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A propósito de “Alternativas a la cuestión nacional. Independencia, Federalismo e Izquierda” de Joxe Iriarte “Bikila”

Consideraciones sobre la independencia y la solidaridad entre los pueblos

Fuentes: Rebelión

«Para alcanzar el tan demandado «nuevo marco democrático» es necesaria una ruptura del régimen actual de la monarquía. Esto no puede plantearse sólo desde Euskal Herria puesto que requiere la alianza con el pueblo gallego, catalán y con los pueblos de España, de Francia y de toda Europa». Así escribe Joxe Iriarte «Bikila» [JIB] en […]

«Para alcanzar el tan demandado «nuevo marco democrático» es necesaria una ruptura del régimen actual de la monarquía. Esto no puede plantearse sólo desde Euskal Herria puesto que requiere la alianza con el pueblo gallego, catalán y con los pueblos de España, de Francia y de toda Europa». Así escribe Joxe Iriarte «Bikila» [JIB] en una de las notas de su artículo «Alternativas a la cuestión nacional. Independencia, Federalismo e Izquierda» [1]. ¿Es consistente esa muy razonable posición con el resto de su planteamiento? Veamos.

JIB manifiesta identificarse con tesis defendidas por Atilio Borón y Santiago Alba Rico en un artículo, también reciente, publicado en Rebelión. Con el paso siguiente concretamente: «El internacionalismo como principio y como práctica presupone un doble reconocimiento: el de que no podemos defendernos de la globalización capitalista sino desde el territorio, definido como conjunto de bienes materiales e inmateriales que pertenecen a una población; y el de que no podemos defender el territorio sin recibir y prestar apoyo a todos aquellos que luchan, en cualquier lugar del mundo, contra las clases y las naciones dominantes» [la cursiva es mía]. La solidaridad, prosiguen Borón y Alba Rico con el acuerdo de JIB, es más, mucho más que un impulso moral o un instrumento pragmático: «es una vacuna infalible contra las quimeras del cosmopolitismo y contra los potenciales fascismos de las identidades étnicas, ontológicas o raciales». Por eso, concluyen, la izquierda digna de ese nombre «ha aceptado siempre como lo más natural y lo más propio de su proyecto liberador la fusión entre el derecho de autodeterminación de los pueblos y el principio de la solidaridad internacionalista». De ahí el disgusto, compartido también por JIB, cuando en esta situación de crisis-estafa algunas voces nacionalistas argumentan que España -sin definición territorial precisa por lo demás- es una ruina y por tanto, «lo más razonable es dejarles» (es decir, por decirlo más claramente, lo menos razonable y solidario es darles, como acostumbran a practicar los ricachones y descreadores de la Tierra, una patada en el trasero y ahí se les apañen).

Esta elitista e insolidaria idea de independencia -¡lejos, muy lejos de los pobres o arruinados! Digámoslo a la Padania: ¡huyamos como de la peste de esos sucios, tenebrosos y ruinosos territorios sociales!- está muy alejada del independentismo que propugna y defiende JIB, fundamentado el suyo, asegura, «en una visión de pueblos libres asociados entre sí en pie de igualdad». Pueblos que a pesar de sus diferencias «deben coordinarse y unirse en la lucha contra el enemigo común». Por si hubiera alguna duda, JIB señala que, desde otra perspectiva (acaso innecesaria de señalar o cuanto menos no esencial), el planteamiento criticado se vuelve en contra de la propia finalidad deseada y buscada, ya que, por ejemplo, se da la circunstancia de que Euzkadi Norte «es económicamente [un territorio] menos avanzado que la mayor parte del hexágono» vecino. Por lo tanto, en la lógica del ricachón, que se combate, debería despreciarse o menospreciarse: no va con nosotros, no son de los nuestros, son sucios, su alma y territorio no son de oro ni de plata. ¡A la cuneta, al olvido o los márgenes con todos ellos!

Tampoco le pasa inadvertido a JIB la consideración de quienes son los verdaderos responsables de que España sea una «ruina» y esté hecha «unos zorros». En ello -y el recuerdo honra a JIB- han contribuido lo suyo las élites económicas vascas (¡el ladrillo y la pasta! ¡ay el ladrillo y la pasta!) y las políticas del PNV apoyando lo que llama desvaríos de Zapatero y Rajoy. Por lo demás, y a diferencia de lo que ocurre acentuada y crecientemente entre algunos sectores del nacionalismo conservador catalán -no sólo entre éstos- que suelen identificar España con Queipo del Llano + Franco (no con Porcioles ni con Juan Antonio [¡Joan Antoni! ¡qué risa tía Felisa!] Samaranch desde luego), con los golpes de Estado, el conservadurismo opusdeísta y las barbaries cultural, España es también para JIB «la plaza del Sol», el Madrid resistente, los mineros asturianos (y de otros territorios peninsulares) y los jornaleros andaluces en lucha. Muchos más ejemplos podrían sumarse. Una de las dos Españas machadianas sigue helando el corazón, por no hablar de la Catalunya del «seny», de la corrupción generalizada, de la sacristía y de los negocios emprendedores. Con la otra, con la España republicana y antifranquista de García Lorca, Ibárruri, Cernuda, Negrín, Ruano y Sacristán, JIB comparte «aspiraciones emancipatorias en pie de igualdad y dentro de Europa». ¿Quién no puede compartirlas?

No se pueden contraponer, sostiene JIB, las aspiraciones soberanistas a las de justicia social; de igual modo, y complementariamente, «quedarse al margen de las demandas soberanistas con la excusa de que lo uno entorpece lo otro». Una estrategia transformadora, ésta es su posición, debe integrar uno y otro nudo. Para JIB, una muestra de la confusión existente al respecto son las opiniones de Mikel Arana, el que fuera candidato a lehendakari por Ezker Anitza-IU, cuando, según señala, afirmó que el planteamiento soberanista, desde un punto de vista de clase y en un momento de crisis, era insolidario con el resto de los trabajadores del estado (No puedo discutir la fundamentación de esta crítica en estos momentos).

Desde cuándo, se pregunta JIB, la solidaridad es mayor cuando «existe un poder central o federal superpuesto a las partes que cuando la distribución se basa en una solidaridad consensuada y voluntaria», incluyendo en la disyunción un «federalismo superpuesto» inconsistente con las demandas federalistas de nuestra tradición. Por qué regla de tres, añade, una Euskal Herria dependiente es más solidaria de lo que podría ser una Euskal Herria soberana, sin precisar bien en qué condiciones «Euskal Herria» sería «una sociedad dependiente» y cuándo una «sociedad soberana».

JIB cree que «la defensa de la independencia en Catalunya y Euskal Herria no es contradictoria con la lucha anticapitalista en tiempos de crisis». ¿No lo es? ¿No es romper lazos o relaciones con clases, grupos y colectivos que están, cercanos, muy cercanos, en el mismo luchar de la trinchera de una profunda, dura y criminal guerra de clases iniciada, dirigida y hegemonizada hasta el momento por los descreadores de la Tierra, incluyendo en estos, claro a está, a los catalanes, vascos y restantes ciudadanos privilegiados de Sefarad?

Eso sí, en ningún caso, es una panacea o la única solución, prosigue JIB, «como a veces se desprende de algunas afirmaciones de sectores nacionalistas, incluso de izquierdas». ¿Por qué? Porque todo depende «de qué modelo de independencia se logre y qué uso se haga de los instrumentos y mecanismos derivados de la soberanía nacional». Un ejemplo ilustrativo, lo apunta el propio JIB, es el caso de Letonia [2]. En todo caso, para él, en la coyuntura actual, son sus palabras, la independencia no debe constituir el eje principal de la lucha nacional de Euskal Herria. No, en absoluto. En su opinión, «esta lucha ha de centrarse, sobre todo, en la creación de un frente amplio por el derecho de autodeterminación, en el derecho a decidir» (en el caso de Catalunya, ambas vindicaciones se unen fuertemente: derecho a la autodeterminación como trámite hacia la independencia… o interdependencia, según neologismo de don Artur Mas, el de Aula).

A pesar de todo lo anterior, JIB esgrime algunas razones a favor de la independencia de Euskal Herria (que, en su opinión, sin argumentarlo concretamente, son válidas también para el caso Catalunya).

La primera: en lo relativo a la cuestión nacional, el «Estado español (monárquico) y el francés (republicano) no son transformables». Al margen de la voluntad de la población afectada, estos estados «se consideran a sí mismos territorios indivisibles y únicos depositarios de la soberanía y la autodeterminación nacional». ¿Y por qué esa inmutabilidad histórica? ¿Por qué Francia y España no pueden transformarse en ese nudo? ¿No puede empujar la ciudadanía no catalana y no vasca (también estas desde luego) hacia escenarios muy otros? ¿No estamos acaso viendo muestras de ello entre ciudadanos que respetan y abonan, como ha sido así durante décadas, los derechos nacionales de vascos, catalanes o gallegos?

La segunda razón: estos estados no aportan, sostiene JIB, ninguna ventaja derivada de su mayor tamaño en relación a las naciones que oprimen «y que son poco eficaces a la hora de buscar soluciones a problemas que sólo pueden abordarse a escala continental o mundial como la degradación medio ambiental o el cambio climático». No se trata de que esos «estados», en su actual composición, aporten nada. Se trata, claro está, de que entre todos los ciudadanos-trabajadores de esos estados aportemos elementos de ruptura, una nueva cultura y construyamos los ejes básicos de una nueva civilización.

El Estado español, señala JIB, ha tenido tres ocasiones de oro para cambiar de rumbo: la primera y la segunda repúblicas, y la transición-transacción, la «Inmaculada transición» de la que habla con logro y acierto nominal Jorge Riechmann. El peso del nacionalismo reaccionario español en el aparato de estado y entre las clases dirigentes y sectores de la sociedad española derrotaron en los dos primeros casos (no entro en el papel de las fuerzas conservadoras catalanas y vascas, Lliga de don Fancesc Cambó, sectores de ERC y PNV, en la segunda República y durante los tres años de resistencia al intento de golpe de militar exprés) y arrastraron en el tercero, al resto de las fuerzas políticas hacia un proyecto que negaba la plurinacionalidad en beneficio de la nación española y depositaba la garantía de su integridad en las fuerzas armadas, operación en la que, como se recuerda, las posiciones del PNV y CiU, especialmente de estos últimos, no estuvieron por abonar ningún ejercicio del derecho de autodeterminación (un derecho, por cierto, que sí fue defendido por el diputado canario comunista Sagaseta).

La pregunta de JIB, pertinente sin duda: ¿cabe una cuarta oportunidad, una hipotética III República democrática y plurinacional donde Euskal Herria se reubique en libertad? No se puede descartar, responde, «al menos transitoriamente esa hipótesis, pero es harto improbable». Por todo lo expuesto, señala, «a lo que se añade la negativa evolución del problema nacional… a escala europea», le parece que las dinámicas soberanistas -que, admite, en principio podrían ser compatibles con el confederalismo- «apuntan hacia el independentismo; es decir, la inserción, directa y sin intermediarios, en una Europa Federal, conformada por pueblos y naciones soberanas, libremente asociados entre sí». Nada dice JIB sobre qué Europa federal sería esa, la conformada por pueblos y nacionales realmente soberanos, y si es probable o no pensar en un horizonte político de estas características en estas circunstancias. ¿No sería necesario un enorme, cohesionado y unido movimiento popular europeo para conseguir cualquier avance en esa dirección? ¿No habría que unir muchas, muchas fuerzas, todas las que podamos, para una tarea así? Esta hipótesis, la que él defiende, concluye un pelín contradictoriamente JIB, está abriendo camino «en numerosos analistas que se muestran favorables a una salida confederal o federal de libre adhesión».

Para acabar en algún momento. Si, como se señaló, para alcanzar el tan demandado «nuevo marco democrático» es necesaria una ruptura del régimen actual y esto no puede plantearse sólo desde Euskal Herria (o desde Catalunya por supuesto) puesto que se requiere la alianza con los pueblos gallego, catalán y con los pueblos de España (y también de Francia si se quiere, e incluso de toda Europa), ¿no sería más justo, más solidario, más razonable, más eficaz incluso, la lucha unida de todos los pueblos de la España plurinacional por un programa de lucha anti-neoliberal que en absoluto olvide los derechos nacionales de todos los pueblos y comunidades? ¿Qué ganan las clases desfavorecidas y explotadas de todo el Estado, también las catalanas por así decir, con la separación de una Catalunya dirigida durante décadas por una formación de derecha extrema neoliberal como es CiU o en el caso de Euzkadi dirigida por un PNV algo menos hegemónico? ¿No era la solidaridad la ternura de los pueblos? ¿No es posible una convivencia en paz, justicia y respeto de los pueblos que hoy componemos Sefarad? ¿Tan lejos están Castelao, Aresti, Salvador Espriu, Celaya, Gamoneda y Blas de Otero? ¿No se construyeron puentes afables y solidarios a lo largo de 40 años de lucha antifranquista? ¿Por qué debe habitar el olvido sobre una página así?

PS. JIB recuerda la respuesta que Jordi Borja y Antoni Domènech dieron a la solicitud de suscribir el «manifiesto federalista» impulsado por un grupo de intelectuales catalanes [3]. En su opinión, la respuesta de JB y AD es impecable. Pero añade, pareciendo referirse a ambos autores, «quiero reseñar, no obstante, lo sospechoso que me resulta la defensa del federalismo en tiempos de demanda independentista. Tal defensa (del federalismo) me hubiera parecido además de legítima mucho mas apropiada, en momentos de fuerte ofensiva recentralizadota o contraria a los derechos nacionales de Catalunya. Callar entonces, y defender ahora el federalismo, da que pensar de cómo funciona en cierta izquierda la cuestión de las nacionalidades». JIB es injusto por desconocimiento. Más allá de si la opción federalista recoge hoy las posiciones actuales de Borja y Doménech, de ambos se pueden decir muchas cosas pero ninguna de ellas puede rimar con silencio o con callarse. En otros momentos y ahora. En el caso de Jordi Borja y Antoni Domènech, el resto nunca ha sido silencio sino todo lo contrario: resistencia y combate. Su trayectoria de lucha socialista democrática, antifranquista y anti-neoliberal abarca varias décadas, casi medio siglo. Han sido y siguen siendo referentes de muchos de nosotros.

Notas:

[1] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=158345

[2] Letonia consiguió la independencia de la URSS hace 20 años. Desde entonces ha estado gobernada ininterrumpidamente por un partido neoliberal. Resultados: empobrecimiento de la población, una tasa de paro del 20% y una emigración de 25% (el 40% de la juventud letona). De 2,7 millones de habitantes cuando alcanzó la independencia, apenas quedan hoy 2 millones.

[3] «Por qué no firmamos el Manifiesto federalista de los intelectuales catalanes» http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=5349

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