En la carrera hacia la Casa Blanca, el candidato demócrata Barack Obama enfrenta dificultades para convencer al electorado blanco e hispánico, sobre todo cuando dispone de ingresos modestos. Su handicap proviene tal vez del reducido contenido social de su programa y de la naturaleza consensual de sus discursos. Si bien las candidaturas de Obama y […]
En la carrera hacia la Casa Blanca, el candidato demócrata Barack Obama enfrenta dificultades para convencer al electorado blanco e hispánico, sobre todo cuando dispone de ingresos modestos. Su handicap proviene tal vez del reducido contenido social de su programa y de la naturaleza consensual de sus discursos. Si bien las candidaturas de Obama y de Hillary Clinton simbolizan un importante avance cultural en cuestiones raciales y de género, ningún candidato pone el eje en la economía capitalista y sus crecientes inequidades.
El surgimiento de la «cuestión racial» tuvo dos momentos fuertes durante la campaña de Barack Obama. El primero ocurrió en enero, la noche de la victoria del candidato en las primarias demócratas de Carolina del Sur. En respuesta a los comentarios de William Clinton, que había imputado ese resultado al peso del voto negro en Carolina, una multitud cercana a Obama silabeaba a los gritos: «¡La raza no importa!».
El novelista Ayelet Waldman, partidario del senador por Illinois, explica: «Allí estábamos, en pleno corazón del antiguo Sur, en un lugar donde la bandera de la Confederación todavía flamea al lado de las estatuas del gobernador Benjamin Tillman, famoso porque se ufanaba de mantener a los negros lejos de las mesas de votación -‘Hicimos fraude. Les disparamos. No nos da vergüenza decirlo’-, y gritábamos ‘¡La raza no importa! ¡La raza no importa!’. Blancos y negros, hispanos y asiáticos, unidos en un mismo rechazo a una política instalada en la rutina. Unidos en la idea de que Estados Unidos puede ser un país diferente. Unidos. No divididos» (1).
El segundo momento fuerte se produjo en marzo, cuando en reacción (al menos en parte) a los polémicos sermones de su ex pastor, Jeremiah Wright, el candidato demócrata pronunció su discurso sobre una «unión más perfecta». En esa oportunidad declaró que «la raza es un problema (…) que en este preciso momento la nación no puede permitirse ignorar», dando inicio a lo que varios analistas consideraron «una conversación nacional sobre la cuestión racial» cuya necesidad, al parecer, se hacía sentir con fuerza.
Si decimos «al parecer» es porque resulta evidente a los ojos de cualquier observador, incluso a los de uno distraído, que a los estadounidenses les encanta hablar de la raza y que lo vienen haciendo desde hace siglos, aun cuando hoy en día nada les guste tanto como afirmar que… a los estadounidenses no les gusta hablar de la raza. Les va peor, en cambio, cuando se trata de hablar de clase. Obama mismo lo comprobó el día que se le escapó un comentario sobre los paliativos religiosos de la «amargura» de los pobres en medio de una colecta de fondos en San Francisco (2).
Un simple vistazo basta para observar la contradicción entre ambos momentos: el del eslogan «la raza no importa» y el del discurso explicando por qué, en definitiva, sí importa. Pero la contradicción se resuelve apenas se entiende que aquello que justificó el discurso (la historia del racismo estadounidense) es también lo que originó la promesa del canto silabeado (la idea de que la elección de un hombre negro representaría un gran paso adelante para triunfar sobre ese pasado). Lo cual sin duda es cierto.
Lo que otorga a la campaña de Obama toda su importancia es justamente la promesa de que es posible superar una larga historia de división racial y de que en el siglo XXI se puede resolver el problema que para William Edgard Burghardt Du Bois dominó el siglo XX (3). El «cambio en el que podemos creer» no es ideológico -Obama y Hillary Clinton son casi idénticos en ese plano; si los votantes demócratas hubieran reclamado un cambio de rumbo ideológico, el candidato habría sido John Edwards-, sino cultural. Y tiene la característica de que ya no puede ser proclamado, sino que debe ser encarnado. Ahora bien, esto sólo lo puede hacer un negro. Elegir blancos que afirmen «la raza no importa» es una cosa; elegir a un negro es otra, más convincente.
Aumento de las disparidades
Así, la campaña de Obama está y siempre ha estado enteramente anclada en la cuestión racial, sobre todo en el antirracismo como política progresista. Su campaña pinta al ala supuestamente progresista del Partido Demócrata con una imagen de pastor que conduce a los estadounidenses hacia una sociedad cada vez más abierta e igualitaria, no sólo para los negros, sino también para los asiáticos, los latinos, las mujeres y los homosexuales. Sin embargo, el problema que plantea esta imagen (problema que a la vez explica la esencia del atractivo que ejerce) es que es falsa. No falsa en el sentido de que no hubo avances extraordinarios (aunque incompletos) gracias a la lucha contra el racismo, sino falsa en el sentido de que estos avances no hicieron a la sociedad estadounidense más abierta ni más igualitaria. En muchos sentidos, ésta es incluso menos abierta y menos igualitaria hoy que en la época de los segregacionistas del Sur, cuando el racismo no sólo predominaba sino que gozaba de la caución de las autoridades.
Una política económica neoliberal en general está acompañada de una exacerbación del interés que despiertan las diferencias identitarias (culturales, étnicas, a veces religiosas) y de un aumento de la tolerancia hacia las disparidades de riqueza y de ingresos. Quienes conozcan la jerga de los índices relativos a las desigualdades económicas comprenderán inmediatamente, gracias a los siguientes datos, que la igualdad sufrió un retroceso en Estados Unidos: en 1947 (durante el apogeo de las leyes segregacionistas llamadas «Jim Crow», en vigor en el sur del país), el coeficiente de Gini, que mide la desigualdad de los ingresos en un país, era de 0,376. En 2006 alcanzó el 0,464 (4). Es un alza significativa. En 1947, Estados Unidos pertenecía a la misma categoría (aunque era un poco más desigual) que los países de Europa occidental; en 2006, cayó al nivel de México y China (5).
Pero en realidad no necesitamos este indicador para medir la extensión del problema. En 1947, el 20% de la población estadounidense recibía el 43% de los ingresos anuales. En 2006, tras años de lucha (a menudo victoriosas) contra el racismo, el sexismo y el heterosexismo, el 20% de los estadounidenses se repartía el 50,5% del conjunto de los ingresos. Los ricos, pues, se han hecho más ricos (6).
El «progresismo demócrata»
Por consiguiente, la lucha por la igualdad racial y sexual -cuyo éxito relativo se ve encarnado en el Partido Demócrata de los últimos seis meses- no desembocó en una mayor igualdad económica. Por el contrario, ha demostrado ser compatible con una mayor desigualdad en la materia y con la formación de una sociedad más elitista (7). En el fondo, esto se explica por el hecho de que las luchas antirracistas y antisexistas no tuvieron como objetivo principal construir una sociedad más igualitaria, ni siquiera atenuar o eliminar la distancia entre la elite y el resto de la sociedad. Con más frecuencia, de lo que se trató fue de diversificar la elite, lo cual contribuyó a legitimarla.
Es por eso que medidas como la affirmative action en la admisión a la universidad desempeñan un papel simbólico tan esencial para los progresistas estadounidenses (8). Ese tipo de medidas garantiza que nadie sea excluido de lugares como Harvard o Yale por motivos ligados a prejuicios o a la discriminación. Con ello, se sienten libres para no modificar el mecanismo esencial de exclusión: la riqueza. Según el famoso comentario de Richard Kahlengerg, uno tiene «veinticinco veces más posibilidades de encontrar un estudiante rico que un estudiante pobre» en los 146 establecimientos de enseñanza superior de elite estadounidenses. No porque los estudiantes pobres sean víctimas de una discriminación, sino porque son pobres. No recibieron el tipo de educación ni gozaron de las condiciones materiales que les permitieran postularse con alguna posibilidad de éxito al ingreso a los establecimientos de elite, menos aun a seguir una carrera allí.
La affirmative action nos dice que el problema es el racismo. Y que la solución consistiría en que figuraran todos los colores entre los hijos y las hijas de los ricos. Esta definición de la «solución» se prolonga en la actividad profesional, ya que la lucha por la diversidad continúa entre los abogados, los profesores, los periodistas y todos los demás gremios que gozan de estatutos e ingresos suficientes para tener acceso a las filas de la elite. El objetivo, entonces, consiste en imponer un modelo de justicia social que descanse sobre una representación proporcional de la raza y el género. Lógicamente, quien desee la aparición de una elite más diversificada difícilmente pueda imaginar algo mejor que la elección de un presidente negro. Elegir una mujer para la Casa Blanca vendría justo después.
Si, en cambio, el objetivo es atacar las desigualdades que realmente existen (ingresos y fortuna) más que aquellas cuya presencia estamos dispuestos a admitir («raza» o género), si la ambición apunta a apoyar un programa político que aborde las desigualdades que han engendrado no las discriminaciones (que, después de todo, en los Estados Unidos de hoy se han convertido en nuevas formas de selección), sino el neoliberalismo (que se encuentra en el origen mismo de la selección), entonces ni el candidato negro ni la senadora blanca tienen mucho para ofrecer.
Porque hay allí dos demócratas incapaces de admitir públicamente (basta con ver su último debate, en abril) que los estadounidenses que ganan entre 100.000 y 200.000 dólares por año ya no pertenecen a la «clase media» sino a las clases superiores. Clinton se comprometió a «no aumentar un solo impuesto que afecte a los estadounidenses de las clases medias, cuyo ingreso anual sea inferior a 250.000 dólares»; Obama, curiosamente acusado de ser «demasiado blando» en materia de baja de impuestos por el periodista Charles Gibson, que lo interpelaba con vehemencia porque él mismo gana ocho millones de dólares por año, se comprometió a no insistir con las bajas de impuestos de los contribuyentes que ganen menos de 200.000 dólares por año (9).
Sólo el 7% de los hogares estadounidenses dispone de un ingreso anual superior a los 150.000 dólares; el 18% recibe más de 100.000 dólares, y más del 50% gana ¡menos de 50.000 dólares! (10). Si existen demócratas que opinan que quienes perciben ingresos de alrededor de 200.000 dólares anuales todavía forman parte de la clase media y que por ende deben pagar menos impuestos, ¡pues entonces ya no se necesitan más republicanos!
Dicho de otro modo, Clinton y Obama son los emblemas de un progresismo estadounidense cuya ética política reprueba y combate las desigualdades que surgen del racismo y el sexismo con el mismo vigor con que, a la vez, ignora las desigualdades que no surgen de la discriminación sino de lo que solíamos llamar explotación. Como puede uno imaginarse, en la lucha sin piedad que ambos candidatos demócratas libran entre ellos no faltaron imputaciones de racismo de un lado y de sexismo del otro.
Cuestionar el sistema económico
En agosto de 1967, tres años después del voto del Civil Rights Act (11), cuando apenas empezaba el esfuerzo por llevar a la realidad los derechos que estas leyes garantizaban, Martin Luther King ya planteaba la pregunta: «¿Cuál será nuestra próxima etapa?». El pastor era sin duda un gran dirigente de los derechos civiles, pero también era más que eso; los objetivos que le importaban iban más allá. Se trataba, como lo afirmó en la Southern Christian Leadership Conference, de comprender la presencia en Estados Unidos de 40 millones de pobres, lo cual conducía «a interrogar al sistema económico, a reclamar una mejor distribución de la riqueza, a cuestionar la economía capitalista».
En Estados Unidos había por entonces (como hay hoy en día) más blancos pobres que negros pobres; King era perfectamente consciente de ello. Sabía que el antirracismo no podía resolver el problema de la desigualdad económica en la medida en que el racismo no constituía la fuente de dicha desigualdad. Era consciente también de que cualquier cuestionamiento de la verdadera causa, la «economía capitalista», suscitaría una «oposición feroz». Martin Luther King murió antes de poder llevar a cabo esa lucha, y la «oposición feroz» que él preveía no tuvo motivos para manifestarse dado que el cuestionamiento nunca tuvo lugar. Su lugar lo ocupó no sólo el antirracismo del movimiento de los derechos civiles, sino también la aparición de un feminismo, de luchas homosexuales y de «nuevos movimientos sociales», enteramente compatibles con la «economía capitalista» a la que King pretendía oponerse.
Siempre es posible que Obama o Clinton retomen la bandera del combate que Martin Luther King esperaba librar, pero es poco probable. El neoliberalismo se acomoda sin ninguna dificultad a las cuestiones de raza y de género; los candidatos de la raza y del género parecerían estar devolviéndole el favor.
Bibliografía
(1) http://my.barackobama.com/page/community/blog/ayeletwaldman
(2) El último 6 de abril, Obama opinó que la amargura de los estadounidenses de los medios populares víctimas del desempleo o de la baja de su poder adquisitivo los había conducido en algunos casos a «apegarse a las armas de fuego o a la religión, a desarrollar cierta antipatía por aquellos que no son como ellos y cierta hostilidad hacia los inmigrantes y el comercio internacional».
(3) El número temático «Políticos imperialistas», Actes de la recherche en sciences sociales, Nº 171-172, París, marzo de 2008.
(4) El cero representa la igualdad absoluta (todos tienen los mismos ingresos) y el uno la desigualdad absoluta (una persona acapara toda la riqueza producida).
(5) A título de comparación, este coeficiente es 0,383 en Francia, 0,283 en Alemania y 0,250 en Suecia.
(6) Por lo demás, la movilidad social sufrió un retroceso en Estados Unidos. Un estudio reciente, llevado a cabo por la Pew Foundation, estableció que Estados Unidos es «en realidad una sociedad menos móvil que Canadá, Francia y la mayoría de los países escandinavos». En: www.economicmobility.org/assets/pdfs/EMP%20American%20Dream% 20Report.pdf
(7) Véase Serge Halimi, «Ritual democrático y sociedad de castas», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, noviembre de 2006.
(8) Véase John D. Skrentny, «Oportunidades versus igualdad», Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, mayo de 2007; y Christopher Newfield, «Passé et passif de l’enseignement supérieur américain», Le Monde diplomatique, París, septiembre de 2003.
(9) Las bajas de impuestos que el Congreso votó entre 2001 y 2003, por iniciativa del presidente Bush, deberían expirar en 2011, durante el mandato del próximo presidente. John McCain se comprometió a prolongarlas e incluso a declararlas permanentes. Clinton y Obama, en cambio, anunciaron que las revisarían en el caso de los ingresos superiores a los de las «clases medias».
(10) Estos datos, que provienen del American Census Bureau, están disponibles para consulta on-line en el sitio: http://factfinder.census.gov/servlet/STTable?_bm=y&-geo_id=01000US&-qr_n… G00_S1901&-ds_name=ACS_2006_EST_G00_
(11) El Civil Rights Act (o ley de derechos civiles) de 1964 prohíbe la discriminación «de raza, color, sexo u origen nacional para el conjunto de las prácticas de empleo». El año siguiente, el Voting Rights Act garantizó a escala federal el derecho de voto de los negros y el de representación igualitaria en el Congreso.
Walter Benn Michaels es profesor en la Universidad de Illinois, Chicago. Es autor de The Trouble with Diversity. How we Learned to Love Identity and Ignore Inequality, Metropolitan, Nueva York 2006.