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Una ristra de santidades

Cela, delator y plagiario

Fuentes: Rebelión

Camilo José Cela cultivó una especie de relaciones públicas al revés. Presuntuoso, fatuo, mal encarado y soez casi logró la unanimidad en el rechazo a sus altanerías majaderas. Era pronto para la imprecación y el insulto; en algunas ocasiones se le recuerdan salidas ingeniosas pero estas fueron opacadas por su infame reputación. Durante mucho tiempo […]

Camilo José Cela cultivó una especie de relaciones públicas al revés. Presuntuoso, fatuo, mal encarado y soez casi logró la unanimidad en el rechazo a sus altanerías majaderas. Era pronto para la imprecación y el insulto; en algunas ocasiones se le recuerdan salidas ingeniosas pero estas fueron opacadas por su infame reputación.

Durante mucho tiempo se rumoró que había sido delator de la policía franquista y llegó a circular una copia de una carta suya ofreciendo su colaboración a los servicios especiales de la represión fascista. Ahora, ese rumor ha tomado cuerpo. Giles Tremlett, corresponsal del diario británico The Guardian ha enviado un despacho donde informa del hallazgo del historiador  Pere Ysàs de documentos que prueban que Cela fue un informante. Las pruebas aparecen en el libro «Disidencia y subversión»,  recientemente publicado por Ysàs.  

 

En una carta Cela sugiere que algunos intelectuales, disidentes en apariencia, podían ser sobornados, «domesticados» o convertidos en fieles del sistema. Cela sugirió que algunos, como Pedro Laín Entralgo, eran más susceptibles del ablandamiento por ser más débil de carácter que otros. Cela llegó a sumarse a un grupo de escépticos e inconformes para poder espiar  sus actividades.  Logró que el gobierno destinara un fondo de 120 mil libras esterlinas para corromper intelectuales. A cambio de esas prestaciones Cela pretendía que se le condecorara o recibir alguna forma de exaltación personal o distinción del régimen. Lo peor es que Cela no fue reclutado sino que ofreció, espontáneamente, su asistencia a la dictadura.

 

Cela fue acusado también de plagiario y de contratar «negros» para que le hicieran su trabajo. A eso se llamaba una práctica empleada por escritores prolíficos, como es el caso de Alejandro Dumas padre, de contratar a otros escritores para que le prepararan textos que incorporaba a sus novelas. 

En 1999 la escritora María del Carmen Formoso Lapido presentó una querella contra Cela ante la Audiencia Provincial de Barcelona,  acusándolo de plagiar una novela suya para escribir «La                         cruz de San Andrés», premio Planeta en 1994. La escritora presentó su novela «Carmen, Carmela, Carmiña» al Premio Planeta del año anterior. En opinión de la autora, entre su libro y el que resultó ganador había coincidencias temáticas, argumentales, de personajes, tiempos, circunstancias, e incluso, frases textuales  que permitían sospechar que la obra de Cela era un plagio.

 

Camilo José Cela debe su reputación literaria inicial a una novela, «La familia de Pascual Duarte», publicada en 1942, cuando España aún no lograba emerger del drama alucinante de la Guerra Civil. Alcanzó gran notoriedad, aparte de sus calidades, porque tuvo la buena fortuna que la censura franquista la prohibiese, recogiera una edición y la autorizara después.

 

El Club Francés del Libro lo declaró libro del mes cuando apareció en Paris y la BBC de Londres  afirmó que era una versión española de La Cabaña del Tío Tom, lo cual debe clasificarse entre los honores dudosos. Gregorio Marañón dijo que había tenido el privilegio  de pasar en un breve lapso de libro juvenil a libro clásico y lo elevaba a la categoría milagrosa de los libros que son violentos por ser españoles.

Otros críticos, como Federico Álvarez, han impugnado el carácter fundador de esa novela que es, para él, una obra  epigonal, «cristalización póstuma de viejos casticismos, de españolidades estereotipadas, de flecos noventayochistas.» Para Álvarez es Carmen Laforet con su novela «Nada», la que instaura la nueva narrativa. .

 

La novelística de la Segunda República, perdió  vigencia  rápidamente y este nuevo Galdós, adelgazado y pulido que ofrecía Cela, con su lenguaje clásico, significaba un desbordamiento de la pasión hispánica, un examen de la España visceral y eterna, una alternativa apetecible para algunos después de la tragedia del 36, de ahí su éxito inicial. Cela se mostraba más en sintonía con Azorín y Baroja que con la narrativa norteamericana que comenzaba a influir en Europa.

La nueva novela española arranca para algunos con «Tiempo de Silencio» de  Luis Martín Santos, en 1962 y para otros con «El Jarama» de Rafael Sánchez Ferlosio, en 1954. Junto a ellos García Hortelano, Delibes, Aldecoa, Matute y Marsé,  nacidos en la década del veinte, constituyen la verdadera promoción de narradores de calidad que comienza a escribir después de la Guerra Civil.

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