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¿"Desde dentro" o "desde fuera"?

Cómo hacer hoy la revolución

Fuentes: Le Monde Diplomatique

«Yo no soy comunista.» Fidel Castro, 1959. El pasado mes de octubre, el politógo progresista belga Eric Toussaint publicó un artículo titulado «Los movimientos de izquierda pueden llegar al gobierno, sin embargo, no consiguen el poder» (1), en el que exponía las dificultades e incertidumbres del binomio Pueblo-Poder, particularizando su análisis en los movimientos de […]

«Yo no soy comunista.» Fidel Castro, 1959.

El pasado mes de octubre, el politógo progresista belga Eric Toussaint publicó un artículo titulado «Los movimientos de izquierda pueden llegar al gobierno, sin embargo, no consiguen el poder» (1), en el que exponía las dificultades e incertidumbres del binomio Pueblo-Poder, particularizando su análisis en los movimientos de izquierda que se están llevando a cabo en Ecuador, Venezuela y Bolivia. Las medidas propuestas por Toussaint en ese artículo para el desenvolvimiento de la democracia en Suramérica se han convertido en la enfermedad crónica de los programas políticos de la izquierda europea. A saber: que, ya que «el pueblo no tiene capacidad de tomar el poder económico si antes no accede al gobierno,(…) es fundamental la relación interactiva entre los gobiernos de izquierda y el pueblo»; que el pueblo debe presionar al gobierno si éste no crea las estructuras necesarias para la aparición y desarrollo del poder popular; que un gobierno de izquierdas «debe acabar con la propiedad capitalista de los grandes medios de producción, de servicios, de comercio y de comunicación», reforzando a su vez «la propiedad cooperativa, la propiedad colectiva», etc.

Resulta lógico pensar que, dado que la formación social de los países del Sur es diferente a la de los países desarrollados, también las formas de abordar sus problemas deberían ser diferentes. Pero parece que los partidarios de la izquierda marxista en Europa no han sabido integrar a su imaginería política los nuevos elementos que los partidos burgueses han favorecido desde hace bastantes décadas. Estos «nuevos» elementos son, utilizando el lenguaje de la propia burguesía: la clase media y el principio de inclusión.

La extensión a casi toda la sociedad de la asistencia sanitaria, de la educación básica obligatoria, de los avances tecnológicos en materia de comunicación, de la renta mínima, del crédito y de la vivienda en propiedad, además de hacer a los no ricos partícipes de los beneficios del sistema (con las consecuencias ideológicas que ello conlleva), ha diluido los pronunciados antagonismos sociales y políticos de antaño en eso que llaman, con inexactitud, «conciencia colectiva de la clase media». Las sociedades occidentales desarroladas se caracterizan, quizás por esas mismas razones, por la desmovilización política, la apatía sindical y el desinterés de la cosa pública. Los requisitos necesarios para que no se den las condiciones subjetivas de concienciación hacia el cambio de orden económico, social y político de una manera activa y «desde abajo» son intrínsecas a los llamados países desarrollados. La equivocación más sonora de Karl Marx es que nunca se ha llevado a cabo una revolución socialista en un país capitalista avanzado. Y cuando se intentó (la Comuna en Francia, los espartakistas en Alemania, la «revolución» de Asturias en España) fue un fracaso. Por lo que, sin negar que pueda ocurrir algún día, sería preferible buscar nuevas formas para el control de los aparatos del Estado.

Dos preguntas aparecen aquí inexorablemente: la primera es si el poder político debe controlarse antes o después de la conquista del Estado, o dicho de otra forma, si es necesario llegar al gobierno para controlar el Estado. Y la segunda es si algunos principios en los que se asienta el sistema burgués son válidos y por tanto pueden usarse, o si se deben crear otros nuevos que aspiren a sustituirlos.

Para responder a la primera pregunta obviaremos el método convencional, que predica como requisito sine qua non la llegada al gobierno para el inicio de construcción de un nuevo Estado, pues ese método ha sido ya probado en múltiples ocasiones con dudosos resultados. Las instituciones burguesas no son despreciables sólo por estar insertas en el marco del capitalismo y trabajar para su mantenimiento. Partimos del principio de que los aparatos y mecanismos de gobierno propios del capitalismo son neutros. Su orientación les viene dada, generalmente, por los componentes que los forman y dirigen: las personas y su propia ideología más o menos afin a la concepción aceptada por la mayoría. Si estas personas no actuasen de acorde a lo que se espera de ellas, el sistema se orientaría de manera diferente; o aún más, si la orientación de estos aparatos fuera definida por personas de antemano discordantes con el pensamiento dominante, la orientación también sería otra.

Los marxistas se lamentan una y otra vez de la naturaleza de los aparatos creados para la salvaguarda del sistema dominante. Y en lugar de actuar allí donde más eficazmente pueden hacer que esa naturaleza sea otra, es decir, dentro de esos aparatos, conciben su «aparato ideal» fuera de la maquinaria estatal realmente existente y por la que se rige la amplia mayoría de la población. Actuando así, los marxistas se automarginan y se alejan, voluntaria y erróneamente, de la mayoría de los ciudadanos. Con una consecuencia: su política queda totalmente desconocida. Para que sea realmente útil, la transformación de un sistema económico, político, social y cultural de un país moderno y avanzado, debe hacerse «desde dentro» o no puede hacerse. Cabe preguntarse entonces si no estarán equivocados aquellos que aspiran, en la España y la Europa actuales, a una revolución al margen de las instituciones públicas, «desde abajo» y «desde fuera» hecha por las masas conducidas por uno o varios partidos políticos dirigentes, «vanguardias de la sociedad».

Todavía son pocos los marxistas que están estudiando, en este momento, en la Escuela General Militar de Zaragoza o aspirando a ocupar la Jefatura del Estado Mayor de la Defensa. Pocos también los marxistas teólogos en la Universidad Pontificia de Salamanca que quieran llevarse el Dios de la Roma de mármol a las favelas latinoamericanas de barro y de latas. Pocos los rectores de Universidad que entiendan su trabajo académico-administrativo como parte de su militancia comunista. Pocos los presentadores de informativos de las grandes cadenas de televisión o los directores de los periódicos de mayor tirada nacional que aspiren, con el uso de la verdad informacional, a cambiar la naturaleza del sistema. Pocos los marxistas en los grandes partidos políticos con aspiraciones a dirigir los ministerios de Economía, Interior o Fomento. Pocos los marxistas opositores a magistrados, aspirantes a ocupar, veinte años más tarde, el Tribunal Supremo o el Tribunal Constitucional. El cambio, inevitablemente, no llegará sino gracias al desvío del poder civil y de aquellos centros de poder pertenecientes al Estado o cercanos a él que dejan cierto margen de actuación y de maniobra, en los que se podrá ir desarrollando lentamente la nueva opción.

Para tratar de responder a la segunda pregunta, si los principios burgueses son válidos o habría que cambiarlos, debemos preguntarnos primero si esos principios son convenientes y para quién y, seguidamente, si esos principios se están aplicando. A nadie se le escapa que los principios del liberalismo político promulgados en las revoluciones burguesas del siglo XVIII son abstracciones fácilmente comprensibles por la mayoría, por lo tanto asumibles por el lenguaje popular. Nadie rechazaría de antemano estos principios básicos convertidos en derechos fundamentales, tales como la libertad (de prensa, de reunión, de expresión, etc.), la inviolabilidad (del correo, de la propiedad privada familiar, de la integridad física), o la igualdad. La duda surge cuando esos mismos principios se tambalean y no queda claro si fueron promulgados para aplicarse realmente, y para aplicarse a quién.

En noviembre de 2004, el ex presidente del gobierno español José María Aznar pronunció un discurso recordando la caída del muro de Berlín: «(…) Eso es lo que fracasó el 9 de noviembre de 1989. Todos aquellos que creían y continúan creyendo que la igualdad es más importante que la libertad también fracasaron. Aquellos que no creen en la capacidad del ser humano de encontrar la felicidad con sus propios recursos y habilidades fracasaron. Aquellos que no creen que una sociedad donde cada individuo encuentra su propia prosperidad es aquella donde todos sus miembros son más prósperos -incluyendo a los que se rezagan- fracasaron. En pocas palabras, todos los que desconfían del libre mercado, del derecho a la propiedad y de la iniciativa individual fracasaron. Por eso muchos prefieren no darse por aludidos el 9 de noviembre.» (2)

La Constitución española de 1978 establece en su artículo primero que «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político». El artículo 9 afirma que «corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas»; y el artículo 14 dice: «Los españoles son iguales ante la Ley». Las alusiones al derecho de igualdad en todas las Constituciones modernas no sólo son múltiples, sino que este derecho aparece como una de sus bases estructurales. Que un ex-presidente de gobierno dude sobre la viabilidad y compromiso de ciertos principios democráticos hace pensar que quizá éstos escondan más de lo que muchos habían imaginado, y que sea una labor primordial del marxismo conseguir dichos derechos como inicio de una labor revolucionaria «desde dentro» habida cuenta de los beneficios que los ciudadanos podrían obtener de ellos.

El peso de los derechos básicos y fundamentales involuciona a un ritmo inusual hasta ahora. La realización plena e inexcusable de las consignas que encabezaron la Revolución francesa de 1789 siguen siendo hoy, para socialistas y marxistas, un arma revolucionaria. Por eso es necesario arrancarle a los ideólogos del neoliberalismo una retórica política que no aplican, en la que no creen, pero que sigue instalada en la «conciencia colectiva de la clase media» como deseable.

La justicia social es un «agujero negro» también en los países más industrializados, y antes de buscar nuevas bases para su consecución sería conveniente hacerlo por las formas que constan como válidas, es decir, por los medios preestablecidos y aceptados por la sociedad. La única manera de que el proyecto marxista no siga siendo visto como extemporáneo e irrealizable es fundiéndose con el sistema, penetrando sigilosamente en él y poniendo a andar la maquinaria del Estado hacia una nueva finalidad. Legitimando de esta forma unas reivindicaciones que, de otra manera, aparecerían como hostiles a la ideología dominante. Sólo así, «desde dentro», el mayor número de ciudadanos se implicarán, voluntaria e irreversiblemente, en el proyecto saludable de derribar el viejo orden.

Carlos de la Rosa es Universitario.

Notas:

1. «Los movimientos de izquierda pueden llegar al gobierno, sin embargo, no consiguen el poder.» Publicado en Rebelión el 21-10-2009. www.rebelion.org/noticia.php?id=93687

2. «A los amigos de la libertad.» Discurso del ex presidente Aznar, el 9 de noviembre de 2004, en la Atlas Economic Research Foundation (Washington) al cumplirse el XV aniversario de la demolición del Muro de Berlín.

Fuente: Este artículo fue publicado en la edición española de Le Monde Diplomatique, Nº 170 de diciembre de 2009.