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BCN «chicken game»

Fuentes: Blog personal

Analizando los movimientos tácticos de Pedro Sánchez para lograr su investidura en el Congreso al tiempo que trata de zafarse de compromisos que pudiesen encorsetar los márgenes de maniobra de su futuro gobierno -con fuerzas nacionalistas, pero singularmente con Podemos-, Enric Juliana ha evocado la práctica del chicken game y sus precedentes en el sombrío […]

Analizando los movimientos tácticos de Pedro Sánchez para lograr su investidura en el Congreso al tiempo que trata de zafarse de compromisos que pudiesen encorsetar los márgenes de maniobra de su futuro gobierno -con fuerzas nacionalistas, pero singularmente con Podemos-, Enric Juliana ha evocado la práctica del chicken game y sus precedentes en el sombrío otoño de la política catalana de 2017. El desafío de «bravura patriótica» entre ERC y los hijos radicalizados de la vieja Convergencia hizo que ambos coches se despeñaran. Con graves consecuencias para todo el país, que aún seguimos padeciendo. Esa cercana experiencia debería disuadirnos de la tentación de dirimir el futuro de la alcaldía de Barcelona recurriendo a tan peligroso juego.

La buena noticia del paso al frente dado por Ada Colau al postularse de nuevo como alcaldesa -gesto ampliamente refrendado por la militancia de Bcomú- ha venido acompañado de la insistencia en la formación de un gobierno tripartito y de la sorprendente afirmación de estar dispuesta a acudir al pleno de investidura sin haber establecido previamente ningún pacto. Todo el mundo sabe que el primer objetivo es irrealizable. Pero no por una cuestión de «vetos cruzados», entendidos como una caprichosa y sectaria actitud partidista. Ni tampoco porque, en teoría, no fuese deseable un acuerdo de progreso entre la gente obrera, sectores populares y clases medias urbanas, a través de las fuerzas políticas que de manera más o menos aproximada les representan. Pero la política no se hace en el mundo de los deseos, sino en el de la realidad. ERC no quiere la alcaldía de Barcelona para «superar los bloques». Eso son lindezas para encandilar a unos «comunes» cuya «equidistancia», ayer virulentamente denostada, es hoy exaltada como una «rótula nacional». No. ERC quiere hacerse con la alcaldía para transformar Barcelona en plaza fuerte de una nueva acometida del «procés» -aprovechando el previsible impacto emocional de la sentencia del Supremo- y en una etapa decisiva para la conquista de la hegemonía en el campo independentista. Y eso no es una suposición, sino que se desprende de las declaraciones del propio Maragall y de otros dirigentes, y se inscribe en la lógica de esa pugna inacabable.

Por eso no es posible un tripartito, ni deseable para la izquierda un pacto con ERC. Por responsabilidad hacia la ciudadanía de Barcelona, que no merece verse sometida a la parálisis y el desgobierno que la estrategia independentista ha instalado en la Generalitat. Pero también porque la ciudad, con su enorme potencial y su posible conexión con un denso entorno metropolitano, es decisiva para evitar que Catalunya se vea arrastrada a una nueva aventura. Para eso hace falta un gobierno de izquierdas que haga de ese potencial un factor de sensatez y contribuya a reconducir el conflicto territorial al ámbito del diálogo y de la política.

Conviene dejar de fantasear con un tripartito, hipótesis sólo concebible en un contexto muy distinto al actual. Empecinarse en ello entorpece los pasos que habría que dar para lograr el único gobierno de izquierdas posible – y que, para ser tal, para desplegar las políticas de justicia social y medioambiental que se requieren, no puede estar subordinado al guión «procesista»: un gobierno Bcomú-PSC.

Nada sería tan estúpido como dejarse intimidar por la retórica de matón del independentismo -«llorar con los presos y gobernar con los carceleros»– o rendirse a su moral hipócrita acerca de «aceptar los votos de Valls». En el consistorio, y por voluntad ciudadana, esos votos tienen la misma legitimidad democrática que los demás. Y, por otra parte, esto no es un concurso de moralidad -¿quién sería el juez y cuáles los criterios?- para dilucidar quién es más digno de frecuentar. La política es posible porque, en ocasiones, se dan intersecciones puntuales entre los objetivos que persiguen fuerzas distintas e incluso muy enfrentadas. Es dudoso que, en los barrios populares de la ciudad, acuciados por preocupaciones terrenales, las bases de comunes y socialistas se planteen esos dilemas, más propios de las angustias de un monaguillo ante los rigores del sexto mandamiento.

Es comprensible que Bcomú, una parte de cuyos electores -sobre todo en los barrios de clase media- opta por opciones independentistas en contiendas distintas de las municipales, intente preservar unido su espacio. Pero no hay más cera que la que arde. Toca afrontar el problema político. Por razones democráticas, quien opta a una responsabilidad tiene la obligación de buscar los acuerdos que la hagan posible. La pretensión de pedir cheques en blanco puede resultar en esta ocasión temerario y acabar cediendo la alcaldía a Maragall. El PSC se ha apresurado a declarar que, sin acuerdo de gobierno, no hay investidura. Y Valls, que permanece en silencio pero sigue estando ahí, no daría sus votos si no hubiese un acuerdo que cerrase el paso a Maragall. No será fácil que los socialistas se fíen sin obtener garantías serias. ¿Hace falta recordar que Bcomú les echó del gobierno… invocando una razón de política nacional expresamente excluida del pacto suscrito con el PSC? Por mucha credulidad y buena fe que le echasen sus dirigentes, ¿cabría esperar acaso que la militancia socialista -que también tiene su legítimo orgullo de partido- estuviese dispuesta a ponerse, sin más, en manos de quien ya la trasquiló una vez?

Quizás la arriesgada apuesta anunciada por Ada Colau tenga que ver con una dificultad real: el propio modelo organizativo de Bcomú. Por razones estatutarias, un acuerdo de gobierno debería someterse al voto de los inscritos. Y, como algún cronista ha señalado, el censo de los mismos incluye a no poca gente adscrita a otros proyectos e intereses partidarios que puede así, a coste cero, incidir en las decisiones de Bcomú. Ya ocurrió con ocasión de la consulta para romper con el PSC. ¿Cuántos «inscritos» que se situaban de la órbita de la CUP, por ejemplo, intervinieron en aquella votación, decantando su resultado? En aquel momento, «la voz de los inscritos» permitió que los dirigentes de Bcomú favorables a un acercamiento al independentismo impusieran su criterio. Y sirvió de coartada a Ada Colau, que en principio no deseaba la ruptura, para no pronunciarse. Grave error, pues, sin la asunción de sus responsabilidades por parte de una dirección, no hay verdadero funcionamiento democrático en un partido. Ahora, todo el mundo teme al famoso censo, que bien podría rebelarse contra un pacto con el PSC. He aquí que el modelo de organización «líquida», lejos de representar un avance, supone una regresión en relación con las experiencias atesoradas por el movimiento obrero y las izquierdas: el «censo de la gente» puede hacer saltar por los aires la voluntad de la militancia -que quiere que Ada sea alcaldesa- y el anhelo mayoritario del electorado popular.

No va a ser fácil afrontar esas contradicciones. Pero tampoco puede Bcomú transferir sus propias miserias a los socialistas y pedirles que se hagan cargo de ellas. Y mucho menos recurriendo al «chicken game»: «Yo me presento. Si no me votáis, seréis los culpables de que Maragall se convierta en alcalde». Urge responsabilidad, seriedad y valentía por parte de todo el mundo. Quedan pocos días y es mucho lo que hay en juego.

Fuente: https://lluisrabell.com/2019/06/09/bcn-chicken-game/

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.