Recomiendo:
0

Cinco años de miedo, ‘libertad’ y seguridad

Fuentes: El Mundo

Un lustro después de los ataques terroristas en Nueva York y Washington, el estado de excepción que se decretó tras el 11-S se ha prolongado hasta hoy día, más o menos sigilosamente. Los tentáculos del ‘Homeland Security’, el Ministerio del Interior estadounidense, han dado lugar a una todopoderosa ‘industria de la vigilancia’, con capacidad para comprar y vender las vidas privadas en aras de la seguridad nacional

Vuelven a tomar posiciones los soldados de la Guardia Nacional. Sale de las penumbras Dick Cheney para recordar que estamos en guerra perpetua. Sigue adelante el Pentágono con su programa de escuchas telefónicas. La CIA espía las transacciones bancarias, el FBI se infiltra en los grupos pacifistas. Las papeleras de Manhattan nos increpan en inglés y español: «Si ves algo, di algo».

La sociedad orwelliana está cada vez más cerca. El estado de excepción que se decretó tras el 11-S se ha prolongado más o menos sigilosamente. La ley antiterrorista de emergencia (Patriot Act), aprobada a toda prisa tras las atentados y sin que la mayoría de los congresistas llegara a leerla, se ha convertido ya en un arma imprescindible de la Administración Bush.

El presidente justificó la semana pasada la existencia de las prisiones secretas de la CIA. Dijo que nunca autorizó la tortura, pero las imágenes de Abu Graib penden como un lacerante aguafuerte sobre sus palabras. Los tribunales le obligaron a reconocer los derechos de la Convención de Ginebra para los más de 500 presos que siguen en el gulag de Guantánamo. Y ahora, con la venia del Congreso, asegura que serán por fin juzgados en tribunales militares.

El Congreso republicano de la era Bush figura ya como uno de los más inefectivos e impopulares de la Historia. Los demócratas, complacientes, tampoco se han cubierto de gloria: los ciudadanos les consideran parcialmente culpables de los abusos de poder de estos años.

Y el miedo que no cesa, alentado por alarmas más o menos falsas como aquella del ántrax de la que nunca más se supo. O por planes de espectaculares atentados, luego desacreditados por tener su origen en «inteligencia fallida». El semáforo del terrorismo, entre tanto, parpadea entre el amarillo y el naranja inquietante. Esto es lo que Cheney bautizó como la «nueva realidad».

Antes del 11-S, en EEUU no existía siquiera la noción del Ministerio del Interior. Cinco años después, los tentáculos del Homeland Security van mucho más allá de sus 100.000 funcionarios y han dado lugar a una todopoderosa industria de la vigilancia, con capacidad para comprar y vender las vidas privadas en aras de la seguridad nacional. Los dos intentos más orwellianos de crear gigantescas bases de datos para tener fichados a millones de ciudadanos -el Matrix y el Total Information Awareness (TIA)- fracasaron antes de tiempo, pero el espectro del Gran Hermano sigue agazapado a la vuelta del semáforo, que cuenta seguramente con una cámara de vigilancia.

«La Administración Bush ha sentado las bases para crear un estado policial», asegura el abogado Ben Wizner, portavoz de la Unión Americana de Libertades Civiles (ACLU), cinco años librando una batalla constante en los tribunales norteamericanos. «Yo creo que aún no hemos llegado a este extremo, y confío en los resortes de nuestro sistema democrático para llegar a impedirlo. Ahora bien, ¿qué ocurriría si tenemos un nuevo atentado de la magnitud del 11-S?».

Wizner destaca la labor vigilante de asociaciones como la ACLU y la independencia del poder judicial, «que ha sido capaz de frenar varias veces los abusos de poder». Lo más lamentable, en su opinión, ha sido «la claudicación del Congreso, la ausencia casi total de supervisión por parte del poder Legislativo».

Poco después del 11-S, la encuestas revelaban que el 70% de los norteamericanos estaban dispuestos a renunciar a una parte de su libertad por mayor seguridad. La proporción es ahora algo menor, pero los defensores de la «seguridad a toda costa» siguen siendo mayoría.

«Las encuestas hablan de libertad y de la seguridad en sentido abstracto», se justifica Wizner. «Mucha gente interpreta la seguridad como la vigilancia, las medidas en los aeropuertos… Los números serían distintos si a la gente le preguntaran. ¿Aprobaría usted que controlaran sus llamadas o su cuenta bancaria sin autorización judicial? ¿O que el FBI reclamara en su biblioteca los libros que usted ha leído este último año?».

A los pocos días del 11-S, el presidente Bush proclamó la «guerra contra la gente que odia la libertad». La primera víctima de los atentados fue, sin embargo, la sacrosanta libertad a la americana.

Antes incluso de la aprobación de la Acta Patriota -que confirió poderes extraordinarios al FBI y a la CIA para pinchar teléfonos, espiar electrónicamente y tener acceso a los antecedentes financieros y médicos de los norteamericanos-, comenzaron las redadas secretas de ciudadanos extranjeros, en su mayoría de origen árabe, confinados durante meses. Los detenidos llegaron a superar los 800; el Gobierno nunca dio sus nombres. Unos fueron deportados, otros fueron puestos en libertad sin cargos. Decenas de miles fueron «requeridos» por la policía para responder a interrogatorios y dejar sus huellas. Ningún terrorista fue detenido por esta medida «extraordinaria».

El fiscal general John Ashcroft dejó su cargo en medio de crecientes críticas contra su exceso de celo; su sucesor, Alberto Gonzales, se convirtió pronto en blanco fácil y tuvo que explicar en el Capitolio su papel en los «métodos de interrogatorio» por la CIA, en el limbo legal de los «enemigos combatientes» de Guantánamo o en el escándalo de las escuchas secretas de la Agencia Nacional de Seguridad.

Hubo que esperar hasta cuatro años después del 11-S para conocer, en el New York Times, la existencia del programa secreto del Pentágono para espiar las llamadas de los estadounidenses sin autorización judicial. Un tribunal falló que el programa era inconstitucional. La Casa Blanca ha recurrido alegando los poderes extraordinarios del presidente en tiempo de guerra.

El secretismo a ultranza de la Administración Bush quedó una vez más en evidencia cuando meses después trascendió la existencia de otro programa -esta vez ejecutado por la CIA- para espiar millones de transacciones bancarias entre EEUU y el extranjero.

Libertad de información

Lejos de enmendar la plana, Bush y Cheney han arremetido contra los medios de comunicación por hacer la cama al enemigo y revelar la existencia de armas «secretas» contra el terrorismo. La libertad de información ha sido otra víctima de la Administración Bush, con una tendencia al secretismo superior a la de la Administración Nixon.

«Más que el terrorismo en sí, es la respuesta al terrorismo lo que puede hacer daño a la democracia», advierte el ex director del Centro para los Derechos Humanos de Harvard, Michael Ignatieff, en su artículo La paradoja de la libertad, publicado en el Economist.

Para el quinto aniversario del 11-S, el lingüista de Berkeley George Lakoff se pregunta Whose freedom? (¿La libertad de quién?). Su respuesta: «Bush trabaja en contra de la libertad, desde el momento en que promueve un asedio mental y un estado permanente de emergencia, en vez de ofrecernos la auténtica libertad: la libertad del miedo».