Hoy es un gran día para los Eichmann del empresariado norteamericano. Hace pocos minutos que el presidente Bush firmó el proyecto de ley mal llamado «Reforma de la responsabilidad civil», por el que se limitan las posibilidades de presentar ante los tribunales demandas por acción popular. No hay duda de que Ken Lay, antiguo presidente […]
Hoy es un gran día para los Eichmann del empresariado norteamericano. Hace pocos minutos que el presidente Bush firmó el proyecto de ley mal llamado «Reforma de la responsabilidad civil», por el que se limitan las posibilidades de presentar ante los tribunales demandas por acción popular. No hay duda de que Ken Lay, antiguo presidente del consejo de administración de Enron, estará sonriendo de oreja a oreja, igual que los encausados empresarios homicidas de la empresa farmacéutica Merck, que a partir de ahora estarán más a salvo de las viudas y los huérfanos de las víctimas de Vioxx. Cerrar las puertas de la justicia para las familias destrozadas por los sinvergüenza de la sala de juntas no es otra cosa que clemencia del Ejecutivo con los ejecutivos ejecutores.
¿Cree usted que mi acusación está pasada de rosca? Muy bien: hable con Elaine Levenson, por favor.
Levenson, un ama de casa de Cincinnati, ha estado esperando que su corazón explotara de un momento a otro. En 1981, los cirujanos le implantaron en el corazón una válvula mecánica Bjork-Shiley, «el Rolls-Royce de las válvulas», le dijo su médico. Lo que ni ella ni su médico sabían es que varias válvulas de esa marca se habían roto en la fase de prueba, unos años antes de que le implantaran la suya. La empresa fabricante de la válvula, una dependencia del gigante farmacéutico Pfizer, con sede en Nueva York, nunca lo comunicó a las autoridades.
En la planta de producción de Pfizer en el Caribe, los inspectores de la empresa descubrieron que se utilizaba un equipo de mala calidad que hacía soldaduras deficientes. En lugar de tirar las válvulas defectuosas, la administración de Pfizer ordenó limar los defectos, con lo que se debilitó aún más las válvulas, aunque dándoles una apariencia lisa y perfecta. A continuación, Pfizer las vendió por todo el mundo.
Cuando los armazones de la válvula se rompen y el corazón efectúa una sístole, explota. Dos tercios de las víctimas mueren, por lo general en cuestión de minutos. En 1980, el doctor Viking Bjork, cuyo prestigio contribuía a la venta de los productos, escribió a Pfizer exigiendo que se tomaran medidas correctoras. Amenazó con hacer públicos los casos de rotura de los armazones de las válvulas.
Un aterrado directivo de Pfizer envió un télex diciendo: «A la atención del profesor Bjork, preferiríamos que no hiciera Vd. públicos los datos sobre fracturas de válvulas». El representante de la empresa expuso la siguiente razón para no dar al público la información sobre los fatales fallos de las válvulas: «Esperamos unos cuantos casos más». Sus expectativas se vieron satisfechas. La lista llega ya a los ochocientos casos de fractura, en total quinientos muertos (por ahora). El doctor Bjork lo calificó de asesinato, pero guardó silencio en público.
Ocho meses después del «no lo haga público», se le implantó una válvula a la señora Levenson. En 1994, el ministerio de Justicia de Estados Unidos fue finalmente a por Pfizer. Para evitar la vía penal, la empresa pagó multas y unos doscientos millones de dólares en indemnizaciones a las víctimas. Sin las pruebas condenatorias arrancadas a Pfizer por una turba de abogados, el ministerio de Justicia nunca habría llevado adelante el caso.
Pfizer se queja de que los abogados todavía están persiguiendo a la empresa con más demandas. Pero ello se debe en parte a que Pfizer admitió la devolución sólo de las válvulas usadas. La empresa se negó a pagar para sustituir las válvulas de los asustados receptores.
Tal como hemos comprobado todos mirando los episodios de la serie televisiva «LA Law» («La ley de Los Ángeles»), en los tribunales de Norteamérica los ricos se libran de las condenas por asesinato. Pero, independientemente de las posibilidades de ganar que se le ofrezcan al hombre medio, tener un acceso fácil a los tribunales es un derecho mucho más valioso que el privilegio quatrienal de votar por el Pretendiente en Jefe. Ese insignificante retazo de justicia, cuando la víctima David puede exigir que le paren los pies al Goliat empresarial, ha hecho que Estados Unidos se haya sentido como una democracia hasta hoy, en que nuestro Presidente ha bloqueado la puerta de los tribunales con sus leyes de reforma de la responsabilidad civil.
Podemos incluso descargar nuestra furia sobre el «führer». Tengo en mi libro la copia de una carta de Adolf Hitler. En ella accede a la petición de Volkswagen de que se le suministren más trabajadores esclavos sacados de los campos de concentración. Este dato nunca habría salido a la luz de no ser por las demandas presentadas por unos abogados sanguijuela ávidos de sangre, como al clan empresarial le gustaría caracterizar a los procuradores que actúan en casos de acción popular. En este caso, la firma de abogados Cohen, Milstein, Hausfeld & Toll, de Washington, DC, echó mano de ese documento en una querella presentada en nombre de unos trabajadores esclavos cuyos hijos murieron en «guarderías» mortales gestionadas por las empresas automovilísticas Volkswagen, Ford, Daimler y otras. (Si Hitler hubiera sido capturado, podría haber alegado en su defensa: «Me limité a cumplir órdenes de Volkswagen».)
Pero los explotadores nazis tienen a sus amigos en el clan empresarial. Los derechos de las víctimas están siendo atacados. Ondeando la bandera de la «reforma de la responsabilidad civil», el empresariado norteamericano ha financiado una campaña en la que se presenta a los empresarios como rehenes de frívolos picapleitos. Pero los remedios propuestos apestan a privilegios ante la justicia. Uno de ellos autorizaría a Pfizer a seguir adelante con sus mortales máquinas de ataque cardíaco. Una prohibición de demandar a los fabricantes de piezas para implantes, incluso de aquellas que tienen efectos mortales, se deslizó en la legislación sobre derechos de los pacientes por iniciativa del jefe del grupo republicano del Senado. La cláusula, muerta por exposición excesiva, contó a su favor con las presiones de la Asociación de Fabricantes de la Industria de la Salud, que a su vez cuenta con el apoyo -¡lo adivinó usted!- de Pfizer.
En el caso óptimo, los abogados que actúan en casos de responsabilidad civil son agentes que vigilan posibles delitos civiles. Así como una ola de robos en domicilios lleva a exigir más agentes de policía, el masivo aumento del número de pleitos sólo tiene una causa: una ola de delitos civiles cometidos por empresarios.
Y hoy el empresariado homicida acaba de beneficiarse de la clemencia del Ejecutivo de la mano de nuestro Presidente. Y es que no le llaman «Jefe del Ejecutivo» porque sí.
Hace diez años, después de que estallaran dieciocho edificios en Chicago y mataran a cuatro personas, inspeccioné por encargo de los supervivientes los archivos de la empresa privada local de suministro de gas. Lo que encontré pondría enfermo a cualquiera. Leí informes de los ingenieros, emitidos años antes, con mapas donde estaban marcados los puntos donde probablemente tendrían lugar las explosiones. La empresa, People’s Gas, podría haber encargado los ataúdes con antelación.
La administración de la empresa de gas había rechazado toda reparación por «no entrar en el plan estratégico». No es que actúe aquí un mal planificado, sino las enormes estructuras empresariales, en cuyo seno las consecuencias para el hombre de las actuaciones financieras resultan distantes e inimaginables.
Lo admito: de los cerca de un millón de abogados que hay en Estados Unidos, podríamos estrangular al 90 % y sólo sus madres lo lamentarían. Pero, como me dijo la señorita Levenson, de no ser por su abogado y por la amenaza de una acción popular de demanda de responsabilidad civil, Pfizer no le habría pagado ni un céntimo de indemnización.
El planteamiento de los partidarios de la reforma de la responsabilidad civil estriba en decir que unos abogados ávidos de comisiones están despertando falsos temores, envenenando la fe de América en la honradez general de la comunidad empresarial, convirtiéndonos en una nación de individuos que ya no se fían unos de otros. Pero ¿de quién es la culpa? ¿De los abogados? Elaine Levenson puso su confianza en Pfizer Pharmaceutical. Y ellos le rompieron el corazón.
Greg Palast es autor del éxito de ventas en Nueva York titulado The Best Democracy Money Can Buy [hay traducción en castellano: La mejor democracia que se puede comprar con dinero, Editorial Crítica], de la que se ha extraído el presente texto. Para obtener más detalles, dirigirse por correo electrónico a http://www.gregpalast.com/.
Traducción de Miguel Candel