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Beirut con el genocidio en los talones

Fuentes: Rebelión

Beirut (Líbano), 23 ago.- El campo de refugiados de Burj El Baranjneh (la Torre de Torres), en una zona del sur de Beirut controlada en la actualidad por el movimiento chií político y militar Hezbolá, es uno de los más antiguos y poblados de la región.

Fundado en 1948 por la Cruz Roja para tratar de atender la gran catástrofe del Pueblo palestino (Nakba), actualmente acoje, hacinados en un espacio de un kilómetro cuadrado, a más de 20.000 refugiados de Palestina y otros tantos de Siria.

El estado libanés no tiene jurisdicción allí. 

Antes de llegar al campamento, en los sucesivos controles atrincherados, atendidos con más o menos celo pero siempre con metralletas, hay que asegurarse de que la música del vehículo esté apagada y de detenerlo ante cualquier soldado que mire al conductor, que no debe llevar puestas gafas de sol y tiene que mirar con humildad a los ojos del militar para continuar circulando.

En la actualidad, se calcula que hay seis millones de palestinos refugiados o exiliados por el mundo que quieren regresar a su tierra. 

En Burj El Baranjneh sobreviven todavía 13 ancianos que llegaron al campamento en 1948.

En el Líbano, medio millón de palestinos malviven en 12 campamentos. Eran quince, pero tres de ellos no sobrevivieron a los habituales bombardeos de Israel a los campos de refugiados libaneses entre 1971 y 1982. 

Entrar al campamento es como cambiar de dimensión a un laberinto de intrincados callejones oscuros, por lo estrecho y por el toldo de cables y tuberías suspendidas en el aire que arropan todo el asentamiento.

“No hay otro lugar en el mundo como este campamento”, asegura Jamil Abosamra, jefe de partido y coordinador de uno de los sectores de Burj El Baranjneh.

Nació en Tulkarem, en Cisjordania, y tenía 6 años cuando en 1969 el ejército Israelí irrumpió por enésima vez en su pueblo. En aquella ocasión, le tocó a su familia despedirse de sus tierras ancestrales.

Explica que si bien otros campamentos de refugiados que se fueron levantando después contaban con una mínima planificación, Burj El Baranjneh era un terreno baldío donde comenzaron a llegar unas pocas familias de pequeñas poblaciones de Palestina.

Las tiendas de lona fueron cambiando a techos de cinc. Siempre con la esperanza de que sería algo temporal, las familias empezaron a construir. 

“Pero estamos cercados. No podemos crecer hacia los lados. Tuvimos que crecer hacia arriba”, expone Abosamra.

Los hijos levantaron casas imprecisas sobre las de sus padres por cinco generaciones y hoy, en la Torre de Torres, hay construcciones irregulares de hasta 14 plantas.

El líder comunitario lamenta la pobre ayuda que siempre ha prestado la ONU a los refugiados palestinos en Líbano: “dice que va a hacer diez cosas y hace dos. Dice que va a ayudar a 50.000 y llega solo a 5.000”.

La situación de los refugiados en Burj El Baranjneh, después de 76 años de temporalidad, sigue siendo lamentable.

Muchas familias tienen que compartir el mismo baño y la privacidad es un bien escaso.

Los palestinos refugiados, en el caso de que tengan papeles, es la de ciudadanos de tercera clase en Líbano. No pueden comprar una casa ni acceder a estudios superiores de calidad ni trabajos profesionales por ser refugiados.

“Mi hijo, cuando se casó, compró una casa fuera del campamento, pero está a nombre de otra persona fuera del país”, confesó el líder comunal.

“El gobierno libanés no siempre se ha portado bien con los refugiados, a quienes han considerado terroristas en el pasado”, lamenta Abosamra insistiendo en el pasado para evitar problemas en el presente. 

La sociedad libanesa no vinculada a movimientos como el de Hezbolá, ve a los palestinos como un problema que los perjudica más que sentir solidaridad musulmana.

El campamento fue destruido en tres ocasiones en la década de los ochenta (1982, 1985, 1988), durante una guerra civil (1975-1990) envenenada por el sionismo con saldos de miles de muertos y la mitad de la población masculina encarcelada en cada ocasión.

Las familias en el campamento sobreviven con unos ingresos medios de 200 dólares al mes y dependen, más que de las ayudas de las organizaciones internacionales, de las aportaciones de familiares en Europa y Estados Unidos, principalmente.

Abosamra tiene una espina en el alma que no se le va a curar nunca. De todas las penurias que ha pasado en su vida no hay nada que le haya hecho más daño que no haber podido volver a su pueblo para el entierro de su madre.

“Es muy duro no poder decir adiós”, dice apenado pero convencido de que volverá.

“Aunque tenga que pasar tres años de los que me quedan preso en Jordania (donde fue expulsado la primera vez), estoy convencido de que volveré. Todos los palestinos queremos volver, aunque la ONU quiera cambiar esta manera de pensar”, insiste muy serio mientras tomamos café y fumamos en una especie de Casa del Pueblo. 

Nuestro guía y traductor, que quiso ser identificado como Mr Harvey para esta nota, soltó una carcajada.

“Yo no pasaría ni un día en la cárcel por volver a Palestina”, afirmó el joven de 23 años, campeón de ajedrez, cuya mayor aspiración en la vida es mudarse a Estados Unidos, tener un Porche y nunca un jefe.

El joven Mr Harvey nos llevó, entre otros sitios, a la casa donde nació. Subimos con él a la azotea, donde al ver un activo palomar pensé que estaba visitando el centro de comunicaciones revolucionarias del campamento.

En pleno agosto, hacía mucho calor. Mr. Harvey no nos quiso cobrar absolutamente nada y no permitió que pagáramos ni por las necesarias botellas de agua.

Un “fixer” como él suele cobrar unos trescientos dólares por llevar a periodistas a lugares como este.

A falta de infraestructuras, los niños se pasan el día jugando en la calle, corriendo entre los estrechos callejones y conduciendo motocicletas sin casco años antes de los permitido en cualquier otro lugar del mundo.

Estoy hablando con la fotógrafa en una esquina esperando a Mr Harvey. Siento un tironcito en la camisa a mi espalda. Me vuelvo y tengo que bajar la mirada para encontrar a una niña de unos cuatro años con la sonrisa más hermosa del universo que me dice: “Thank You”.

Vamos caminando y niños y niñas se acercan, no para pedir dinero, como sería normal, sino para posar con sus sonrisas que salvan el mundo y decir: “Thank you”.

Mis niveles del síndrome del impostor se dispararon hasta marearme de la vergüenza.

Desde la desquiciada contestación de Israel a la incursión de Hamás en territorio ocupado el 7 de octubre, los periodistas gazatíes cubriendo el genocidio sionista se han convertido en los grandes héroes de la infancia palestina.

Más de 160 han sido asesinados, muchos de ellos con sus familias. Otros han sobrevivido pero el ejército sionista ha matado a sus hijos y parejas.

Algunos de los sobrevivientes, como Wael Al-Dafidouh o Motaz Azaida, son los héroes de los niños y niñas refugiados que los ven como la única arma efectiva que tienen contra la injusticia que sufren.

Por poco me muero de la deshidratación por el sudor, pero también por las lágrimas que a cada poco ocultaba con la excusa de secarme la frente.

Iñaki Estívaliz, Enviado especial de Claridad de Puerto Rico en el Medio Oriente.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.