«Vemos germinar un futuro brillante en el Gran Medio Oriente», afirmó el presidente estadounidense George W. Bush en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Sin embargo, observadores y analistas realizan un balance más que crítico de la «guerra mundial contra el terrorismo», lanzada por Estados Unidos hace cinco años. Washington se revela incapaz de […]
«Vemos germinar un futuro brillante en el Gran Medio Oriente», afirmó el presidente estadounidense George W. Bush en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Sin embargo, observadores y analistas realizan un balance más que crítico de la «guerra mundial contra el terrorismo», lanzada por Estados Unidos hace cinco años. Washington se revela incapaz de pensar los nuevos tipos de conflicto.
El 12 de septiembre de 2001 debía iniciarse’ en la Universidad Estadounidense de París un curso titulado «La guerra asimétrica en la era de la mundialización». Los acontecimientos del día anterior en Estados Unidos brindaron, evidentemente, un perfecto estudio de caso: Al-Qaeda, un grupo transnacional según el modelo del Segmented, Polycentric Ideologically Networked Groups (SPIN, Red Ideológica Policéntrica Segmentada), con una estructura flexible y horizontal, a la manera de los grupos ecologistas o feministas, y también de las organizaciones clandestinas como las mafias, los carteles de droga y otras redes de tráficos ilegales (1).
Pero desde el 11 de septiembre Washington redefinió las amenazas y los enemigos asimétricos distinguiendo sólo entre «los que están con nosotros» de «los que están contra nosotros», en función del humor y los intereses de quienes toman las decisiones, sin gran relación con las nuevas amenazas «reales».
Transformar movimientos clásicos de resistencia anticolonial y regímenes laicos en objetivos de la guerra global contra el terrorismo, poniéndolos en la misma categoría que Al-Qaeda y otras redes criminales, fue algo más que un error: fue una catástrofe.
Durante los diez años anteriores, unos cuatro millones de personas, principalmente civiles, perecieron en guerras no convencionales, financiadas por el tráfico de diamantes, de drogas o de armas. Esto atemperó en parte el optimismo nacido al final de la Guerra Fría. Antes, la mayoría de los conflictos resultaban de la rivalidad entre las dos superpotencias. Ahora, los planificadores del Pentágono asocian las nuevas guerras a la mundialización y analizan la amenaza que representan para la seguridad de Occidente. Identifican especialmente dos tipos de amenazas, denominadas asimétricas: por un lado, guerras internas, debidas principalmente al debilitamiento o a la desintegración de algunos Estados bajo la presión de la mundialización; por otro, amenazas transnacionales provenientes no de otro sistema, territorio o religión, sino de un nuevo paisaje estratégico más violento, con «pequeñas guerras criminales», subdesarrollo y transformaciones demográficas.
Generalmente se admite que las amenazas globales asimétricas. del tipo Al-Qaeda surgen de la rebelión de poblaciones arrolladas por la mundialización. Desde los Estados sin porvenir, como Somalia, hasta los bolsones de pobreza existentes en los Estados más ricos, esas poblaciones se levantan contra los centros que dominan el planeta. Encendidas por las desigualdades que produce la dominación neoliberal, utilizan las nuevas tecnologías de la comunicación para acercar a los rebelados de todos los países.
Todo esto poco tiene que ver con Hamas, Al Fatah, Hezbollah u otros movimientos de resistencia nacional como el de Irak. La administración del presidente Bush ha demonizado a todos esos grupos, los ha asimilado a Al-Qaeda y presentado como vinculados con el «fascismo islámico», en lugar de involucrarlos en procesos políticos que condujeran hacia la liberación de sus territorios, lo que habría podido contribuir al combate contra Al-Qaeda.
Sin embargo, el hecho de que esos movimientos dirijan guerrillas urbanas de baja intensidad no los emparenta -aun cuando a veces recurran al terrorismo- con el mismo peligro asimétrico global. Contrariamente a la «yihad contra los cruzados y los judíos», ellos se apoyan en una base popular y muestran objetivos territoriales justos y definidos; y se declaran dispuestos a soluciones políticas.
Aunque Estados Unidos no ha sufrido (todavía) nuevos ataques, los atentados que sacudieron a capitales como Madrid y Londres fueron perpetrados por musulmanes occidentales. Éstos se inspiraron en el programa populista de Al-Qaeda, pero también en las imágenes guerreras provenientes de Irak y Palestina; son propiamente la definición de los ataques planetarios de carácter global y «asimétrico».
«Fracasando con éxito»
Al-Qaeda y otros grupos del mismo tipo sacan provecho de la guerra lanzada desde hace cinco años para aplastarlos. Su poder reside en su capacidad para asegurarse el apoyo y la adhesión de musulmanes oprimidos y encolerizados, que se sienten afectados por la «guerra mundial contra el terrorismo» llevada a cabo por Washington y sus aliados en Afganistán, Irak, Palestina y Líbano. La inteligencia y el carácter imprevisible de esta acción asimétrica contrasta de manera sobrecogedora con el empleo excesivo de la fuerza por parte de Estados Unidos en esas guerras territoriales tan previsibles como fracasadas.
El primer conflicto contra el «terrorismo apocalíptico» -en Afganistán- fue considerado por algunos moralistas pacifistas como la «primera guerra justa» de Estados Unidos. Fue lanzada con recursos y objetivos limitados. Pero la injusticia inherente al empleo de «medios abusivos y la fijación de objetivos excesivos» (2) la comprometió rápidamente. El uso excesivo de la fuerza con relación a los objetivos declarados mancilló la legitimidad de la guerra, reavivó las llamas del militantismo islamita y justificó los llamados a la guerra santa.
Los F-16 y los misiles Tomahawak dominaban los cielos pero, «en el suelo, siempre son los kalashnikov los que establecen la ley» (3). Estados Unidos hubiera podido desembarazarse de Al-Qaeda mediante golpes dirigidos a los planificadores y ejecutantes del 11 de Septiembre, sin por eso alienar a toda la población afgana, que se había vuelto indiferente, e incluso hostil, hacia los «afganos árabes».
No es casual que los talibanes estén de vuelta cinco años después, más obstinados que nunca. En un discurso pronunciado el 12 de septiembre pasado, el presidente pakistaní Pervez Musharraf señaló el riesgo de una «nueva talibanización», como una amenaza estratégica para Afganistán y Pakistán. La extensión de este tipo de extremismo religioso violento es mucho más peligrosa que la superestructura de Al-Qaeda que, en su opinión, debe ser combatida principalmente por medios políticos (4).
Desde que comenzó la guerra, fuera de Kabul, no se avanzó nada o casi nada, y la población sufre la contienda y las privaciones. El caos perdura, se reavivó el tráfico de drogas (que representa más del 90% del aprovisionamiento mundial de opio) y los jefes tribales, los señores de la guerra y los islamitas reinan sobre el resto del país.
Cinco años después de su caída, los jefes talibanes hostigan a las tropas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y les causan pérdidas cada vez más importantes, hasta el punto de que en septiembre debieron solicitar refuerzos.
Cinco años después de su caída, los jefes talibanes hostigan a las tropas de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y les causan pérdidas cada vez más importantes, hasta el punto de que en septiembre debieron solicitar refuerzos.
A pesar de la presencia de 20.000 soldados estadounidenses, alrededor de 2.000 personas fueron asesinadas desde el inicio del año, incluyendo parlamentarios, personalidades religiosas, alcaldes, etc.
Según los medios, «el 60% del país está privado de electricidad, y el 80% de la población no dispone de agua potable. La ausencia de una policía confiable (.. .) creó un vacío que fue llenado por toda suerte de fuerzas anti-gubernamentales: islamitas en el sur, señores de la guerra de los años’ 80 en el oeste, traficantes de droga en el norte. Y, durante este tiempo, los combates que enfrentan a las fuerzas de la coalición con los talibanes interrumpieron los nuevos proyectos de reconstrucción y disminuyeron el alcance de los que se terminaron. Sólo la mitad de la ayuda prometida al país en 2001 fue distribuida, y la ruta de Kabul a Kandahar, cuya reconstrucción fue el mayor logro de Estados Unidos hasta ahora, hoy está inutilizable a causa del nivel de violencia que reina en ella» (5).
Los fuertes y los débiles
Así es el resultado de la incapacidad de Estados Unidos para concentrarse en los esfuerzos de reconstrucción, sin mencionar siquiera el mini «plan Marshall» prometido a un país transformado cínicamente por Washington y Moscú en polígono de tiro de la Guerra Fría. Un año después, la operación «Enduring Freedom» era ya una «guerra olvidada», a la que los medios de comunicación estadounidenses no prestaban la menor atención, ya que Washington se había embarcado en una guerra todavía más vasta y más cínica.
En su cuarto año ya, la ocupación de Irak, el segundo frente de la «guerra mundial contra el terrorismo», no está próxima a terminar. Este verano, la escalada de violencia desmintió el optimismo que siguió a la muerte de Abu Mussab Al-Zarqawi, el jefe local de Al-Qaeda: según el vicepresidente Richard Cheney, «la resistencia agonizaba». Pero en un informe reciente, el jefe de los servicios secretos de los Marines en Irak escribió: «Las fuerzas militares de Estados Unidos no pueden hacer prácticamente nada para mejorar la situación política y social». Sus pérdidas están en vías de alcanzar el número de víctimas, de los ataques del 11 de Septiembre (6).
La violencia multiforme polariza a Irak entre sunnitas y chiitas, acentúa la tiranía del nuevo régimen y alimenta más que nunca la escalada contra los ocupantes. El Instituto de Medicina Legal de Bagdad ha contabilizado más de 1.500 cadáveres iraquíes en junio de 2006, y en julio se batieron todos los récords: 1.855 muertos. El mes de agosto, a pesar del despliegue en la capital de 8.000 soldados estadounidenses y de otros 3.000 iraquíes, terminó con 1.526 víctimas, una áspera desmentida para los militares que se jactaban de una caída del 52%. Ahora es el ministro de Salud quien se encarga de contabilizar los cadáveres, ya que los responsables del instituto médicolegal que divulgaron estas cifras ¡fueron «jubilados»! (7).
La violencia multiforme polariza a Irak entre sunnitas y chiitas, acentúa la tiranía del nuevo régimen y alimenta más que nunca la escalada contra los ocupantes. El Instituto de Medicina Legal de Bagdad ha contabilizado más de 1.500 cadáveres iraquíes en junio de 2006, y en julio se batieron todos los récords: 1.855 muertos. El mes de agosto, a pesar del despliegue en la capital de 8.000 soldados estadounidenses y de otros 3.000 iraquíes, terminó con 1.526 víctimas, una áspera desmentida para los militares que se jactaban de una caída del 52%. Ahora es el ministro de Salud quien se encarga de contabilizar los cadáveres, ya que los responsables del instituto médicolegal que divulgaron estas cifras ¡fueron «jubilados»! (7).
Después de más de tres años de guerra, una de dos: o, como se espera, la situación empeorará y el país se «hundirá en el caos», como predijo el presidente del Parlamento Mahmud Al-Mashadani; o, por algún milagro, Irak sobrevivirá al actual deterioro, pero el atolladero transformará a la operación «Libertad para Irak» en una guerra imposible de ganar. En ambos casos, la multiplicación de grupos insurgentes, de células de resistentes y también de escuadrones de la muerte, bandas criminales y grupúsculos paramilitares, complicará enormemente la contra-insurrección y los trabajos de reconstrucción, los dos pilares sobre los que se apoya todo éxito.
La complejidad de la situación es tal que, por un lado, cada vez se hace más peligroso para Estados Unidos quedarse en Irak y, por otro, cada vez resulta más irrealista declarar que la batalla está ganada, al mismo tiempo que se permite que el país se hunda en una guerra civil. Tanto en una como en otra hipótesis, se plantean grandes problemas para los intereses estratégicos de Estados Unidos y para su capacidad de disuasión en esta región particularmente volátil.
El fracaso iraquí reforzó a sus enemigos, como el Irán del presidente Ahmadinejad, y dañó la seguridad de su país. ¿Cómo sorprenderse de que actualmente, para tres estadounidenses de cada cinco, la guerra de Irak ha hecho más probable un nuevo ataque terrorista contra su territorio?
Lo mismo ocurre con Somalia, en camino hacia una «talibanización» desde que los tribunales islámicos, después de vencer a los jefes tribales reclutados por las fuerzas estadounidenses de Etiopía y Djibouti, tomaron el control de Mogadiscio y se expanden en diferentes regiones- Los conflictos en Somalia acentúan la desestabilización de todo el Cuerno de África, en detrimento de los intereses de Washington. Ya se supone que esta zona albergó los centros de reclutamiento y de entrenamiento donde se prepararon los atentados de junio de 1998 contra las embajadas estadounidenses de Nairobi y Dar-es-Salaam, que causaron 250 muertos.
Según el International Crisis Group, la actual inestabilidad «amenaza extenderse a una gran parte del sur, desestabilizando territorios autónomos pacíficos como Somaliland y Puntland, dando tal vez lugar a ataques terroristas contra países vecinos» (8).
Lo mismo podría decirse de las guerras asimétricas que desarrolla Israel en Palestina y Líbano -el presidente George W Bush presentó al País del Cedro como uno de los «tres frentes de la guerra mundial contra el terrorismo» (9)
Estas guerras han llevado a callejones sin salida estratégica, después de enormes destrucciones y de la muerte de miles de palestinos, libaneses e israelíes. A pesar del apoyo diplomático, logístico y estratégico de Estados Unidos a la guerra de Israel en la Franja de Gaza, y de su incitación para extenderla al Líbano, estas aventuras amplificaron la popularidad de Hamas y reforzaron la influencia de Hezbollah en el Líbano. La fuerza de disuasión estratégica de Israel resultó debilitada, hasta el punto de que si pusiera en práctica su proyecto de «retiro unilateral» de los territorios ocupados correría el riesgo de que se creara allí una resistencia de tipo Hezbollah (10).
Aunque hasta ahora las guerras asimétricas han revelado ser mucho más eficaces para los enemigos de Estados Unidos que las guerras convencionales, raramente terminan con una bandera blanca y una clara distinción entre ganadores y perdedores. Los movimientos de resistencia no pueden vanagloriarse de haber obtenido una victoria completa cuando sus países fueron bombardeados, ocupados y devastados, de la misma manera que sus adversarios no pueden pretender haber alcanzado sus objetivos. Unos y otros pierden, pero el más débil puede reivindicar una victoria estratégica, simplemente porque el más fuerte no logró imponer su voluntad.
Y, sin embargo, el informe publicado por la Casa Blanca en septiembre de 2006, «National Strategy Report for Combating Terrorism», sólo da cuenta de los «logros» y de los «desafíos» encontrados en lrak, en Afganistán y otros lugares: nunca de los fracasos. La capacidad de Washington para continuar «fracasando con éxito» tuvo únicamente la consecuencia de hacer crecer la retórica y los desafíos de la guerra; pero hizo cada vez más improbable la detención de esta carrera hacia el abismo.
La extensión sin fin del campo de guerra es peligrosa. A menos que se entienda la palabra de manera metafórica -de la misma manera que «hacer la guerra» al crimen o a la pobreza no supone llegar a un resultado definitivo-, la «guerra perpetua para una paz perpetua», expresión contradictoria en sus términos, no puede llevar, en términos teológicos, más que a la muerte. Hemos entrado en el ámbito de una estrategia escatológica contra el Mal absoluto con un programa constructivo… de destrucción.
Con esta perspectiva, Washington ya habría obtenido un «éxito» estratégico al sembrar el «caos constructivo» en la región, levantando a los regímenes; grupos y etnias competitivas unos contra otros. La cínica voluntad de llevar la guerra hacia el enemigo consiste, en realidad, en destruir, dividir y reinar. Así, la guerra civil iraquí se origina en la presión del ocupante, mientras los combates internos son los que desgarran a Somalia. En Líbano, sube la tensión entre el Hezbollah, apoyado por Irán, y los sostenedores de la política estadounidense, después de que Israel destruyera una parte importante de la infraestructura, empujara al éxodo a un tercio de la población y matara a más de 1.200 civiles sin por eso alcanzar sus objetivos de guerra.
Durante todo este tiempo, prosigue el sitio de los territorios ocupados, con la aprobación de Estados Unidos, fortaleciendo así a los islamitas de Hamas ante los «laicos moderados» de Al Fatah e impulsando, como en Irak, a la descentralización del poder que se disputan las milicias locales palestinas.
La superpotencia impotente
Tensiones y guerras debilitan a los gobiernos centrales, socavando la soberanía de los Estados y abriendo la vía a nuevos actores más eficaces. Un Estado que ya no protege a sus ciudadanos pierde toda su legitimidad: por eso el hecho de reemplazar los gobiernos de Medio Oriente, por más representativos que sean, por actores intra-estatales o super-estatales para la gestión de la seguridad conduce inevitablemente a una catástrofe. Aunque el Estado puede ser reformado, la supremacía de esos actores lleva, según la fórmula de Alain Joxe, a un «imperio del caos», que se extenderá de Somalia a Afganistán, y hasta los cinturones de miseria de las capitales occidentales.
Admitamos por un momento que el final de esta guerra esté determinado por la pregunta de Donald Rumsfeld: «¿Llegamos a matar o a capturar a los yihadistas más rápidamente de lo que nacen?». La mayoría de los observadores se unen a la respuesta de un ex secretario de Estado de la marina, John Lehman: »un no enfático». (11)
Cinco años, cinco conflictos y cinco mil millones de dólares más tarde, la guerra planetaria que Washington lleva a cabo contra el terrorismo fortaleció a sus enemigos fundamentalistas y debilitó a sus «clientes» moderados. La administración Bush se ha comportado como un bombero pirómano: aplicó estrategias preventivas multilaterales y medidas especiales de información con el fin de precaverse de los ataques terroristas. En realidad, como hemos visto, la Casa Blanca incrementó las amenazas, que habían culminado en los ataques contra Nueva York y Washington. (12)
Cinco años, cinco conflictos y cinco mil millones de dólares más tarde, la guerra planetaria que Washington lleva a cabo contra el terrorismo fortaleció a sus enemigos fundamentalistas y debilitó a sus «clientes» moderados. La administración Bush se ha comportado como un bombero pirómano: aplicó estrategias preventivas multilaterales y medidas especiales de información con el fin de precaverse de los ataques terroristas. En realidad, como hemos visto, la Casa Blanca incrementó las amenazas, que habían culminado en los ataques contra Nueva York y Washington. (12)
Contrariamente a las conclusiones de un informe autojustificador, citado más arriba, de septiembre de 2006, los «éxitos» operativo s estadounidenses se han visto comprometidos por fracasos estratégicos, que transformaron sus juramentos de victoria en otros tantos castillos en el aire. De Afganistán a Somalia y a las comunidades musulmanas del mundo entero, aumentaron las amenazas «asimétricas» dirigidas a Estados Unidos y sus aliados. La única superpotencia mundial parece cada vez más impotente para controlar su propia empresa devastadora.
Henos aquí bien lejos de la situación previa al 11 de Septiembre. Aun cuando los pueblos de Medio Oriente no vertieron lágrimas por las Torres Gemelas, tampoco lloraron por la expulsión de los talibanes de AI-Qaeda. A pesar de las ofensivas contra lrak y las de Israel contra Palestina, Estados Unidos ha gozado de una amplia cooperación en su guerra al terrorismo por parte de los regímenes árabes. Éstos también aprobaron, en 2002, una ambiciosa iniciativa de paz para poner fin al conflicto con Israel, en la esperanza de que Washington optaría por una política de paz.
Pero fue en vano, porque la administración Bush prefirió la venganza a la reconstrucción. Esta estrategia parece sustituir a la anterior, de contención de la Unión Soviética. Resumida en una publicidad electoral republicana, podría ser: varios zorros peligrosos y tremendos reemplazan a un solo oso poderoso.
La administración Bush persevera en nuevas exhibiciones de fuerza en el planeta. En 2004, una gira europea del subsecretario de Estado Marc Grossman acabó resultando chocante para sus aliados de la OTAN, debido a la envergadura de las reorganizaciones previstas de las fuerzas estadounidenses, en ese momento estacionadas en Europa, hacia Asia, África y Medio Oriente.
Algunos llegaron a ver en ello el anuncio de una nueva guerra mundial. Este despliegue abarcó a pequeños contingentes móviles de las Fuerzas Especiales, en primer lugar en el centro y sur de Asia, luego en África y en el Mediterráneo. No se dirigieron a América Latina, ya bajo la influencia estadounidense. Finalmente, .algunas tropas podrían desplegarse en algunos países del Viejo Continente (13).
Estados Unidos tuvo razón en prever amenazas asimétricas antes del 11 de Septiembre, pero desde entonces, las soluciones que recomienda son malas. Aunque Europa haya subestimado los nuevos desafíos, propuso un enfoque mucho mejor de las amenazas, basado en esfuerzos multilaterales y en una gobenabilidad más justa y más sensible, que refleja su propia orientación como proyecto regional pacífico que privilegia la diplomacia.
La banalización de la violencia, a la sombra de los interminables conflictos del «Gran Medio Oriente», tuvo un fuerte impacto sobre las comunidades árabe-musulmanas de Occidente, aunque las líneas de fractura corren el riesgo de extenderse desde los barrios periféricos de Bagdad y El Cairo a los de las grandes ciudades occidentales.
Washington se atasca en las arenas movedizas del «Gran Medio Oriente» en cada uno de sus movimientos, porque la administración Bush se niega a aprender dos lecciones sobre la guerra asimétrica en esta región.
En primer lugar, el 11 de Septiembre mostró que en la era de la mundialización, la violencia y el extremismo provocados por guerras criminales, ocupaciones ilegales y la ausencia de porvenir para algunos Estados, no pudieron dejar de desbordar las fronteras nacionales y regionales, poniendo en peligro el corazón del mundo occidental, gracias a las facilidades ofrecidas por los transportes modernos y la transmisión en directo por satélite de las imágenes de guerra y los sermones que representan otras tantas provocaciones e incitaciones.
Y, sin embargo, los esfuerzos occidentales no se concentraron en medidas de reconciliación y rehabilitación, como por ejemplo, la reconstrucción de Afganistán o la solución de la cuestión palestina, principal fuente -de lejos- de los sentimientos antiestadounidenses. Empujada por los grandes grupos petroleros y militar-industriales, la administración Bush prefirió exhibir sus fuerzas: invadió Irak y sus fabulosas reservas de petróleo, apoyó la última ofensiva israelí en Palestina y, de manera. más general, contribuyó a la desestabilización regional.
Vayamos a la segunda lección, que viene del siglo XX: nadie ha vencido a una guerrilla, o una insurrección, en el marco de una guerra de baja intensidad, en suelo extranjero. Si juzga por las experiencias soviética en Afganistán y la francesa en Argelia, así como por su propia historia en Vietnam, Estados Unidos debería saber que el arsenal más sofisticado y más destructor no evitará que sus tropas estén mucho menos motivadas que las de sus adversarios, más frágiles, y por lo tanto más capaces de retroceder.
En un conflicto percibido como un enfrentamiento entre una cruzada egoísta y una yihad desinteresada, los soldados estadounidenses, israelíes y británicos, mejor entrenados, pagados y equipados, se esfuerzan sobre todo por sobrevivir, en una guerra que juzgan muchas veces superflua. Sus adversarios, en cambio, son voluntarios militantes con un equipamiento modesto, pero dispuestos a sacrificar su vida en una confrontación que creen necesaria. Mientras Estados Unidos llora sus muertos, los grupos de la resistencia celebran los suyos.
En cada uno de los cinco conflictos mencionados, la fragmentación de los grupos de guerrilla, de insurgentes y de resistencia agravó las dificultades de Estados Unidos en esos conflictos asimétricos, más aun porque los sentimientos antiestadounidense s aumentan en los territorios devastados. El propósito de toda guerra debe ser la paz, que sólo resulta de una negociación política. Pero ésta se vuelve cada vez más problemática porque Estados Unidos no tiene objetivos coherentes y bien definidos. Lo que complica el «paisaje estratégico», porque Washington tiene muchos enemigos sin una clara identificación territorial pero dotados de un proyecto político bien definido.
Entonces, ¿quién elude la cuestión central, es decir, qué estrategia supone verdaderamente la guerra al terrorismo?
En Estados Unidos, los medios de comunicación y el Congreso tienen dificultades para responder a esta pregunta después de la serie de fracasos infligidos al «Gran Medio Oriente». ¿Se equivocó la administración Bush? ¿Fue llevada a cometer errores en sus guerras en Medio Oriente (desde el asunto de las armas de destrucción masiva hasta las flores que lanzaba a los soldados el pueblo liberado por ellos), o bien engañó intencionalmente al pueblo de Estados Unidos, con una política deliberadamente mentirosa al servicio de algunos objetivos específicos?
La hipótesis de la mistificación parece más verosímil que la del malentendido. Basta, para convencerse, observar cómo el presidente Bush, en ocasión del quinto aniversario del 11 de Septiembre, se dedicó a amalgamar a todos los adversarios de Estados Unidos, calificados de «amenaza terrorista», para prometer «ganar con la ayuda de Dios la gran lucha ideológica del siglo XXI».
¿Cómo conciliar esas inspiradas expresiones con las espectaculares revelaciones que deslegitimaron su guerra antes incluso de que comenzara, en un momento en que, además, la posguerra se convierte en pesadilla?
* Profesor asociado en la Universidad Estadounidense de París, autor de «Palestlne-Israel: la paix ou l’apartheid», La Découverte, París, 2002.
Notas
1.- M. Bishara, «La era de las guerras asimétricas», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, Bueno.. Aires, octubre de 2001. Véase también el dossier de Le Monde diplomatique de septiembre pasado sobre el post 11 de Septiembre.
2.- Richard Falk, The Hation, Nueva York. 29-10-01.
3.- Michael Howard, The Invention of Peace and the Reinvention of War, Profile, Londres, 2001.
4.- El presidente paquistani señaló la responsabilidad geopolitica de Pakistán, de Occidente y especialmente de Estados Unidos en el crecimiento del extremismo religioso en Afganistán, porque hizo venir a 30.000 mujaidines del mundo entero en los años 1980, para luego abandonarlos al final de la guerra.
5.- Time, Nueva York. 18-9-06.
6.- The Washington Post, 11-9-06.
7.- Mark Brunswick y Zaineb Obeid, Los Angeles Times, 10-9-06.
8.- ICG, «Can the Somali crisis be contained?», Africa Report, Bruselas, W 116, 10-8-06: www.crisisgroup.org/home/index.dm?id=4333&1=1
9.- Le Monde, París, 16-8-06.
10.- Robert Malley, The Hew York Review of Books, 21-9-06.
11.- Los Angeles Times, 21-8-06.
12.- Ami Belasco, «The Cost of Iraq, Afghanistan, and other global war on terror operations since 9/11», Congressional Research Service, Washington, 14-6-06.
13.- Estos planes se detallan en Foreign Aftairs, Vol. 85, W S, Nueva York, septiembre-octubre de 2006.
Traducción de Lucía Vera