Traducido para Rebelión por Rocío Anguiano
Los problemas políticos del primer ministro israelí Ariel Sharon empezaron en el momento en que surge en Israel un movimiento popular que exigía la construcción de un muro de separación alrededor de los principales centros urbanos. Sus defensores creían que el muro impediría a los camicaces la entrada en Israel. Los colonos y la mayoría de los israelíes de la derecha dura se opusieron por diversas razones: existía el riego de que creara una frontera implícita entre Israel y Palestina y de que numerosas colonias quedaran abandonadas en el exterior; podría suponer también el fin de la ideología del «Gran Israel».
Estas son las razones por las que la mayoría del Parlamento, del comité central del Likoud e incluso del gabinete de Sharon se opuso a este proyecto. Los partidarios del muro -en construcción desde la primavera de 2002-, por su parte, se basaban no en motivos ideológicos, sino en la constatación de que el ejército no era capaz de evitar los atentados suicidas. Pero el primer ministro se dio rápidamente cuenta de las ventajas que podría sacar de la separación y la segregación, que, por supuesto, incorporó a su programa de aniquilación de los palestinos. Esto explica que, para rehuir a la oposición, planteara la celebración de un referéndum interno en el Likoud, hecho sin precedentes en la cultura política de su país. Sharon pensaba que su popularidad bastaría para convencer a los electores. Esta táctica fracasó y el 2 de mayo, cerca del 60% de los militantes que acudieron a votar rechazó su plan.
La escisión entre Sharon y los suyos no tiene nada de sorprendente. El general salió de las filas del «sionismo laborista» y no del «sionismo romántico revisionista», antepasado histórico del Likoud. Los sionistas revisionistas aspiraban a un Estado judío dentro de las fronteras del Gran Israel (en el que se incluía la actual Jordania). Pero no indicaban ni la forma de conseguirlo, ni lo que convendría hacer con los árabes del país y de la región. Su postulado era: los judíos tienen un derecho histórico y moral incontestable sobre su tierra hereditaria, derecho que se debe aplicar de forma individual. Desde hace tres décadas, este movimiento mesiánico secular, hasta entonces desconectado de la realidad política y social, ha encontrado aliados, primero, en los movimientos mesiánicos nacionales y, más tarde, en los medios religiosos ortodoxos.
Completamente distinto es el proyecto del sionismo laborista de fundar una nación judía en Palestina. Este no defendía tanto los derechos como los hechos progresivamente consumados sobre la tierra y tenía sobre todo en cuenta los cambios en la relación de fuerzas locales e internaciones entre judíos y árabes. La táctica de base consistía en adquirir, primero con dinero y después por las armas, la máxima cantidad de territorios con el mínimo de población árabe. El sionismo laborista no se impone un límite sagrado o establecido, y así el porcentaje de territorios bajo control judío ha sido siempre flexible, en función de una compleja combinación que mezcla consideraciones territoriales, demográficas, políticas y sociales. Esta actitud pragmática y sofisticada ha contribuido en gran manera al increíble éxito del proyecto sionista, que parecía destinado al fracaso. Aunque las diferencias entre estos dos planteamientos se han ido desdibujando en el trascurso de las cuatro últimas décadas, aún siguen siendo importantes.
Sin embargo, este éxito dependía de la cooperación de los palestinos de los territorios ocupados y, especialmente, de su disposición para aceptar que Israel los integrara económicamente excluyéndolos completamente de todos los demás ámbitos. De hecho, una generación de palestinos ha aceptado estas reglas coloniales, beneficiándose de una relativa prosperidad económica, pero padeciendo la completa privación de sus derechos humanos y cívicos elementales -contra la que empezaron a rebelarse, sobre todo a partir de 1973. Evidentemente, no tenían derecho ni a la autodeterminación, ni al uso de símbolos colectivos, ni incluso al ejercicio de una identidad étnica y nacional. Las dos sociedades, viciadas por esta situación asimétrica, se han desarrollado en interdependencia. La mayoría de los israelíes y de los palestinos que han crecido en esta situación anormal la consideran normal y les cuesta imaginar otro tipo de relación.
Hizo falta que estallara la primera Intifada palestina, que empezó el 9 de diciembre de 1987, para sacudir este sistema, que se hundió completamente con la segunda. No obstante, los acuerdos de Oslo perpetuaron esta situación económica, pacificando a la población palestina, con la promesa de la autodeterminación. Desde la primera sublevación, Israel adaptó su política económica recurriendo a trabajadores inmigrados.
Al margen de su interés económico por los territorios palestinos, Israel tuvo que enfrentarse, tras la guerra de 1967, a otra complicación: el deseo de la sociedad, tanto de izquierdas como de derechas, de anexionarse el centro histórico del judaísmo en Cisjordania, pero no a sus residentes árabes. Ahora bien, en caso de anexión formal, ya no habría mayoría judía. Incluso si los palestinos no obtenían la plena ciudadanía, la evolución demográfica bastaría para destruir la identidad judía del propio Estado. Los israelíes, enfrentados a este gran desafío, no han sido capaces de tomar las decisiones políticas necesarias para solucionar el conflicto, ni tampoco en lo que se refiere a la reconstrucción económica, la educación, la calidad de vida, las relaciones entre la sinagoga y el Estado, la democratización y la desmilitarización de la sociedad. Con el tiempo, la crisis se hizo más patente y los intereses opuestos se identificaron cada vez más con los partidos políticos, reflejándose en las identidades individuales y colectivas.
En 1977, cuando el bloque nacionalista de derechas gobernado por el Likoud llegó al poder, todo el mundo esperaba que inmediatamente se anexionara Cisjordania y la franja de Gaza, consideradas como parte integrante de la Tierra de Israel, en consonancia con su programa de siempre. Además, esta es la razón por la que el general Sharon, tras retirarse del ejército en 1973, había empujado a algunos partidos del centro y de la derecha a unirse al heredero del sionismo revisionista, Menahem Begin. Sin embargo, los únicos territorios anexionados fueron los altos del Golán (Siria), en diciembre de 1981.
Este cambio se debió al vertiginoso crecimiento demográfico de la población árabe de los territorios ocupados, que unida a los ciudadanos árabes israelíes transformaría inmediatamente el Estado judío en una entidad binacional, incluso aunque la población anexionada no disfrutara de la nacionalidad plena, del derecho al voto o del acceso a los programas de asistencia social. A pesar de la ola de inmigración que ha vivido Israel en los últimos años -con más de un millón de habitantes, judíos y no judíos, de la ex Unión Soviética- el equilibrio demográfico sigue siendo frágil: cerca de 5 millones de judíos (y no árabes) y 4,5 millones de palestinos (ciudadanos y no ciudadanos). Las previsiones demográficas indican que, en 2020, 15,1 millones de personas vivirán en esta tierra, de las que solo 6,5 millones serán judías.
En lo más profundo de la cultura política israelí existen dos inquietudes enraizadas: la aniquilación física del Estado, que se usa como herramienta para manipular emocionalmente a muchas personalidades políticas e intelectuales y la pérdida de la frágil mayoría demográfica judía, que se percibe como el preludio a la eliminación física del Estado judío. Israel se enfrenta así a dos consignas contradictorias: la posesión de la «tierra santa» impediría la preservación de una mayoría judía fuerte en esa tierra. Gran parte del electorado, que procede de dos escuelas sionistas, ha votado en dos ocasiones a Sharon para que encuentre una solución adecuada a esta contradicción existencial interna y acabe así con la segunda Intifada.
Este último tenía, en efecto, su «solución» al problema palestino: el «politicidio», un concepto que surge en la guerra de 1948. Se trata de una estrategia político-militar, diplomática y psicológica que tiene como finalidad la disolución del pueblo palestino como entidad económica, social y política legitima e independiente. Eso puede incluir -aunque no necesariamente- la limpieza étnica progresiva, parcial o total, del territorio conocido como la Tierra de Israel o de Palestina histórica. El «grupo de la paz» e incluso Isaac Rabin -al final de su vida- creían que podían resolver este problema restituyendo los territorios y preservando la unidad espacial y demográfica. Por eso fue asesinado. En las siguientes elecciones, la mayoría de los electores judíos rechazó esta solución, considerada como una desviación del planteamiento sionista laborista. Y el gobierno presidido por Sharon optó por una inversión de la propuesta de Oslo.
La primera fase del politicidio fue militar y comenzó el 29 de marzo de 2002, con la operación «Muro Defensivo» encaminada a desmembrar toda fuerza de seguridad palestina organizada, pero también y, sobre todo, a destruir las principales bases del régimen de Yasser Arafat. Por las mismas razones, el ejército ha destruido sistemáticamente la mayor parte de las infraestructuras, de los servicios públicos y de los ministerios, incluidas importantes bases de datos como la Oficina Palestina de Estadística.
Las frecuentes incursiones en las ciudades, los pueblos y los campos de refugiados palestinos -sus sedes- y las ejecuciones extrajudiciales de militares y dirigentes políticos de todas las tendencias obedecen a otra razón: demostrar la fuerza del ejército israelí y su capacidad para utilizarla. Había que hacer sentir a los palestinos lo vulnerables e indefensos que están, por si intentan cometer una agresión contra cualquier organismo israelí. Y más cuando los Estados árabes y la comunidad internacional solo han manifestado su interés por los palestinos de manera formal. ¿No se considera a Israel, protegido bajo el paraguas de una administración Bush impregnada de fundamentalismo cristiano, como una extensión moral de Estados Unidos? En cualquier caso goza del apoyo político y militar prácticamente incondicional de la única superpotencia.
En esta última etapa del politicidido, Sharon ha aumentado enormemente su popularidad entre los judíos israelíes. Tras haber destruido casi cualquier posibilidad de resistencia palestina organizada, se encuentra en la fase política de su proyecto, es decir, el plan de segregación. El viejo general es pragmático. Sabe que las normas internacionales no le permitirán que se acepte ni una limpieza étnica a gran escala ni la transformación de Jordania en Estado palestino, su plan inicial. Por eso se ha lanzado a la construcción del muro y ha anunciado, últimamente, el desmantelamiento de todas las colonias judías de la franja de Gaza así como de otras cuatro aisladas en Cisjordania. A cambio de esta retirada de 7 500 colonos de la franja de Gaza, ha pedido al presidente George W. Bush -y al Likoud- su apoyo para mantener las principales colonias de Cisjordania, que representan alrededor de 95 000 colonos -más Jerusalén Este.
El primer ministro no oculta sus intenciones. La aplicación de la hoja de ruta del cuarteto debe permitirle crear en Cisjordania un sector contiguo, separado de Israel y de las colonias judías por el muro en construcción. El «Estado palestino» estaría formado por cuatro o cinco enclaves alrededor de las ciudades de Gaza, Jenin, Naplouse y Hebrón. Y el plan destinado a unirlas por túneles y puentes -con el fin de que los palestinos no pasen por los check-points– implica una importante presencia israelí en la mayoría de los demás sectores de Cisjordania. Al igual que en la franja de Gaza, donde Israel, tras su segregación, seguiría controlando las fronteras terrestres y marítimas así como el espacio aéreo. ¡En comparación, los batustanes son el símbolo de la libertad, la soberanía y la autodeterminación!.
Todas estas medidas han sido concebidas por Sharon para acabar con las esperanzas de los palestinos, aplastar su resistencia, aislarlos, someterlos a las condiciones israelíes y, finalmente, obligarles a abandonar en masa Palestina. El plan del primer ministro, compatible con el planteamiento pragmático del sionismo laborista, no lo es evidentemente con el planteamiento revisionista y el sueño mesiánico religioso del Gran Israel. De ahí el fracaso del referéndum en el seno del Likoud. Pero la mayoría de los ciudadanos israelíes apoyan el plan, y muchos, en el extranjero, ven en él una vía hacia la solución del conflicto. El politicidio no ha terminado.
* Sociólogo israelí, autor del Politicide, las guerras de Ariel Sharon contra los palestinos, Agnes Vienot Editions, Paris, 2003.