Israel bombardea el territorio sirio y al día siguiente EEUU impone sanciones económicas al gobierno de Damasco. EEUU amenaza a Irán por su indemostrado propósito de fabricar armas nucleares y al día siguiente el congreso de EEUU aprueba un programa para la investigación y producción de «bombas atómicas de bolsillo», más manejables y más destructivas. […]
Israel bombardea el territorio sirio y al día siguiente EEUU impone sanciones económicas al gobierno de Damasco. EEUU amenaza a Irán por su indemostrado propósito de fabricar armas nucleares y al día siguiente el congreso de EEUU aprueba un programa para la investigación y producción de «bombas atómicas de bolsillo», más manejables y más destructivas. EEUU invade con 150.000 soldados Iraq y al día siguiente exige que se vayan del Líbano los 35.000 soldados sirios que se estaban ya retirando en cumplimiento de los acuerdos de Taif. EEUU impone unas elecciones libres al Iraq ocupado y al día siguiente alega que en Líbano no puede haber elecciones libres mientras en su territorio haya presencia militar extranjera. EEUU bombardea, tortura, secuestra y hace desaparecer ciudadanos en todo el mundo, normaliza la guerra preventiva y liquida la presunción de inocencia, legaliza las ejecuciones extrajudiciales y se niega a suscribir 21 tratados internacionales (incluido el de Eliminación de la Discriminación contra las Mujeres y el de Defensa de los Derechos de los Niños) y al día siquiente elabora y obliga a aprobar en Ginebra una resolución a fin de que se verifique el respeto de los derechos humanos en Cuba.
Estas son algunas muestras al azar de eso que llamamos «doble rasero»; de eso que llamamos una y otra vez «doble rasero», con una cierta complacencia, como si nos resultase más satisfactorio haber encontrado una palabra para una monstruosidad que repugnante la monstruosidad misma, y como si se tratase de nombrar los atropellos y de repetir su nombre y no de impedir sus efectos; y como si, en un agradable reparto de papeles, el deber de los EEUU fuese desbaratar niños y leyes y el nuestro contestar «doble rasero» (¡doble rasero!), y tanta tranquilidad nos produjese pronunciar estas dos palabras juntas que casi nos indignaría que EEUU no nos diese más ocasiones de hacerlo. La realidad puede ser violada un número ilimitado de veces, pero las palabras no pueden repetirse más allá de un límite sin naturalizar las violaciones; nuestra impotencia las convierte en simples sellos o etiquetas de una cadena de montaje, en los rótulos arbitrariamente sancionadores de la clasificación de Linneo: los EEUU producen nuevas especies y nosotros, al final de la cinta, las embotellamos. Todos sabemos que el gobierno estadounidense incurre en un «doble rasero» en Iraq y en Cuba; todos sabemos, incluso Bush, que no es una cosa bonita. Pero esta misma conciencia, allí donde la conciencia se contenta consigo misma, demuestra que nos da igual vivir en un mundo que no es bonito o, más allá, que aceptamos que un mundo que no es bonito es, en cualquier caso, el mejor de los mundos posibles. Bush aprieta el acelerador con su gran bota y nosotros embragamos con nuestra pequeña conciencia.
Un psicólogo podría interpretar el «doble rasero» como un desdoblamiento de la personalidad o como una de esas «proyecciones freudianas» en virtud de la cual un cura paidófilo puede exigir a su víctima que le pida perdón o un violador juzgar a la mujer violada por lo que él la ha hecho. Un moralista podría describir el «doble rasero» como esa forma extrema y obscena de hipocresía que la literatura nombró para siempre como «tartufismo». Pero las violaciones en el orden político deben ser explicadas a la luz de su legitimidad; es decir, por el éxito de su recepción en la conciencia de los espectadores (que son también sus potenciales víctimas). No hay en la actitud criminal de los EEUU ningún desdoblamiento de la personalidad, ninguna proyección freudiana, ningún tartufismo; si puede torturar en Abu Gharaib y condenar a Cuba en Ginebra, aún a sabiendas de que no es bonito, no es porque se resigne a aceptar un margen de fealdad moral en sus acciones: es porque funciona. Puede utilizar alternativa o simultáneamente las bombas de racimo y las instituciones de la ONU porque sabe que su legitimidad es anterior y está fuera de sus acciones concretas, como la del Dios que manda diluvios y plagas sobre la tierra. Todo lo que haga EEUU estará bien, aunque no nos parezca bonito, por la sencilla razón de que tiene el poder para matarnos, individual o colectivamente, si es que no somos lo bastante ricos o lo bastante deshonestos para ser felices con nuestra «pequeña conciencia».
En este año cervantino conviene recordar el razonabilísimo alegato del ventero Palomeque (Parte I, capítulo 32) frente a los que sostenían el carácter fantástico y mendaz de las novelas de caballerías: «A otro perro con ese hueso. ¡Como si yo no supiese cuántas son cinco y adonde me aprieta el zapato! No piense vuestra merced darme papilla, porque por Dios que no soy nada blanco. ¡Bueno es que quiera vuestra merced darme a entender que todo aquello que estos buenos libros dicen sea disparates y mentiras, estando impresos con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos fueran gentes que habían de dejar imprimir tanta mentira junta, y tantas batallas, y tantos encantamientos que quitan el juicio!». En el mismo sentido, en el capítulo 50, un Don Quijote hechizado y enjaulado arremete contra el canónigo de Toledo, al que oye condenar las patrañas de Amadís y don Hircanio: «¡Bueno está eso! Los libros que están impresos con licencia de los reyes (…), ¿habrían de ser mentira, y más llevando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar y las hazañas, punto por punto y día por día, que el tal caballero hizo, o caballeros hicieron?».
En estos dos pasajes, denuncia e instrucción de todos los Goebbels de la tierra, la sencilla perspicacia de Cervantes nos explica a los ciudadanos del siglo XXI por qué seguimos creyendo los disparates de El País, de El Mundo o de la CNN; y por qué, si se trata de investigar las torturas de Abu Gharaib y el asesinato de José Couso o de averiguar lo que pasó en Jenin, consideramos «fuentes autorizadas» al Pentágono o a la Tsahal (y por qué las víctimas están siempre «desautorizadas» para hacerse oír). Estos dos pasajes explican asimismo por qué «el doble rasero» funciona por encima de sus contradicciones morales y de sus efectos devastadores; podríamos denominarlo «paradoja de Amadís» o «paradoja de la licencia real» y enunciarla de esta manera: «el que es capaz de matar a todo el mundo, es incapaz de ser malo». Una instancia que reúne tanto poder, un gobierno capaz de lanzar dos bombas atómicas, un país capaz de fabricar pretextos para invadir Vietnam o Iraq, un imperio tan incontestable que puede dar golpes de Estado, bombardear civiles, sembrar uranio empobrecido, yugular por hambre, asesinar presidentes en todo el mundo, un ejército con un presupuesto de 400.00 millones de dólares, un poder -en fin- suficientemente grande para todo esto, en condiciones incluso de destruir el planeta, ¿cómo no va a ser sincero, puro, digno de confianza? ¿Cómo no va a querer lo mejor incluso para los que asesina? ¿Cómo no creer que, si invade Iraq y exige la retirada de las tropas sirias del Líbano, lo hace en beneficio de todos? ¿Cómo no va a tener razón si tortura en Abu Gharaib y condena a Cuba en Ginebra?
Es esta paradoja de Amadís, que demuestra que el bien y la verdad son anteriores y están fuera de esas instituciones que han dejado de servir para limitar el poder (y de ahí que vivamos de nuevo en una teocracia que no deja de invocar razones teológicas para su existencia), es esta paradoja -digo- la que explica por qué ningún hecho podrá desmentir jamás la realidad de las novelas de caballerías; es decir, por qué nada realmente ocurrido podrá desmentir jamás la bondad de EEUU y la maldad de Cuba. Las torturas, los desaparecidos, el uranio empobrecido, la guerra preventiva, la suspensión de derechos civiles, las ejecuciones extrajudiciales, las dictaduras locales, la pobreza inducida, son sólo los lamentables efectos colaterales negativos del despliegue sobre el mundo del Bien Supremo; la educación gratuita, la sanidad universal, la solidaridad internacional, la vivienda y la alimentación aseguradas, el arte liberado del mercado, la democracia en camiseta, son sólo, por su parte, los afortunados efectos colaterales positivos del Mal Supremo. Con independencia de sus efectos, ¿habrá algún hombre bueno que dude entre el Bien y el Mal?
(La misma paradoja, por cierto, explica el hecho -entre otros muchos- de que se siga hablando rutinariamente de «culto a la personalidad» en relación con un país en cuyas calles no hay una sola representación de Fidel Castro mientras se acepta como normal, bonito, ejemplar incluso, el que millones de personas que no creen en Dios se arrodillen ante el Papa, cuya vida en cromos -Wojtila jugando al fútbol, Wojtila esquiando, Wojtila niño compartiendo su merienda con un compañero- acaba de ponerse a la venta en todos los quioscos de Italia).
Hay tres -y sólo tres- motivos para atacar a Cuba: la ignorancia, la cobardía y el interés. Los tres comparten un rasgo común: que los tres se inclinan ante el poder más fuerte. Pero en descargo de la ignorancia, cumple decir que los locos normales de este mundo -como el ventero Palomeque- se inclinan ante el poder, si se quiere, por razones honorables, empujados por la bonhomía y la rectitud moral: el ignorante, que identifica el poder con la verdad, se inclina ante el poder no porque sea poderoso sino porque lo cree verdadero. Y así cree, en virtud de «la licencia real» impresa en los periódicos y en la televisión, que Cuba es una dictadura, que en la isla se persigue legalmente a los homosexuales o se encarcela a los poetas, cosas que muy justamente le repugnan. El caso de los cobardes e interesados es muy distinto; no hablamos ya de locos normales, la gran mayoría de los españoles, sino de cuerdos deshonestos que se representan Cuba exactamente como es y la combaten; saben que en ella hay más igualdad que en el resto del mundo, saben que en ella hay más libertad que en el resto del mundo, saben que en ella hay más dignidad que en el resto del mundo y, con todo y con eso, se inclinan ante el poder más fuerte y se inclinan, al contrario que el bueno de Palomeque, precisamente porque es el más fuerte. Los interesados se inclinan porque nada odian tanto como este mayor nivel de igualdad, de libertad y de dignidad, obstáculos en el atesoramiento de sus privilegios. Los cobardes, por su parte, se inclinan porque la igualdad, la libertad y la dignidad cuestan mucho más caros que un coche, una reputación o un ministerio. La ignorancia conserva para la futura humanidad una corriente de ingenuidad mal dirigida; el interés revela la claridad destructiva del enemigo; la cobardía (ay la cobardía de nuestros intelectuales y nuestros políticos) acciona la doble inmoralidad del que se traiciona a sí mismo para traicionar la libertad de todos.
El pasado 14 de abril, coincidiendo con la resolución de Ginebra contra Cuba (qué casualidad), un cogollo de cobardes e interesados se reunió en la sede de El Mundo para premiar a Raúl Rivero y homenajear las plagas y los diluvios. Allí había empresarios (Florentino Pérez), banqueros (Patricia Botín y Francisco González), políticos del PP (Mariano Rajoy o Esperanza Aguirre) y gobernantes en ejercicio (Rodríguez Zapatero), todos ellos convocados por el pequeño conspirador mediático-golpista Pedro J. Ramírez, representante del terrorismo de papel (y digital también). Resultaba casi conmovedor ver a estos gigantes micomicóneos, rivales en tantas ocasiones, apiñarse en un unánime acuerdo contra la nobleza, el valor, la justicia, el sacrificio, la belleza, la honradez, el ingenio, la sencillez, la austeridad, la alegría, el pensamiento, el desinterés, la verdad, el amor, el buen gusto, la rectitud, la infancia, la salud, el bienestar, la vida y -en definitiva- la emancipación de la humanidad. Resultaba también casi enternecedora la soledad de un único cobarde entre tantos interesados y verlo luego rebajarse hasta la bajeza de un ladrón; porque Zapatero, sí, que dice querer a Cuba -como si Cuba fuesen palmeras y sierras y no el pueblo que anda por ellas y el gobierno que han elegido- robó en voz alta y a la vista de todos las palabras «conciencia» y «libertad», palabras que -lo sabe él muy bien- fueron desenterradas en Cuba, hace 45 años, para airear el mundo de todos y que no pueden pronunciarse ante banqueros, empresarios y muñidores capitalistas sin que truenen amenazadoras como un cañón y dolorosas como un cuchillo: ganchos de carnicero para colgar mayorías, puñales de lujo dirigidos contra todos los pueblos de la tierra. Usar esas palabras contra Cuba y ante esos oyentes no es sólo algo parecido a lo que sería patentar el aire de los bosques o los colores del Machupichu; es -aún peor- exigir la extinción de la lengua castellana y decretar la muerte de todos los hombres a los que ella une.
Que la ignorancia, la cobardía y el interés, mayoría electoral de Europa y EEUU, alcen sus voces contra Cuba ofrece toda la medida del peligro presente. Pero que sólo la ignorancia, la cobardía y el interés alcen sus voces contra Cuba, significa en definitiva que la razón, la verdad y la justicia siguen de su parte.