nuevos historiadores están descubriendo aspectos inéditos en figuras como Hitler y Stalin. En otros casos, por ejemplo Churchill, surgen nuevas iluminaciones que permiten valorar mejor al político británico y ubicarlo en un nicho más apropiado.

La revista The Spectator, en un reciente artículo de Michael Lind, arroja una nueva dimensión sobre Winston Churchill. Poco después de tomar posesión George W Bush ordenó situar un busto del estadista británico en el Salón Oval, proclamándolo como uno de sus personajes favoritos. Los neoconservadores, o neocons como se les llama ahora, han hecho del líder una figura icónica.

Lind enfoca su papel de precursor de la Guerra Fría con su famoso discurso del Telón de Acero en Fulton. La Biblioteca del Congreso, en Washington, acaba de inaugurar una exposición sobre la vida y la obra del estadista. Las publicaciones del retrógrado Rupert Murdoch han dado a la luz en los últimos tiempos 122 artículos enalteciéndolo. Algunos periódicos lo han proclamado como el Hombre del Siglo, el gran demócrata que salvó a la civilización occidental del peligro nazi. Sin embargo, en 1937, en su libro Grandes Contemporáneos, Churchill escribió: «Uno puede estar en desacuerdo con el sistema de Hitler y sin embargo admirar sus logros patrióticos. Si alguna vez nuestro país fuese derrotado espero que encontrásemos un campeón indomable como él para restaurar nuestro coraje y conducirnos de vuelta a nuestro lugar entre las naciones.»

En 1910 Churchill declaró a Asquith: «El rápido crecimiento antinatural de los débiles mentales unido a una restricción en el aumento de las razas enérgicas y superiores constituye un peligro nacional y racial. Nunca se exagerará hablando de este problema. La fuente de esta insania debe ser cercenada y sellada con celeridad.» De eso a la liquidación planificada de los minusválidos, ordenada por Hitler, hay solo un paso. La llamada «higiene racial», organizada por el nazifascismo tuvo en Churchill un inspirado ideólogo.

Churchill motejó a Gandhi de «fakir» y declaró que jamás consentiría a la disolución del imperio británico. Escribió sobre la conveniencia de desplazar a los negros de Australia y a los pieles rojas de Norteamérica. «No admito que se haya dañado a esos aborígenes por el hecho de que una raza más fuerte, más sabia y consciente de su papel en el mundo, haya tomado su lugar». Siempre fue un destacado sionista y despreciaba a los pueblos árabes. Cuando fue Secretario de Colonias, en 1919, declaró: «No comprendo a quienes dudan sobre el uso del gas. Favorezco decididamente el uso de gases venenosos contra las tribus incivilizadas.»

En una votación popular auspiciada por la BBC, Churchill fue elegido como el británico más grande de todos los tiempos por encima de Nelson, Cromwell y Shakespeare. Churchill fue uno de los políticos que más errores, torpezas y necedades cometió en su larga carrera política y en varias ocasiones la agraviada opinión pública británica lo condenó a una temprana jubilación. Durante la Primera Guerra Mundial Churchill, entonces Primer Lord del Almirantazgo, propulsó el desembarco en los Dardanelos y la desastrosa campaña de Gallipolli que fue una de las mayores catástrofes que jamás haya sufrido el ejército inglés, con una encarnizada masacre y una ultrajante derrota como consecuencia. Tuvo que renunciar a su cargo abrumado por el escándalo público.

Como fanático anticomunista empujó a Gran Bretaña a participar junto a las fuerzas que invadieron Rusia tras la Revolución de Octubre, expedición que terminó en un notorio fiasco. Más tarde estuvo detrás del envío de armas a los polacos cuando estos invadieron Ucrania. En 1924, siendo Ministro de Hacienda en el gabinete de Baldwin, y pese al consejo adverso del brillante John Maynard Keynes, promovió la adhesión al patrón oro que trajo como consecuencia deflación, extendido desempleo y una calamitosa huelga de mineros. A final de los años veinte Churchill era considerado un insensato e inestable oportunista de quien desconfiaban tanto liberales como conservadores.

Al iniciarse la Guerra Civil Española fue un protector encubierto de Francisco Franco. De igual manera trató de apaciguar la ira que produjo la invasión italiana de Abisinia, deslumbrado por Mussolini. Si Churchill hubiese muerto en 1939 habría quedado para la historia como un mediocre, reaccionario, inepto y chapucero político. Pero fue entonces que se percató a tiempo de las intenciones agresivas de Adolfo Hitler y supo que el mundo marchaba inevitablemente hacia la guerra. Fue esa intuición la que prevaleció en la imagen que hoy se tiene de él. Sus anteriores derrotas y fracasos fueron borrados por aquellos cinco años de grandeza combativa.

De igual manera que la imagen de Churchill se degrada a la luz de nuevos estudios, la figura de otro dictador moderno, Hitler, adquiere otra dimensión. El auge neofascista en Estados Unidos y las crecientes simpatías reaccionarias en Gran Bretaña han dado el espacio favorable para un aluvión de libros con afinidades nazis. Ahora se trata de enaltecer la figura de Hitler publicando sobre su interés por la cultura, sus conocimientos operísticos, su fervor por Wagner, su colección de obras de arte (confiscadas en los países invadidos), sus planes de construcción de espacios expositores de pintura. No se habla, desde luego, de su proscripción del llamado «arte degenerado» que comprendía toda la vanguardia europea del siglo XX, ni se menciona su gusto cursi por la estatuaria de ciclópeas figuras rollizas, de su aprecio por los desnudos al óleo de madonas alemanas más destinadas a la lactancia que la estética. Se habla de sus lecturas de Schopenhauer y Nietzche pero no se mencionan las piras incendiarias que consumieron millones de libros prohibidos en todas las plazas germanas. Los nazis amaban la música, probablemente por ello difudían sinfonías de Mozart por los altavoces de los campos de concentración mientras los judíos marchaban hacia los hornos crematorios.

Hitler planificó con su arquitecto mayor Albert Speer construir teatros de ópera de perfecta acústica en todas las ciudades importantes de Europa, una vez que la conquista del viejo continente se hubiese consumado. Se le atribuye el proyecto del auto Volkswagen y su puesta en producción, como medio de hacer accesible el transporte de bajo precio a las grandes masas. Pero simultáneamente los ingenieros alemanes estaban bosquejando los tanques Panther y Tiger para asesinar a veinte millones de eslavos.

Hitler era un diseñador frustrado y personalmente intervino en el boceto de uniformes y estandartes de sus partidarios y en la escenificación triunfal del congreso de Nuremberg. También contribuyó con sus iniciativas ornamentales al proyecto del grandioso edificio de la Cancillería en Berlín, donde desarrollaría sus planes megalómanos. Mientras la guerra se desarrollaba no dejó de tener un ojo avizor sobre el inmenso Centro Cultural Europeo que iba a inaugurar en Linz, su ciudad natal, al terminar la guerra. Éste contaría con galerías de arte, biblioteca, museos, salas de concierto, teatro, planetario, estadio y hasta una universidad adjunta.

Según el libro «Hitler y el poder de la estética», de Frederic Spotts, la eliminación de las razas inferiores era un proyecto decorativo para embellecer la casta germana, la estirpe de los arios destinados a gobernar el mundo. «La guerra nazi contra el cáncer», de Robert Proctor, nos habla de la preocupación de los dietistas alemanes por una alimentación correcta, por el pan integral y una dieta plena de vitaminas y rica en fibras, el propio Hitler era vegetariano. Hubo una inensa propaganda contra el consumo excesivo de carne, dulces y grasas y a favor de vegetales y frutas en el alimento cotidiano.

La protección de las especies en vías de extinción formó parte de la política del gobierno nazi, pero olvidaron extender esa protección a los seres humanos. Los médicos nazis establecieron el nexo entre el hábito de fumar y el cáncer de pulmón. Se proscribió construir con asbesto por ser un material altamente contaminante. Ya en 1941 se prohibió fumar en lugares públicos en casi toda Alemania. Naturalmente, la interdicción no incluía la aspiración del humo de los bombardeos aliados.

Desde luego, ese auspicio de la ciencia no habla de las purgas brutales de profesores liberales y académicos social demócratas en todas las universidades tras la toma del poder por Hitler, ni habla de la seudo ciencia llamada eugenesia que pretendía regenerar la estirpe germánica. No se habla de los experimentos de Ilsa Koch, en Buchenwald, realizando injertos de tejidos en judíos usados como cobayos. Esa es otra ciencia que es mejor no mencionar.

Stalin, el dictador ruso que dirigió el más importante ensayo del siglo veinte para alcanzar la justicia social, ha sido objeto de centenares de biografías. La mayor parte de ellas tratan sobre el estadista, el gobernante impío, pero muy pocas han explorado su universo privado, el lado íntimo del dictador, que siempre aparece envuelto en una gran nebulosa. Esa incógnita es la que trata de despejar el nuevo libro de Simon Sebag Montefiore «La corte del zar rojo», recientemente aparecido en la editorial Knopf, de Nueva York.

El veredicto de la historia es ambiguo. Fuera de Rusia se ha proclamado a Stalin como un tirano despiadado responsable de la muerte de millones de seres humanos, pero dentro de su propio país son muchos los que aún reverencian la imagen del líder georgiano. Sebag Montefiore emprendió una investigación en documentos desclasificados sobre la vida y obra de Stalin, así como entrevistas personales con los hijos de algunos de sus más cercanos colaboradores. También hizo una lectura cuidadosa de la abundante literatura existente sobre el tema, según nos refiere la reseña del New York Times.

De esta nueva visión de Stalin emerge un fanático de los filmes de vaqueros norteamericanos, un gobernante que cada noche se hacía proyectar películas con aventuras del lejano oeste. El libro lo muestra como un hombre capaz de albergar la ternura hacia sus familiares y colaboradores. Cita, como ejemplo, la angina de pecho que afectó a Artyom Mikoyan, el diseñador de los famosos aviones MIG, a quien Stalin cuidó y veló personalmente durante su enfermedad.

También se habla de su enorme apetito de saber. Durante la Segunda Guerra Mundial sus escasos momentos de ocio eran dedicados a intensas lecturas sobre la historia de Grecia antigua. Después del conflicto, al irse de vacaciones, se conserva la orden de libros que llevó consigo: teatro de Shakespeare, una antología de cartas de Goethe, una antología de poemas surgidos durante la Revolución Francesa y una historia de la Guerra de los Siete Años.

Sus colaboradores cercanos aprendieron a distinguir las señales de sus estados de ánimo. Casi siempre trabajaba caminando arriba y abajo de su despacho y si tenía su famosa pipa sin encender eso indicaba que estaba de un humor negro, pero si se acariciaba el bigote con la embocadura de la pipa era un síntoma cristalino de que se hallaba eufórico. También se le sabía aquejado de una paranoia clínica. Padecía un voluntarismo caprichoso que expulsaba de su presencia a funcionarios, sin razón aparente, o enviaba la cárcel, o a la muerte, sin justificación manifiesta. Ese comportamiento irracional e imprevisible le hizo temible y abominado por muchos. Sufrió una terrible hipocondría que le hacía imaginar constantes enfermedades que en realidad no padecía.

Durante la guerra, igual que Hitler, discutió intensamente con sus generales sobre la estrategia a seguir pero, a diferencia de Hitler, casi siempre terminaba siguiendo sus consejos. Le gustaba cenar durante largas horas bebiendo con sus ministros y dirigentes del partido, en las cuales los obligaba a adoptar acciones degradantes o ridículas, como hacer bailar al obeso Nikita Kruschev la difícil danza rusa kopak. En sus últimos años se volvió más caprichoso que nunca y más desconfiado de todos, pero siempre respetó a quienes tenían el valor de enfrentársele correctamente. Según Sebag Montefiore, Stalin estaba dotado de una inteligencia excepcional y fue un ser solitario y desdichado que sacrificó su estabilidad personal a las necesidades políticas y siempre trató de solucionar sus problemas con la extinción del adversario, real o supuesto.

Stalin gobernó Rusia con mano de hierro. Muchos historiadores se preguntan si ese estilo cruel de gobierno fue causado por la hostilidad de muchas naciones. La revolución de octubre dio origen a la intervención militar de ocho países contra Rusia, a la acción enemiga de los servicios secretos, a intentos sistemáticos de desestabilización, cerco y sabotaje de la sociedad rusa. Solamente podía seguir adelante el experimento social si se aplastaban con firme intransigencia las intentonas adversarias. Al dictar su testamento, Lenin previno al partido contra el autoritarismo excesivo de Stalin y su acaparamiento de funciones. Fue Stalin quien le dio el moldeado al estado soviético y lo colmó con deformaciones debidas a su carácter.

En un lapso asombrosamente breve la Unión Soviética dejó de ser un país medieval, abismalmente retrasado. Pese a sus crímenes, errores y caprichos, Stalin condujo a su patria amenazada a la victoria sobre el nazifascismo. Convirtió a Rusia en la primera potencia industrial de Europa y la segunda del mundo con un costo enorme de vidas humanas que pudo ser considerablemente menor. Tal como ha dicho Isaac Deutscher, Stalin halló un país que labraba la tierra con arados de madera y lo dejó dotado de energía atómica.

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