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Estampas de la cultura negra y proletaria del sureste de Puerto Rico

Carioca y el río Guamaní

Fuentes: Rebelión

Para mediados del siglo XX, la basura se acopiaba en Guayama en camiones tipo «tumba», los cuales eran operados por dos recogedores y un conductor. Como los vehículos no tenían un sistema hidráulico de aplastamiento, uno de los obreros iba trepado en la caja posterior acumulando los desperdicios con la ayuda de un rastrillo en […]

Para mediados del siglo XX, la basura se acopiaba en Guayama en camiones tipo «tumba», los cuales eran operados por dos recogedores y un conductor. Como los vehículos no tenían un sistema hidráulico de aplastamiento, uno de los obreros iba trepado en la caja posterior acumulando los desperdicios con la ayuda de un rastrillo en forma de tenedor gigante. Se necesitaba mucha destreza para acomodar bien la basura, pues la indeseada carga, como tal, iba al descubierto y expuesta al viento y los derrames. Al final, los desechos de la ciudad se vaciaban en el basurero municipal. Allí eran expurgados allí por perros satos, ardillas y aves de todas clases. Mi abuelo, Juan Cruz Collazo, trabajó por mucho tiempo de chofer del camión de la basura. Para mí, era un gran asunto ese de que él tuviera un trabajo con el municipio de Guayama, aunque fuera recogiendo desechos. No perdía oportunidad vociferarlo. Ni idea tenía yo de que, para alguna gente, el dato no era precisamente una gran distinción.

No era extraño que los viernes, después del largo recorrido por la ruta asignada, papá Juan llegara al barrio Carioca, de Guayama, en el camión de recoger basura, y se quedara con él todo el fin de semana. Los que trabajaban los zafacones y rastrillos, así como mi abuelo, eran residentes de ese poblado o sea, trabajadores negros y pobres. Allí vivíamos, en la calle Meditación, juntos y medio revueltos, a fines de la década de los 50 del siglo pasado.

No tengo la menor idea de cómo ni cuándo se fundó el barrio Carioca. Pudo haber sido el resultado de una invasión de terrenos que estaban sin cultivar. Pero igual, pudo haber surgido bajo los auspicios de la Comisión de Hogares Seguros de la Municipalidad de Guayama, durante los años 1920-1924; cuatrienio en que los simpatizantes del viejo Partido Socialista, fundado por Santiago Iglesias Pantín, controlaron la administración municipal en el pueblo brujo. El historiador y compueblano Alexis Tirado, en su libro Historia de una Ciudad: Guayama, 1898-1930, nos habla de una época breve, pero gloriosa, en la cual los trabajadores de la caña no solo dominaron las elecciones municipales, sino que promovieron desde el gobierno local medidas radicales a favor de la clase obrera. La creación de viviendas y barriadas enteras para familias proletarias pobres fue una de ellas. Otra medida fue la creación de un sistema público de lavaderos de ropa en los barrios negros y proletarios. Además, agilizaron la construcción de las facilidades de mi alma mater, la antigua Escuela Superior Rafael López Landrón. Para financiar estas reformas, impusieron contribuciones sobre los intereses monopolistas y extranjeros que elaboraban azúcar en Guayama.

Lo cierto es que entre 1920 y 1924, o sea durante los años de la gran crisis azucarera de postguerra, el sureste entero, desde Salinas hasta Arroyo, vivió uno de los momentos más significativos de la lucha de clases en Puerto Rico. En respuesta a la caída súbita del empleo y la centralización vertiginosa de capitales, los trabajadores de la caña en todo el litoral no solo se lanzaron a la huelga, sino que contemplaron el uso del poder político como vehículo para adelantar sus intereses comunitarios más elementales. Y lo tuvieron que hacer a contrapelo de sus líderes socialistas a escala nacional, quienes no tardaron en traicionarlos. Fue, como diría Marx, un intento de «tomar el cielo por asalto». Aunque crearon su propia organización política, conocida como el Partido Obrero Guayamés, fueron derrotados por la represión y las acciones infames y violentas de los ricos del pueblo. Antes que ceder a los reclamos justos de la clase obrera, la burguesía local se fusionó con el gran capital extranjero de la Central Aguirre. De un lado, la vivienda, salud y educación pública; del otro, la avaricia y mezquindad de los blanquitos de Guayama.

En muchos sentidos, claro está, la calle Meditación y sus alrededores parecían versos sacados del poema «Topografía», de Luis Palés Matos. Se trataba de terrenos conformados por pedregales secos, de poco valor para la siembra, en particular de la caña de azúcar. La exigua humedad que había en el barrio, aparte de las plumas públicas de agua potable, la daban los canales de curso de las escorrentías provenientes del centro de la ciudad. Sí, los ricos de mi pueblo permitieron a regañadientes la imprudencia socialista de crear barriadas proletarias adyacentes a la ciudad; pero, las cosieron con canales de desperdicios de lluvia.

Tampoco llegaba mucho el progreso a la comunidad proletaria y negra de Carioca. La única calle pavimentada era la que quedaba detrás de las canchas de tenis del Colegio San Antonio; pero, las familias que allí vivían no se consideraban parte del barrio. Esa era la zona fronteriza. De ahí, para llegar a la Meditación, había que transitar caminos de tierra polvorienta y llena de pedruscos. La misma policía entraba en un vehículo tipo Jeep, que funcionaba como la «perrera» todoterreno de aquellos tiempos. Mi abuelo, un conductor experimentado, aprendió bien temprano a esquivar los peñones más grandes; pues hasta el camión de basura hamaqueaba con fuerza su caja trasera, antes de llegar a la calle Meditación.

Sí recuerdo, hablando ahora como los locos, que en Carioca había una fábrica de «donas». No eran como las de ahora, las donas esas Krispy Kreme, glaseadas y con más de cincuenta químicos malos como las cenizas de Pozuelo. No, las de la fábrica de Carioca eran rojas por fuera, duras por dentro y cubiertas de azúcar negra granulada. Eran tan secas como las calles del barrio. Por suerte se ablandaban con el maví. La combinación era irresistible, en parte porque el maví bien fermentado es tan o más embriagante que la cerveza. Con él, lo mismo «baja» bien una dona o un rígido matahambre. Hay que suponer que la producción diaria de donas salía integra de Carioca en un camión; aunque, a decir verdad, al dueño de la fábrica le daba tanta pena la hambruna de los estudiantes de la Escuela Elemental Corderito, que nos regalaba donas en la hora de recreo.

Sea como sea, allí estábamos en la calle Meditación, de Carioca, un sábado por la tarde. El barrio entero parecía un circo sin carpa. No solo estaba Américo Valdés paseando con alegría su cocodrilo en medio de la calle; acicalado el reptil, como siempre, con un lazo rosado y grande en la cabeza. También estaban todos los niños y niñas del barrio entreteniéndose en una veintena de juegos infantiles. Por aquel lado estaba el juego de esconder; por acá, el de bolas de corote; más allá, la cuica no paraba de dar vueltas; en el medio, por supuesto, los trompos y la «pelegrina». Las niñas se comunicaban en un lenguaje que enfadaba a los niños: «Chi-tu, chi-e, chi-res, chi-un, chi-san, chi-ga, chi-no». Las más amigables nos invitaban a jugar: «Pase-misí, pase-misá, por la puerta de Alcalá, los de alante corren mucho, los de atrás se quedarán». El juego más intenso y competitivo era el de jumping-jacks: «Dos y dos son cuatro, cuatro y dos son seis, seis y dos son ocho; y ocho, son dieciséis»; el más riesgoso, el de saltar: «Brinca la tablita, que yo la brinqué; bríncala tú ahora, que yo me cansé».

De vez en cuando salía doña Conrada de su casita hecha de madera recubierta de latas de galletas «por soda». El barrio entero podía escucharla peleando a gritos con su hijo, Raúl, quien otra vez no le había traído el carbón para la plancha de hierro colado. Los perros, desentendidos del buen gusto, se olían los fondillos y hasta se ponían a hacer sus intimidades. Eso sí, en cuánto los satos se arqueaban para hacer sus necesidades, todo el mundo amarraba los dedos pulgares para ponerlos a pujar. Los pobrecitos animales ni se enteraban del poder mental que teníamos para estreñirlos. ¡Qué celebración si el animal dejaba el asunto inconcluso, después de un afanoso esfuerzo!

El tiempo corría con prisa, como todos los sábados por la tarde en que nos poníamos a jugar. Doña Genara, la que leía las cartas en Carioca, apenas escogió tres barajas del paquete, cuando notó que una nube negra se acercaba desde los cañaverales. «Hoy va a nevar y el río Guamaní va a cantar», pronunció, antes de recoger todo en apuros. No lo dijo como una premonición fatal, pero mi prima Cuca, supersticiosa como pocas personas, añadió enseguida: «Ah, es por eso por lo que los gatos de doña Conrada se pasaron toda la noche llamando a Raúl». Y así siguió un buen rato, imitando la voz, a veces humana, de los gatos: «Rauuul, Rauuul». Los perros se pusieron a mirarla curioseando y como si no tuvieran otra cosa que hacer. Parece que la técnica absurda de los dedos cruzados había dado resultado.

Efectivamente, no habían pasado ni diez minutos cuando una nevisca de cenizas negras comenzó a caer del cielo. Era la paja de la caña quemada a kilómetros de distancia y traída por el viento. Todos los niños y niñas volvimos a la calle, pero ahora a competir a ver quién agarraba la broza más grande y bonita. Se les veía caer con lentitud, como si fueran hojarascas de un árbol seco, columpiándose en el aire. Eso sí, a pesar de toda la gritería y tumulto, había que tocarlas con gentileza para que no se deshicieran en las manos. Hubo quien las pudo agarrar de dos o tres pulgadas. La chiquillada excitada abría las manos al aire para que la paja de la caña se posara a su gusto, como si fueran mariposas descansando de un largo revoloteo.

Mi abuelo, quien esa tarde ya estaba sofocado por el calor, las cenizas y, sobre todo, por el bullicio, se levantó de un banco de hierro que había en el balcón, e hizo un llamado que pudo haberle costado el trabajo: «Nos vamos el barrio entero para el río Guamaní». No bien acabó de decir «nos vamos», cuando ya medio mundo estaba trepado en la parte de atrás del camión de tumba. Como si hubieran presagiado la invitación, la gente ya tenía calderos repletos de comida, tanto de arroz con salchichas como de berenjenas con bacalao y guingambó. Donde único mi abuelo tiró la raya fue en el empeño que tenían algunos de que Américo Valdés trajera su cocodrilo al río. En realidad, con tanta gente en el camión, no había cabida para el pobrecito reptil.

Así, nos fuimos en la «tumba» o caja trasera del camión. Los únicos que no venían, además del reptil, eran los rastrillos y las palas de amontonar basura. El tambaleo saliendo de Carioca hizo que todo el mundo se agarrara de quien pudiera, pues las paredes de la parte trasera del vehículo eran completamente lisas. No sé si era la pobreza de entonces o la dieta más natural o el embulle de la trilla, pero nadie, que yo me acuerde, mencionó el hedor. Subimos a escondidas por las calles de atrás de Guayama, hasta llegar a la cuesta de la escuela Cautiño, en la que, al bajar de sopetón, quedó toda la gente en la parte frontal de la caja. Paco Ketty, el estadista de la gasolinera a la salida del pueblo, vio pasar el camión de carga municipal lleno de gente. Nos observó con la misma templanza con que, cada cuatro años, veía pasar las elecciones para siempre perderlas frente al candidato popular a la alcaldía. ¡Ni pestañó!

Al rato llegamos a un paraje del río, un poco más abajo de la compuerta de salida de la hidroeléctrica de Guamaní, oficialmente conocida como Carite III. En su camino desde las montañas hasta la ciudad, el río discurría primero al lado oriental de la carretera 179, de Guayama a Carite. Que yo me acuerde, entre la entrada al barrio Culebras y la hidroeléctrica III, el Guamaní era un cuerpo de agua caudaloso, de pozas hondas; y estaba salpicado, aquí y allá, de piedrotas de laja grandes, como las de monte arriba, allá en las Cuevas y en Culebras. Su cauce era raudo y violento, sin momentos mayores de descanso. Pero, al llegar casi a la planta hidroeléctrica, el río pasaba por debajo de un puente medio atravesado y zigzagueado, que lo dejaba del otro lado de la carretera. Si uno venía del pueblo, camino a Guamaní, lo tenía a la izquierda; y al cruzar el puente, a la derecha. La mística del puente se intensificó, años después, cuando vinieron desde Hollywood a descarrilar un carro para la serie de televisión The Mob Squad.

Era imposible evitar entonces la impresión de que más abajito de la planta hidroeléctrica estaba la frontera entre el clima tropical húmedo de los campos de Guayama y el clima semiárido de sus llanos y valles. El verde de más arriba del puente fue siempre más intenso, más lleno de vida, que el de Rincasina o el barrio Olimpo. Y en Guamaní, incluso no muy adentro en los montes, llovía todos los días, hasta dos y tres veces. Esto explica, quizás, el contraste entre la poesía criollista y la de contenido negrista, en la lírica de Palés.

El punto es que más abajito del puente había una veguita de terreno en la que el río Guamaní se extendía a plenitud. Allí, su cauce febril se tornaba de repente más sereno y manso. Tan era así, que en algunas partes la gente lo cruzaba con sus carros, o se estacionaba en el mismo medio de la corriente para lavar los vehículos o reposar. Claro, no bien llegó mi abuelo, la gente de Carioca se tiró del camión y se fue para la salida del agua de la hidroeléctrica. Raúl, el de doña Conrada, que era el más aventurero, se colocó de espaldas en la boca misma de la tubería de escape, conteniendo así con su cuerpo el golpe del agua que, a presión forzada, salía de la planta hidroeléctrica. Tras él, se fueron los niños y niñas de Carioca, vestidos con las más variadas prendas; pues traje de baño, lo que se dice traje baño, nadie tenía. El reto era mantener el grupo junto; es decir, que nadie se cayera con la fuerza del chorro de la tubería de escape. Las piernas y el cuerpo entero de Raúl temblaban sin parar, mientras que el agua que se escapaba a su alrededor formaba una ducha descontrolada que empapaba a todo el mundo. Demás está decir, la osadía era alocada en extremo, pues los golpes de agua a elevada presión podían llegar en cualquier momento y sin mucho aviso.

Entre la toda muchachería presente, yo era el de mayor timidez. Por eso, en lugar de acercarme a la tubería de escape de la hidroeléctrica, me arrimé a la orilla opuesta. Creo que fue allí donde por primera vez vi una mata de camándulas, con sus semillas grises, violetas y carmesí. Años después, descubrí que no era tanto la planta hidroeléctrica, como el sistema de Riego de la Costa Sur, lo que hacía que el Guamaní se tornara menos caudaloso en el lugar. El agua de la planta de electricidad llegaba, en realidad, por medio de un tubo de presión desde los montes bien arriba, pues se nutría del nacimiento del río La Plata. Por eso la fuerza del chorro de escape. Pero, allí mismo, casi a metros de la planta Carite III, estaba la toma de agua para el sistema de riego del sureste-oriental, que irrigaba los terrenos de caña desde Guayama hasta Arroyo. Esa agua, en particular, era del río Guamaní.

Sea como sea, en la orilla opuesta a la planta hidroeléctrica, las aguas del río Guamaní eran poco profundas y corrían, con agilidad infantil, por encima de un manto parcialmente sumergido de rocas de lajas. Aquí y allá, las piedras asomaban sus cabezas y formaban pequeñas pozas. Lo principal, al menos para mí, era la amplitud de un cuerpo de agua siguiendo un cauce juguetón entre obstáculos desiguales. El río apenas subía de mis pantorrillas. Algunos rayos de sol descendían con timidez de las ramas de los árboles, y se quedaban un rato rebotando en las olas y remolinos que formaba la corriente al chocar con las piedras. Semejaban los rizos y bucles de una hermosa cabellera expuesta al viento.

Cerré entonces mis ojos, como solo puede hacerlo un niño, y me puse a jugar al esconder con el río. Y allí estaba, tras la nada de mis ojos, el regalo hermoso de la voz del Guamaní, su musicalidad al atravesar la alfombra extendida de pequeñas rocas volcánicas. Genara lo había anunciado con sus cartas: Ese sábado, el río Guamaní habría de cantar. Y yo pude escuchar su voz. Pensé en los jarrones de mi tía abuela Lila, siempre llenos de piedras de laja para mantener ambientada el agua; en contraste con el calor sofocante y la sequedad absoluta de las parcelas del barrio Corazón, otra comunidad de proletarios pobres y negros al oriente de Guayama. A ratos, la voz del Guamaní se me antojaba idéntica a la del agua del jarro de tía Lila, cuando ella la servía en las latas recicladas como vajilla para tomar. Y es que ese sábado, lo recuerdo muy bien, el Guamaní era un jolgorio de jarrones de agua y remolinos traviesos.

El encendido del camión fue el anuncio chirriante de que ya era hora de partir. El barrio Carioca entero se había desparramado ese día en el río Guamaní y sus alrededores. Irse no era fácil, pero mi abuelo era como el tiempo: no gustaba de esperar por nadie. Ya montada toda la gente en la caja posterior del vehículo, comenzó a llover. Habría dado lo mismo quedarse que irse, al menos para quienes no iban al frente en la cabina del chofer. Las gotas taconeaban al caer sobre la superficie del camión y sobre la carretera. Toda la vegetación se unió al concierto, creando la impresión de que no había más universo que el sentir y escuchar la lluvia. Muy poco, sin embargo, nos importó enchumbarnos. Que se sepa, nadie en Carioca, había vivido hasta entonces la aventura mágica de viajar, bajo un aguacero torrencial, en la parte trasera del camión de basura que conducía mi abuelo Juan: «Que llueva, que llueva, la virgen de la cueva, los pajaritos cantan, la luna se levanta; ¡que sí, que no!, que caiga un chaparrón; ¡que sí, que no!, le canta el labrador».

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.