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El Estado turco recorre una línea histórica marcada por la represión de las minorías étnicas y religiosas dentro de sus fronteras. Ayer las víctimas fueron los armenios, hoy son los kurdos.

Del genocidio armenio a las masacres de los kurdos

Fuentes: La tinta

El Estado turco es implacable. En su versión otomana, laica y “moderna”, o –en los últimos años- erdoganista, las minorías étnicas y religiosas están en el blanco de una maquinaria militar e ideológica que no concibe diferencias y ni siquiera tibias oposiciones. En Turquía existe una línea histórica que oscila entre el genocidio y las masacres planificadas, la represión y la asimilación de grandes porciones de población bajo el lema de una nación, una bandera, un Estado. Este derrotero comenzó a finales del siglo XIX, con la decadencia del Imperio Otomano, y se reproduce de forma casi exacta hasta llegar al actual gobierno del presidente Recep Tayyip Erdogan.

El historiador armenio John Sahakí Kirakosyan es una referencia por demás interesante para observar la historia del Estado turco. En su libro Jóvenes turcos. Antecedentes históricos y geopolíticos del Genocidio Armenio, Kirakosyan investiga y documenta de forma sólida los últimos estertores otomanos y el nacimiento del movimiento que dio vida a la República turca en 1923, con el liderazgo de Mustafa Kemal (Ataturk) y los Jóvenes Turcos. Publicado a mediados de la década de 1980, y recién aparecido en Argentina en 2015 de la mano de Ediciones Ciccus, en Jóvenes Turcos también se pueden rastrear los choques geopolíticos alrededor de Turquía y las tensiones de potencias como Rusia, Gran Bretaña, Francia y, posteriormente, Estados Unidos para conquistar una alianza férrea, en un primer momento, con el Sultán Abdul Hamid II –último patriarca del Imperio Otomano-, luego con Ataturk hasta llegar a la actual e inflamable situación generada por Erdogan y sus planes de expansión y control territorial.

Algunos fragmentos del trabajo de Kirakosyan, en referencia a las matanzas contra armenios que derivaron en un genocidio en el que fueron asesinados entre un millón y medio y dos millones de personas, sirven para trazar esa línea histórica siniestra.

El autor recuerda que durante el Imperio Otomano “se perseguía a los maestros (armenios) y se ejercía un estricto control sobre las escuelas. Se violaban y pisoteaban los derechos nacionales y los privilegios concedidos y consagrados por decretos de los sultanes anteriores”.

Kirakosyan cita al historiador y político irlandés James Bryce, que describió la persecución: “Infinidad de aldeas se convirtieron en pasto de las llamas, las iglesias fueron transformadas en mezquitas, las mujeres fueron violadas, las muchachas y los jóvenes fueron llevados lejos y vendidos como esclavos”.

Según el historiador armenio, cuando el Sultán era acusado de las masacres contra armenios sus respuestas eran lacónicas: “Las consideraba leyendas, y con el propósito de granjearse las simpatías y la solidaridad de monarcas y tiranos adictos, declaraba que no se hizo nada más que proteger el orden de los atropellos de los revolucionarios, que los agresores eran armenios, que en sus cárceles no se aplicaba ningún tipo de torturas y que, generalmente, las torturas, desde hacía mucho tiempo él las había prohibido en la realidad turca”.

“El propósito de los turcos era –afirma Kirakosyan-, implementando un amplio sistema de matanzas, lograr que en un extenso territorio ninguna mujer armenia pudiera convertirse en madre de un niño armenio”.

Una de las bases de la política otomana era el odio étnico. Así se describen las medidas tomadas por el Sultán Hamid: “Clausuraba las escuelas armenias allí donde le era posible. Estaba prohibido el ingreso a Turquía de todos aquellos libros que, de una manera u otra, podrían alimentar las ansias de autonomía del pueblo armenio. Por ejemplo, estaba prohibida la entrada del Manual de Geografía donde se mencionara la palabra Armenia. Los periódicos armenios eran censurados con particular severidad por parte de los organismos estatales. Se estimulaba el espionaje en todos los ambientes armenios”.

Si bien las palabras citadas son una pequeña muestra de lo sucedido con los armenios, describen los grandes rasgos de la política otomana que, con mediaciones y “nuevas formas”, sobreviven en la génesis del Estado turco moderno.

En muchas de las historias relatadas por Kirakosyan se podrían suplantar las palabras “armenio” por “kurdo” y “Sultán Hamid” por “presidente Erdogan”, y entonces sospecharíamos que la historia está congelada. Pero el fuego que hace mover los ejes de la humanidad no está en sus dictadores, sino en los pueblos que resisten y se rebelan. Muchos armenios y kurdos tomaron esta decisión que todavía no se apagó.

Las similitudes entre las políticas genocidas contra los armenios y la actual voracidad turca por enterrar a los kurdos es la misma.

Estos pocos ejemplos lo demuestran.

El 4 de mayo de 1937, el gobierno turco dio inicio a la Masacre de Dersim, cometida en la región aleví de Bakur (Kurdistán turco). Miles de pobladores fueron asesinados y la mayoría de los sobrevivientes, expulsados. La cifras oficiales indican que se asesinaron a 12.000 pobladores, aunque ese número, según las fuentes, aumenta a 90.000. El Estado turco no sólo mató, sino que cambió los nombres originales de la región. Desde entonces, en los mapas Dersim aparece con el nombre turco de Tunceli.

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Imagen: Masacre de Dersim

Con el avance de la República turca sobre los territorios dentro de sus fronteras, la prohibición de la lengua materna y la escritura en los idiomas originales fue una política de Estado. Nombres de ciudades y pueblos, calles e instituciones, se turquificaron. En la década de 1990, el gobierno turco llegó a cambiar los colores de los semáforos en varias ciudades de Bakur: el rojo, el amarillo y el verde son los colores que se ven en las banderas del Movimiento de Liberación de Kurdistán. En la actualidad, la misma turquificación fue denunciada en las regiones kurdas del norte de Siria, ocupadas por Ankara desde el 2018. En el cantón de Afrin o en la ciudad de Serekaniye ahora las clases se dan en idioma turco, los profesores fueron enviados desde el otro lado de la frontera, y la bandera roja con la media luna y la estrella flamea en los colegios.

Con el golpe de Estado de 1980, el poder militar turco buscó barrer la radicalidad de la izquierda del país y del creciente movimiento kurdo, impulsado por el Partido de los Trabajadores de Kurdistán. Además, abrió las puertas a la liberalización de la economía, dejando de lado los lineamientos de un Estado que controlara las finanzas y el desarrollo. Una característica del golpe militar fue la cantidad de personas encarceladas en apenas unas semanas: 30.000 hombres y mujeres fueron arrestadas y depositadas en los peores penales del país. Con el encarcelamiento masivo, los militares creyeron detener a los kurdos en sus demandas por que se respeten sus derechos básicos. Pero sucedió todo lo contrario: las cárceles se convirtieron en un hervidero de militancia y formación de cuadros. Sakine Canzis, una de las fundadoras del PKK, vivió esos años de cárcel y al salir se convirtió en un símbolo de la resistencia kurda hasta su asesinato, ocurrido en Francia en enero de 2013.

En 2012, los kurdos de Siria se levantaron en armas y declararon la autonomía de una región sometida durante décadas por los dictados del régimen del partido Baath. Ante este panorama, el gobierno turco puso manos a la obra: derramó financiamiento y logística hacia el Estado Islámico (ISIS) para que lograra ocupar Rojava. ISIS fue derrotado por las fuerzas de autodefensa kurdas YPG/YPJ, y posteriormente por las Fuerzas Democráticas de Siria (FDS), impulsadas por los kurdos y respaldada por la Coalición Internacional. Frente a la derrota de los yihadistas, Turquía lanzó una invasión abierta. En enero de 2018 comenzó a bombardear el cantón de Afrin, y en marzo los grupos terroristas respaldados por Ankara ocuparon la mayoría de la zona. A partir de ese momento, impusieron una política de desplazamiento masivos (se calcula que al menos 500.000 personas tuvieron que huir), asesinatos y violaciones sistemáticas de mujeres, saqueos y robos de bienes particulares, de reliquias arqueológicas y de la producción agrícola. En octubre de 2019, Turquía ocupó desde Serekaniye hasta Gire Spi (Tell Abyad), aplicando el mismo plan que en Afrin. La propia Naciones Unidas reconoció que Turquía cometió crímenes de guerra en Rojava. A esto se suman las denuncias de Amnistía Internacional, del Observatorio Sirio de Derechos Humanos y de organismos de derechos humanos locales.

Desde que en Turquía el Partido Democrático de los Pueblos (HDP) se convirtió en la tercera fuerza política en el parlamento, la represión contra la organización, sus militantes y sus diputados, diputadas, alcaldes y alcaldesas electas, no cesó. De los 65 municipios kurdos ganados por el HDP en los comicios del 31 de marzo de 2019, ahora 46 son administrados por interventores estatales, luego de violentos desalojos de las fuerzas de seguridad. La justicia emitió órdenes de arresto contra casi 30 alcaldes y alcaldesas electas, 19 de los cuales se encuentran actualmente en prisión. En seis municipios, los co-alcaldes electos ni siquiera pudieron asumir el cargo, porque la justicia electoral se negó a reconocerlos. Todos y todas son acusados, sin pruebas reales, de “pertenecer a una organización terrorista”.

Rojava Afrin ocupacion turca la-tinta

La línea histórica está marcada y es clara. Los métodos aplicados durante el Imperio Otomano y las décadas posteriores, profundizadas por el régimen de Erdogan, son constantes y calcados.

En Jóvenes Turcos, Kirakosyan también remarca un tema importante, que desde el siglo XIX recorre de Medio Oriente: la disputa de las potencias internacionales por el control territorial de la región. Con respecto a la última época otomana, el historiador armenio describe de forma meticulosa los “juegos” diplomáticos y políticos del Imperio Zarista, el Imperio Británico y el resto de Europa. Ante las matanzas de armenios, apunta Kirakosyan, “Europa no hacía más que enviar protestas vanas y sin sentido, y Rusia no tenía la intención de intervenir, el Sultán y su banda de seguidores se sentían con las manos libres para seguir adelante con sus crímenes”. Kirakosyan además recuerda que ante los crímenes cometidos por la Sublime Puerta, las sedes diplomáticas europeas en territorio otomano por las noches apagaban sus luces, como forma de protesta: un símbolo de hipocresía que, con otras formas menos sutiles, se repite frente a los crímenes de Turquía contra los kurdos.