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Qué hemos perdido desde el 11-S

Derogación de la Primera Enmienda en un Estados Unidos postconstitucional

Fuentes: TomDispatch.com

Traducido para Rebelión por Carlos Riba García

Introducción de Tom Engelhardt

He aquí lo que pretende ser una buena noticia cuando se trata de prensa libre en estos días: hace dos semanas, el Tribunal Supremo [de Estados Unidos] rechazó sin comentario alguno el tratamiento del caso que concierne a James Risen, periodista del New York Times. Este rechazo tiene que ver con su falta de disposición para testimoniar ante un gran jurado cuando fue citado para que revelara una fuente confidencial de información para su libro State of War sobre la campaña secreta estadounidense contra el programa nuclear iraní. Ahora, el caso debe regresar al Tribunal de Apelaciones del Estado del Cuarto Circuito, que ya ha ordenado al periodista que debe testificar. Él dice que, si es necesario, prefiere ir a la cárcel.

Se trata de una mala noticia, ¿no es cierto? ¡Realmente una mala noticia! Los jueces del Tribunal Supremo, el más alto tribunal del mundo, se niegan a proteger a un periodista que no quiere revelar su fuente de información en un momento en el que la administración Obama está en medio de una ofensiva de gran alcance con filtraciones y denuncias de abusos de todo tipo (y con empleados de los medios considerados como sus inductores). En realidad, en un mundo en el que el Congreso no se ha ocupado todavía de aprobar una ley federal de protección de los periodistas, resulta ser que esa es de verdad la buena noticia, o al menos eso es lo que dicen varios comentaristas de los medios. Sigamos la lógica (si es posible llamarla así). Ahora mismo, la decisión del Tribunal de Apelaciones de Richmond, con base en Virginia, es válida solo en los tribunales de su jurisdicción. Habiendo acordado los jueces del Supremo hacerse cargo del caso, dado el sesgo conservador y generalmente amistoso con el gobierno en los asuntos relacionados con el poder ejecutivo y la supuesta seguridad nacional, sería probable que se pronunciaran contra Risen y que ese dictamen tuviera alcance nacional.

Entonces, ¡uff! Su rechazo ha sido una «bendición» (disfrazada). Después de todo, el único daño de los Supremos ha sido confirmar las interferencias en un momento en el que la administración Obama estaba sobre todo ansiosa por parar las filtraciones de información gubernamental reservada; bueno, sí, y además poner un pequeño clavo más en la tapa del ataúd de «un periodismo libre que informa sobre lo que hace el gobierno». Este es el menor, no el mayor daño reclamado; eso es lo que dicen -aliviados- varios comentaristas. En cuanto a Risen, ahora depende de la amabilidad de unos extraños, de hecho la del Fiscal General Eric Holder, quien podría declarar concisamente una tregua en la «guerra contra la prensa» de la administración y no mandarlo a la cárcel.

¡Mejores noticias hemos tenido! Y en caso de que el Congreso aprobara esa ley de protección (incluso si dejara fuera lo relacionado con la seguridad nacional), ¡descorchemos el champagne! Y brindaremos todos por la gracia, bajo presión, del Tribunal Supremo y el Fiscal General y el presidente y sus principales colaboradores. O mejor, paremos un segundo aquí. Tal vez no sea esta la forma estadounidense clásica de proteger nuestras libertades; por ejemplo, permitiendo que nuestro gobierno dé carta blanca para protegerlas si los funcionarios un día están de buen humor… De hecho, en relación con la Constitución y la Declaración de Derechos, podríamos estar entrando en una nueva y sombría época, tal como lo sugieren los denunciantes* del Departamento de Estado y el siguiente texto de Peter Van Buren, de Tom Dispatch.

Qué hemos perdido desde el 11-S -Derogación de la Primera Enmienda en un Estados Unidos postconstitucional

Estados Unidos ha entrado en su tercera gran era: la postconstitucional. En la primera, los años de la colonia, un ejecutivo unitario -el Rey de Inglaterra- gobernaba sin controles ni contrapesos. Cuando se trataba de la protección del poder real, la libertad de expresión, el derecho al debido proceso y la privacidad no existían.

En la segunda, se apeló a los principios del Iluminismo y a la rebelión armada para acabar con los excesos del monarca. El resultado fue un nuevo país y una nueva constitución con una Declaración de Derechos expresamente diseñados para controlar el poder gubernamental.

Ahora nos estamos internando en las aguas poco profundas de una tercera era, un tiempo en el que el gobierno está abandonando las ideas básicas que iluminaron a nuestra nación durante siglos de desafíos más sobrecogedores que el terrorismo. Esas ideas -consagradas en la Declaración de Derechos- son de una concisión que desarma. Su redacción podría ser el haiku del auténtico gobierno del pueblo.

Tenemos ante nosotros aguas más profundas y oscuras, y nos vemos empujados a adentrarnos en ellas. En unas aguas pobladas de monstruos.

Los poderes de un negado estado policial

En sus días preconstitucionales, el país que un día sería Estados Unidos, puede resultar inquietantemente familiar incluso a los lectores más superficiales de lo que ocurre cada día. Entonces, vivíamos bajo el control del Rey (en palabras de ahora: la presidencia imperial). Ese Rey era un ejecutivo poderoso y unitario que gobernaba desde lejos. Su objetivo era sencillo: emplear sobre «sus» colonias americanas el poder que detentaba para obtener el máximo beneficio económico a la vez que suprimía cualquier disenso que podía poner en peligro su control.

En aquella época, protestar era peligroso. Expresarse podría convertir a cualquiera en un enemigo del gobierno. El periodismo podía ser un delito si alguien escribía otra cosa que no fuera un apoyo a los dueños del poder, Cualquier ciudadano tenía que tener mucho cuidado con lo que decía, ya que había espías por todas partes, incluso amistosos colonos que esperaban conseguir algunas migas que caían de la mesa real. Las leyes solían ser brutales y el castigo tan rápido como extrajudicial. En los casos extremos, los soldados disparaban contra quienes osaran reunirse para expresar sus opiniones.

Entre las muchas infracciones contra la libertad en nuestro pasado preconstitucional, hay un acontecimiento fundamental -la Ley de Sellos, de 1765- que destaca entre todos. Para hacer cumplir los impuestos que imponía el Acta, los agentes del Rey utilizaban lo que se llamó el «mandato de asistencia», que les permitía irrumpir en cualquier vivienda o tienda, con sospecha de infracción o sin ella. La privacidad de nuestros antepasados era violada y su propiedad saqueada, a menudo como una simple advertencia del poder real. Sin lugar a dudas, algunos colonos fueron los primeros estadounidenses en mascullar: «Pero si no tenemos nada que esconder, ¿por qué tener miedo?». Pronto aprendieron que cuando una población es tratada como un enemigo potencial, todo el mundo esconde algo si el gobierno afirma que eso se hace.

La Ley de Sellos y la avalancha de ataques del Rey que siguió crearon en los fundadores de Estados Unidos una profunda suspicacia contra lo que podía llegar a hacer un gobierno sin controles y la sensación de que poder y libertad son dos cosas de difícil convivencia en una democracia. Hacía falta un dispositivo equilibrante. Además de un cuerpo constitucional que delineara lo que podía hacer el gobierno de una nueva nación, era necesario dejar claro lo que el gobierno no podía hacer. La respuesta a esta cuestión fue la Declaración de Derechos.

El preámbulo de la Declaración lo establecía así: «… para prevenir las interpretaciones erróneas o el abuso de poder [gubernamental] deben agregarse las siguientes cláusulas restrictivas…». Además, Thomas Jefferson hizo este comentario: «[Una] declaración de derechos es aquello a que el pueblo tiene derecho en relación con cualquier gobierno sobre la Tierra».

En otras palabras, la Declaración de Derechos fue redactada para tener la seguridad de que un nuevo gobierno no repetiría los abusos de poder del antiguo. Cada enmienda aludía a un ataque específico cometido por el Rey. El propósito colectivo era establecer lo que el gobierno nunca podría atropellar. Como conocían de primera mano los peligros de un estado policial y un poder sin restricciones, los que escribieron la Constitución querían ser claros: nunca volverá a suceder.

Es necesario decir que esos hombres, en su imperfección, eran hombres de su tiempo. Eran correctos en mucho de lo que hacían, pero estaban desesperadamente equivocados en otras cuestiones. Hablaban de «humanidad», pero ignoraban los derechos de la mujer o los de los pueblos originarios de esa parte de América. Sobre todo, no abolieron la esclavitud, nuestro Pecado Original nacional. Tuvieron que pasar muchos años y correr mucha sangre para que esos errores empezaran a corregirse.

Aun así, durante más de dos siglos, la significación de la Declaración de Derechos fue expandiéndose, aunque -especialmente en tiempo de guerra- hubo retrocesos temporales. Sin embargo, los principios básicos que guiaron a nuestra nación se mantuvieron a pesar de la guerra civil, las guerras mundiales, las depresiones y los interminables desafíos. Entonces, una mañana de septiembre, empezó nuestra época postconstitucional en medio de un paisaje de torres que caían y cielos vacíos. ¿Qué hemos perdido desde entonces? Más de lo que imaginamos. La respuesta está en el repaso de las enmiendas de la Declaración de Derechos.

La Primera Enmienda

«El Congreso no podrá aprobar ninguna ley que oficialice una religión, ni que prohíba su libre práctica; ni que limite la libertad de expresión o de prensa; ni que limite el derecho de las personas de reunirse pacíficamente o el derecho de reclamar al gobierno compensación por los agravios que pueda inferir.»**

La intención de la Primera Enmienda es dejar absolutamente clara una cosa: la libertad de expresión es la base misma de un gobierno del pueblo. Sin una prensa libre, ni la posibilidad de reunirse, discutir, protestar y criticar abiertamente, ¿cómo podría el pueblo juzgar la observancia gubernamental del resto de sus derechos? ¿Cómo podría el pueblo votar con conocimiento si no sabe qué es lo que su gobierno ha hecho en su nombre? Un ciudadano informado, planteó Thomas Jefferson, era «un requisito vital para nuestra supervivencia como pueblo libre».

Así se veían las cosas hace mucho tiempo. Sin embargo, en el Estados Unidos postconstitucional, el gobierno trata por todos los medios de «controlar el mensaje» de modo de frustrar los esfuerzos por mantener informado sobre lo que se hace en su nombre, un concepto que hoy parece tan pintoresco como la peluca empolvada de Jefferson. Hay tantos ejemplos del quebranto sufrido por la Primera Enmienda desde el 11-S que no tenemos aquí espacio suficiente como para hacer una lista completa de ellos. Echemos una mirada sobre algunos importantes que nos muestran lo que hemos perdido desde esa fecha.

(Falta de) Libertad de Expresión

En 1966, se estaba incubando una idea para mantener mejor informado al pueblo de EEUU: la Ley de Libertad de Expresión (FOIA, por sus siglas en inglés). Afianzada en 1974, comenzaba con la premisa de que, excepto para algunas categorías obvias (como los temas más serios de la seguridad nacional y las informaciones de índole personal), la posición del gobierno debía ser: todo lo que este haga puede publicarse. Lo mismo que la Declaración de Derechos, que especifica los límites de acción del gobierno, la FOIA empezaba con al presunción de que el gobierno está obligado a hacer que la información esté disponible -y sin dilaciones- para el público, a menos que se presente un caso suficientemente convincente que deba ser tenido en cuenta. En este caso, se activaba la alternativa «por defecto» de la FOIA.

Treinta años después, el sistema FOIA funcionaba en una forma muy diferente. La agencias del gobierno, generalmente se resisten a dar a conocer documentos de cualquier tipo y en lugar de eso se esfuerzan en poner obstáculos a las legítimas exigencias. Algunas veces es necesario poner la firma en algunos papeles (sobre las notas del Departamento de Estado: «los pedidos de información sobre personas no se pueden hacer por medios electrónicos y deben ser enviados por correo»). Otros solicitan información muy detallada como los datos precisos y títulos de documentos que quizá son reservados y no están disponibles. La Agencia Nacional de Seguridad rechaza de plano casi todas las solicitudes de información basadas en la FOIA que no cuenten con una orden judicial.

La mayor parte de las agencias federales consideran la fecha límite estipulada por ley para responder a un pedido de información como el periodo para mandar una nota de «acuse de recibo». Destinan un personal mínimo a la tarea del procesamiento de solicitudes de información, lo que conduce a retrasos prácticamente eternos. En el Departamento de Estado, la mayor parte del trabajo relacionado con la FOIA se realiza con personal retirado y a tiempo parcial. La CIA solo facilita versiones electrónicas de documentos. Aunque los pedidos de información cumplan con todos los requisitos legales, a menudo la copia «libre» es denegada y exagerados los costos de reproducción.

En algunos casos, los registros pedidos han encontrado el modo de desaparecer o, sencillamente, se han quitado. La experiencia de ACLU (American Civil Liberties Union) cuando cumplimentó la solicitud de información que prescribe la FOIA dirigida al departamento de policía de Saratosa sobre el uso que esta hacía de la herramienta Stingray de vigilancia de la telefonía celular podría ser considerada como representativa. La mañana en que ACLU iba a inspeccionar los archivos, llegaron unos agentes federales y tomaron posesión física de ellos, alegando que estaban en reemplazo de los policías locales para proceder a la incautación federal de los archivos. Un portavoz de ACLU señaló que, en otros casos, las autoridades federales habían invocado la Ley de Seguridad Interior para impedir que se libraran los registros.

John Young, que está a cargo del sitio web Cryptome y es un activo solicitante de información en el marco de la FOIA, declara: «Lo normal son las evasivas, los retrasos, los desaires y las mentiras. Es una forma de desanimar al solicitante corriente y un inconveniente que desafía al profesional. El uso de las amistades se ha convertido en un modo de vida para quienes trabajamos con la FOIA; hay que hacer esfuerzos enormes para obtener pequeños resultados».

Bocas cerradas y denunciantes

Todas las agencias gubernamentales tienen reglas internas que obligan a que sus empleados pidan permiso antes de hablar con representantes del pueblo, es decir, periodistas. La Comunidad de Inteligencia de EEUU tiene la más restrictiva de estas políticas, la que prohíbe completamente -tanto a empleados como a contratistas- hablar con los medios sin autorización previa. Incluso el hablar de información no clasificada puede costarle el puesto a alguien. Un gobierno que cada día más funciona en modo bloqueo ha creado lo que un periodista llama una «cultura en la que la censura es la norma».

Por lo tanto, ¿quién habla a los estadounidenses sobre los actos del gobierno? Una creciente multitud de portavoces, equipos de comunicadores, grupos de expertos en relaciones públicas y «funcionarios» anónimos que aparecen regularmente en la sección políticas de los periódicos de mayor tirada.

Con el gobierno obsesivamente ocupado en esconder lo que hace y en distraer al público, y los que saben de qué va la cuestión parapetados detrás de una cortina de acero de secretismo, el denunciador se ha convertido en el personaje paradigmático de esta época. Nada sorprendente, pues, que sobre quien hoy día haga sonar su silbato lluevan los ataques más feroces.

Solo un caso: cuando Tom Drake expuso los primero esfuerzos de la NSA para utilizar sus herramientas de espionaje con los propios estadounidenses, o cuando Edward Snowden probó que el gobierno nos tenía constantemente vigilados, o cuando Chelsea Manning reconoció la tortura a la que había sometido por parte de su antiguo empleador -la CIA-, o cuando Robert MacLean reveló malversación en la Administración de Seguridad en el Transporte. En cada una de estas instancias, la amenaza de encarcelamiento no se hizo esperar. Lo central en la acción contra estas personas que desvelan un acto irregular es la apelación a la Ley de Espionaje, una ley que ya atentaba contra la Constitución cuando se aprobó, en medio de la Primera Guerra mundial. La ley ha sido desempolvada por la administración Obama por ser una torpe herramienta «de guerra» apta para silenciar y castigar a los denunciadores.

La administración Obama ha recurrido a esta ley para acusar, de momento, a seis personas por mal manejo de información confidencial. Incluso Richard Nixon hizo uso de ella una vez para perseguir infructuosamente a Daniel Ellsberg por publicar documentos del Pentágono.

Por cierto, la mera palabra «espionaje» tendría que ser algo extraño en el contexto de estos casos. Ninguno de los acusados espiaba. Ninguno de ellos pretendía ayudar a un enemigo u obtener un dinero por la venta de unos secretos. No importa. En el EEUU postconstitucional, si se considera necesario, el poder -inspirado en Orwell- no duda en retorcer el lenguaje para salvar la distancia entre la realidad y las necesidades del Rey. En el caso del contratista del Departamento de Estado Stephen Kim por supuesta infracción de la Ley de Espionaje, un juez desconoció un precedente y dictaminó que la acusación no necesitaba demostrar que la información filtrada a un periodista de la cadena Fox relacionada con un informe de la CIA sobre Corea del Norte podía poner en peligro la seguridad nacional o beneficiar a una potencia extranjera. Aun así, la acusación de «espionaje» podía mantenerse.

Todavía se puede hacer una pregunta final: ¿cómo pudo ser que una ley pensada para impedir la acción de espías alemanes durante la Segunda Guerra Mundial se convirtiera en una herramienta apropiada para silenciar a los pocos estadounidenses dispuestos a arriesgarlo todo para ejercitar unos derechos consagrados en la Primera Enmienda? ¿Cuándo fue que el derecho de expresión se convirtió en un delito?

Autocensura y medios de prensa

En esos años, todas las personas acusadas de espionaje eran sobre todo periodistas. Los redactores de la Declaración de Derechos hicieron hincapié en la inclusión de la palabra «prensa» porque pensaban específicamente en la necesidad de reservar un lugar especial para los periodistas en nuestra democracia. La prensa era imprescindible para poder cuestionar directamente a los agentes del gobierno, comentar sus actos e informar a la ciudadanía sobre lo que estaba haciendo su gobierno. Lamentablemente, la administración Obama se está moviendo cada día más ferozmente contra quienes podrían revelar sus actos y sus documentos, y la mayor parte de los medios ha mostrado su aquiescencia. Glenn Greenswald lo dijo muy claramente: Demasiados periodistas han optado por la autocensura y practican un «periodismo obsecuente».

Por ejemplo, un sondeo realizado entre los informadores mostró que «la proporción de periodistas estadounidenses que aprobaban el uso ocasional de ‘documentos confidenciales no autorizados sobre negocios o acciones del gobierno’ había caído significativamente, desde un 81,8 por ciento en 1992 a un 57,7 en 2013». Cerca del 40 por ciento de los periodistas estadounidenses no publicarían documentos como los que desveló Edward Snowden.

Otro tanto ocurría con las direcciones de los periódicos. En 2004, James Risen y Eric Lichtblau sacaron a la luz el programa ilegal de escuchas de George W. Bush, sin embargo el New York Times retuvo la correspondiente publicación durante 15 meses, hasta después de la reelección de Bush. Los ejecutivos del NYT fueron avisados por funcionarios del gobierno de que si daban a conocer la noticia estarían ayudando a los terroristas. Y ellos lo aceptaron. En 2006, Los Angeles Times actuó de la misma manera: cedió ante la NSA y ocultó una historia de escuchas telefónicas realizadas a estadounidenses.

Esfuerzos gubernamentales para frenar la labor informativa

Los informadores necesitan fuentes de información. Cada vez más, el gobierno clasifica como secreto casi todos los documentos que produce, 92 millones solo en 2011. Las agencias de inteligencia tienen incluso informes clasificados sobre el exceso de secretismo en documentos. Como resultado de ello, es frecuente que las fuentes de información se vean presionadas y hablen -con gran riesgo personal- sobre información confidencial. Pero la posibilidad de que un periodista sea forzado a revelar estas fuentes desalienta futuras confidencias.

En uno de los primeros intentos de lograr que unos periodistas revelaran sus fuentes, el antiguo reportero de Fox News Mike Levine reveló que el Departamento de Justicia había persuadido a un jurado federal para que lo citara en enero de 2011. Se le exigía que revelara las fuentes de una historia que había escrito en 2009 sobre unos somalíes de origen estadounidense que fueron acusados secretamente en Minneapolis de haberse sumado a un grupo vinculado con Al-Qaeda en Somalía. Levine resistió la orden y el Departamento de Justicia finalmente la dejó caer sin el menos comentario. A este caso lo podríamos llamar jurisprudencia fracasada.

Según el abogado de Washington Abbe Lowell, que defendió a Stephen Kim, el Departamento de Justicia invirtió mucho tiempo en la búsqueda de una base racional para acusar a periodistas por su participación en la publicación de documentos secretos. En 2006 se dio un caso decisivo en cuanto a la posibilidad de sentar jurisprudencia; fue el del libro State of War, de James Risen. El libro tenía un capítulo basado en fuentes anónimas sobre una operación fracasada de la CIA en la que se había intentado perturbar el desarrollo del programa nuclear iraní. Cuando Risen, invocando la Primera Enmienda, se negó a identificar su fuente o a declarar en el juicio contra el antiguo agente de la CIA acusado de ser esa fuente, el gobierno sopesó la posibilidad de encarcelarlo. Él respondió que «la administración Obama (…) pretende usar este caso y otros similares para intimidar a periodistas y denunciantes. Pero yo estoy apelando al Tribunal Supremo porque permitir que el gobierno realice su política de seguridad en la más completa oscuridad es demasiado peligroso».

En junio de 2014, el Tribunal Supremo rechazó el recurso de apelación de Risen. Lo hizo, ratificando en esencia el fallo de la Corte de Apelaciones de EEUU que decía que la Primera Enmienda no protegía a un periodista de ser obligado a declarar sobre «una conducta delictiva de la que él había sido testigo o participado personalmente». Esa decisión dejó claramente, en negro sobre blanco, que al recibir una información reservada de una fuente, el periodista incurre en el delito de «filtración».

Risen respondió que iría a la cárcel pero no declararía. Esto es posible, ya que habiendo obtenido el precedente-marco del derecho de encarcelar a Risen, el gobierno llevará a juicio al sospechoso de filtración. El Fiscal General Eric Holder insinuó recientemente que el Departamento de Justicia podría tomar ese camino; una oportunidad para Risen, pero no para el resto de los periodistas, quienes ahora saben que pueden ser encarcelados si se niegan a revelar una fuente sin la esperanza de recurrir al Tribunal Supremo.

El descenso al postconstitucionalismo

Como con el Rey de Inglaterra hace mucho tiempo, muchas de las cosas que hoy hace el gobierno han sido aprobadas en secreto, algunas veces en lugares secretos y de acuerdo con un cuerpo legal secreto. Algunas veces, estas leyes fueron aprobadas por el Congreso. En nuestro país constitucional, los actos del ejecutivo y las leyes aprobadas por el Congreso eran legales solo cuando no entraban en conflicto con los principios subyacentes de nuestra democracia. Ya no es así. «Leyes» elaboradas en secreto, incluso retorcidas interpretaciones legales del Departamento de Justicia realizadas para la Casa Blanca, abrieron el camino -por jemplo- al uso de la tortura de prisioneros y, ya en los tiempos de Obama, al asesinato de estadounidenses por medio de drones. Desde luego, debido a que este tipo de «legalidad» permanece en el ámbito oficial de lo secreto es muy difícil cuestionarla.

Pero, ¿podríamos contar con el clásico sesgo pendular de la vida estadounidense para cambiar esta realidad? Ciertamente, ha habido momentos excepcionales en la historia de EEUU en las que algunas partes de la constitución fueron dejadas de lado, pero ninguno de ellos es comparable con nuestra situación actual. La Guerra Civil duró cinco años; durante ese lapso, Lincoln dispuso la suspensión del habeas corpus en algunas zonas geográficas, una medida que fue muy cuestionada. Los campos de internamiento de japoneses durante la Segunda Guerra Mundial se cerraron después de tres años y los internados pertenecían a un grupo de estadounidenses de ascendencia japonesa de la Costa Oeste. La famosa carrera de cazador de comunistas del senador McCarthy duró cuatro años y terminó vergonzosamente.

Después de casi 13 años de los atentados del 11-S, continúa el llamado «tiempo de guerra». Para la guerra contra el terror, la excusa y raison d’être*** del destrozo de la Declaración de Derechos, no hay atisbo de un final. El recientemente retirado Keith Alexander, jefe de la NSA, es una típica figura clave de la seguridad nacional cuando declara que, bueno, a pesar de todo, Estados Unidos nunca estuvo en una situación de riesgo como la actual. Hoy puede decirse que el estado de guerra es para siempre, o sea que, un gobierno que trabaja aún más en secreto tiene aún más libertad para decidir cuáles son los derechos, en qué forma son aplicables y en qué medida son todavía inalienables.

El relato crítico más común de nuestro descenso a un estado postconstitucional es este: en medio del pánico provocado el 11-S por la caída de las Torres Gemelas, surgió el liderazgo del vicepresidente Dick Cheney que contó con el apoyo del presidente George W. Bush, una conjura de funcionaros gubernamentales del más alto nivel hizo aprobar un paquete legal de medidas para, como a ellos les gustaba decir, «quitarse los guantes» y dar paso al secuestro, la tortura, la vigilancia ilegal y el encarcelamiento fuera de las fronteras nacionales junto con la detención indefinida de personas, sin cargos ni juicio.

Barack Obama, fue elegido a partir de una cantidad de (falsas) promesas para retroceder a lo peor de la criminal era Bush; mientras se hablaba del rechazo de la tortura y del cierre de sitios clandestinos de detención el proceso empezó a transitar su propio camino. Amplió las prerrogativas del poder ejecutivo, aumentó el uso de drones para realizar asesinatos selectivos (incluso de ciudadanos estadounidenses), amnistió a torturadores, incrementó el secretismo gubernamental, puso bajo la mira a los denunciantes e intensifico la vigilancia. En otras palabras, dos administraciones sucesivas mintieron, se embarcaron en acrobacias legales y emprendieron una carrera hacia el poder absoluto de un tipo como no se había visto desde los tiempos del Rey Jorge. Este es el relato corriente, pero -aunque correcto- es un relato incompleto.

El pueblo, el gran olvidado

Hay un factor clave que permanece olvidado en esta versión de lo sucedido en Estados Unidos después del 11-S: el pueblo. Aun hoy, cuando se pregunta sobre esta cuestión a los estadounidenses, el 45 por ciento de ellos está de acuerdo en que la tortura «a veces es necesaria y aceptable para obtener información que pueda proteger a la población». Como grupo, los habitantes de este país se muestran inseguros acerca de si la vigilancia -tanto a escala global como en el ámbito nacional- de la NSA está justificada o no, y muchos están convencidos de que Edward Snowden y los periodistas que publicaron su material son unos criminales. ¿Siguen siendo «patriota o traidor» las etiquetas más comunes que se adjudican a los denunciantes? ¿Sigue siendo «seguridad o libertad» la etiqueta más común que se adjudica a la guerra contra el terror?

No se trata de que los estadounidenses estén equivocados si sienten temor y necesitan protección. Lo más importante que necesitamos es protegernos; sin embargo, no contra esa limitada amenaza nacional sino contra un nuevo Rey, un ejecutivo unitario que se ha hecho con la ley para su propio uso, ayudado y segundado por los Tribunales, apoyado por un poderoso estado de seguridad nacional y sin la oposición de un Congreso dividido y debilitado. Sin una potente Declaración de Derechos que nos proteja -y nos sirva de salvaguarda, naturalmente- del peligro que representa nuestro propio gobierno acabaremos dando un giro completo hacia un Estados Unidos postconstitucional que tiene mucho en común con la colonia británica anterior a la Constitución.

Aun así, no existe un movimiento de oposición mayoritario y de amplio espectro frente a lo que viene haciendo el gobierno. De hecho, da la impresión de que muchos estadounidenses están dispuestos a aceptar -incluso quizás a darle una temerosa bienvenida- la muerte de la Declaración de Derechos, la que una vez fue una enmienda.

Somos los primeros en ver, sombríamente, el bosquejo de lo que puede llegar a ser un Estados Unidos postconstitucional. Podríamos ser los últimos que tuviéramos la posibilidad de parar esta deriva.

Peter Van Buren hizo sonar su silbato cuando en su primer libro, We Meant Well: How I Helped Lose the Battle for the Hearts and Minds of the Iraqi People (Fuimos claros: cómo ayudé a perder la batalla por el corazón y la cabeza del pueblo iraquí) denunció el despilfarro y la mala administración del Departamento de Estado de EEUU. Miembro regular de Tom Dispatch, Peter escribe sobre acontecimientos de actualidad en su blog WeMeantWell. Su nuevo libro, Ghosts of Tom Joad: A Story of the #99Percent (Los fantasmas de Tom Joad: una historia del 99 por ciento), ya está disponible. En próximas entregas de Tom Dispatch, Peter se ocupará de otras enmiendas que están siendo desmanteladas en la era posterior al 11-S.

Copyright 2014 Peter Van Buren

Notas:

* La palabra «denunciante» no tiene la sonoridad, ni la vistosidad, ni el simbolismo de «whistleblower» (literalmente: soplador de silbato) del original en inglés. (N. del T.)

** La Primera Enmienda fue redactada en el inglés del siglo XVIII. Esta traducción es libre en cuanto a que su redacción responde a ineludibles criterios modernos de expresión. El texto original de la Primera Enmienda es este: «Congress shall make no law respecting an establishment of religion, or prohibiting the free exercise thereof; or abridging the freedom of speech, or of the press; or the right of the people peaceably to assemble, and to petition the Government for a redress of grievances». (N. del T.)

*** En francés en el original. Razón de ser. (N. del T.)

Fuente: http://www.tomdispatch.com/blog/175856/