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Conservacionismo "Tea Party", un oxímoron "Made in USA"

Donald Trump en el socavón

Fuentes: TomDispatch

Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

Medioambientalismo trumpiano
Introducción de Tom Engelhardt

Tal vez al lector le resulte difícil admitirlo, pero en todos nosotros hay una pequeña parte de Donald Trump. Así es, sus insinuantes, llenos de alusiones y siempre incendiarios comentarios -desde su invocación a los poseedores de armas de fuego como una fuerza para vérselas con la posible victoria electoral de Hillary Clinton hasta atribuirle a «Barack Hussein Obama» la «fundación» del Estado Islámico (en adelante, el Daesh)- son habitualmente peligrosos, notablemente ignorantes y a menudo descabellados; así es, piensa defender a la clase trabajadora recortando los impuestos a los ultra-ricos; así es, ha sido abandonado por casi todos los grupos que siempre dependieron de que él mantuviera la bolsa; así es, nunca hemos visto a un narcisista como él (ni tan susceptible como él) ocupando el escenario público; así es, él es del todo ‘incapaz’ de hacerse cargo de nada, mucho menos de una presidencia; así es, sus comentarios sobre las armas nucleares y su posible utilización pone los pelos de punta. Pero, vamos, admítalo: algunas veces, solo algunas veces, él dice algo y usted piensa «Bueno, sí; es verdad». Y eso quizás ocurra un poco con demasiada frecuencia, e incomoda.

Por ejemplo, sé que yo experimento eso cuando él señala el papel de Hillary Clinton en la desastrosa intervención militar de Estados Unidos en Libia («Llegamos, vimos y murió», es el resumen que ella hizo de ese particular triunfo, refiriéndose a la muerte del autócrata Muammar Gaddafi antes de que todo su país se hiciera pedazos y las armas de su arsenal cayesen en manos de grupos terroristas que operan en el territorio que va desde la península de Sinai hasta Nigeria). Yo siento eso cuando, para responder a 50 republicanos -funcionarios de la seguridad nacional- que en una carta abierta denunciaron a Trump por ser probablemente «el más irresponsable presidente de la historia de Estados Unidos», él dijo que «esas personas, dueñas de información privilegiada -junto con Hillary Clinton- son los responsables de las desastrosas decisiones de invadir Irak, permitir la muerte de estadounidenses en Benghazi, e incluso quienes permitieron el ascenso del Daesh». Es verdad, usted puede no estar de acuerdo con algunas partes de esta formulación, pero si nos atenemos a las desastrosas guerras y las políticas de seguridad de Washington de la era posterior al 11-S, los integrantes del equipo que firmó esa carta son ciertamente una banda de delincuentes. Incluso me parece que insinúa eso cuando comenta el papel de Obama en la creación del Daesh. Sí, esa acusación es verdaderamente descabellada. Cuando en 2011retiró las tropas de Irak, Obama no hacía otra cosa que dar cumplimiento a un acuerdo negociado por la administración Bush. Pero también es verdad que George W. Bush & Cía. en particular, hicieron todo lo posible para crear las condiciones para que al-Qaeda -el predecesor del Daesh en Irak- se estableciera y prosperara, y que las fuerzas armadas de Estados Unidos fueron fundamentales para que los futuros líderes -entre ellos el ‘califa’ Abu Bakr al-Baghdadi- del Daesh se relacionaran en una de sus más conocidas prisiones en Irak.

En otras palabras, cuando se trata de recordar aquellos días tan desagradables de la vida de Estados Unidos y la militarización a escala global de un país, Donald tiene mucho material aprovechable. Menciono esto solo para que el lector vaya ambientándose antes de realizar el notable viaje al que le invita hoy la nota de TomDistach, un extracto del libro de Arlie Hochshild a punto de publicarse, Strangers in Their Own Land: Anger and Mourning on the American Right (Extraños en su propia tierra: ira y luto por la derecha estadounidense). Este trabajo le llevará directamente a un mundo en el que Trump suena mucho más auténtico que en el nuestro, un mundo en el que, como escribió recientemente John Feffer, hay cierta impaciencia por las «soluciones más simples… un mensaje fundamentalista que atrae tanto a los nacionalistas británicos, como a los excepcionalitas trumpiamos y a los reaccionarios del Daesh». Si queremos entender las contradicciones que el nuevo poder impulsa en nuestro cada día más extraño mundo estadounidense, es importante penetrar en este modo de pensar.

* * *

El Tea Party, un socavón en Louisiana y las contradicciones de la vida política de Estados Unidos

[Esta nota es un extracto del nuevo libro de Arlie Hochschild, Strangers in Their Own Land: Anger and Mourning on the American Right (The New Press) que será presentado al público el 8 de septiembre.]

Algunas veces hacemos un viaje muy largo para descubrir verdades que están muy cerca de casa. En los últimos cinco años he estado haciendo justamente eso: dejar mi casa en la muy liberal Berkeley, California, y viajar a los marjales del Tea Party Louisiana para encontrar a ese otro Estados Unidos que, como ha mostrado muy claramente la carrera presidencial de Donald Trump, no podría estar más cerca de nuestra casa. De esos viajes, permítame que le ofrezca una especie de parábola de la vida real sobre un hombre al que llegué a admirar y que resume muchas de las contradicciones de nuestro inconfundible mundo trumpiano.

Entonces, acompáñeme ahora, mientras giro a la derecha en la calle Gumbo, a la izquierda en Jambalaya, cruzo el paseo Sauce Piquant y disperso un grupo de gatos asilvestrados, estaciono en la calle Crawfish, enfrente de una casa de madera pintada de amarillo en la orilla misma del agua que cubre Boyou Corne. Las calles están desiertas, la hierba está sin cortar, las ramas de los mandarinos y pomelos están cargadas de fruta sin recoger. Caminando hacia mí por la carretera se acerca Mike Schaff, un hombre alto, fuerte y calvo vestido con una camiseta de listas anaranjadas y rojas, unos tejanos y un par de zapatillas. Lleva gafas oscuras para el sol y me saluda amistosamente.

Sube al coche y me dice «Lo siento por la hierba» mientras entramos en la propiedad. «No he mantenido las cosas en orden.» Sobre la mesa del comedor tiene preparado café, crema, azúcar y una cesta con melocotones caseros que me llevaré cuando me marche. Contra las paredes de la sala y del comedor hay unas cuantas cajas de cartón a medio llenar. La alfombra de la sala está enrollada en un rincón revelando así una fina e irregular grieta que cruza todo el suelo. Mike abre la puerta de la cocina para ir al garaje. «Mi monitor del gas está aquí», me explica. «La empresa perforó un agujero en mi garaje para ver si tenía gas debajo de él, y lo tenía: 20 por ciento más de lo normal. Me levanto por la noche para comprobarlo.» Mientras nos sentamos para tomar café en la pequeña mesas del comedor, Mike dice, «Este lunes habrán pasado siete meses; los últimos cinco han sido los meses más largos de mi vida».

Después del desastre de agosto de 2012, el gobernador de Louisiana Bobby Jindal emitió una orden de evacuación por emergencia dirigida a los 350 habitantes de Bayou Carne -una comunidad residencial frente al canal donde el agua fluye hacia el hermoso marjal (un río que atraviesa un humedal); muchas garcetas blancas, ibis y cucharetas pueblan esas aguas. Cuando en marzo de 2013 visité a Mike, él continuaba viviendo en su arruinada casa.

«Justamente yo había empezado a vivir con mi nueva esposa, pero con las emisiones de metano por todas partes, esto no es seguro. Entonces, mi mujer se volvió a Alexandría, que está a 118 millas [189 km] al norte y ahora trabaja allí. Nos vemos los fines de semana. Los nietos tampoco vienen porque ¿qué pasa si alguien enciende un fósforo? La casa podría volar. Yo me quedo aquí para proteger el lugar de los ladrones y para conservar la compañía de algunos vecinos», me dice; después de una larga pausa, agrega: «En realidad, no quiero marcharme».

Visité a Mike Schaff porque él parece personificar una paradoja cada vez más patente, la que me trajo a esta zona central de la derecha estadounidense. ¿Qué pasaría, yo me preguntaba, si un hombre que veía al «gobierno de tamaño excesivo» como el peor enemigo de la comunidad local, que sentía un rechazo visceral por los controles gubernamentales y alababa la libertad de mercado, de repente debía enfrentarse con la ruina de su comunidad y quedar en manos de una empresa privada? ¿Qué habría pasado si los controles gubernamentales hubiesen -sin duda alguna- evitado esa pérdida.

Porque en agosto de 2012, exactamente, por cierto esa catástrofe golpeó a Mike y sus vecinos.

Como muchos de sus vecinos -conservadores, blancos, descendientes de franceses, católicos- Mike era un firme republicano y seguidor entusiasta del Tea Party. Su deseo era dejar en los huesos al gobierno federal. En su mundo ideal, los departamentos de Interior, Educación, Salud y Servicios Humanos, la Seguridad Social y gran parte de la Agencia de Protección Medioambiental (EPA, por sus siglas en inglés) debían desaparecer, lo mismo que la mayor parte del dinero federal para los estados. El gobierno federal financia el 44 por ciento del presupuesto del estado de Louisiana -2.400 dólares por persona y por año-; parte de ese dinero es para ayudar a los afectados por los huracanes, algo que Mike recibe con los brazos abiertos, pero una parte es para financiar el programa sanitario Medicaid. Según Mike, «Muchos de los que reciben esa ayuda podrían trabajar si quisieran; francamente, mejor que se queden fuera».

Louisiana es un típico estado rojo*. En la clasificación de 2016, quedó como el más pobre del país y también el peor en educación, salud y bienestar general de la población. Es el segundo estado en relación con la incidencia del cáncer en hombres y uno de los estados más contaminados del país. Pero los votantes, como Mike, han elegido dos veces consecutivas al gobernador Bobby Jindal quien, durante sus ocho años de mandato rechazó rotundamente la extensión de Medicaid, recortó los fondos para la educación superior en un 44 por ciento y suspendió temporalmente al equipo de protección ambiental. Desde 1976, Louisiana ha votado a los republicanos en siete de las 10 últimas elecciones presidenciales y, según una encuesta de mayo de 2016, sus residentes favorecen a Donald Trump antes que a Hillary Clinton por 52 y 36 por ciento, respectivamente.

Mike era un honre inteligente, con formación universitaria dotado de cierto sentido administrativo de la tierra y el agua que él amaba. A partir de la ominosa grieta en el suelo y el verificador de presencia de gas en su garaje, ¿podría, me preguntaba yo, pensar ahora en el gobierno como una institución que podía ayudarle? ¿Y habría el desastre sufrido alterado acaso sus puntos de vista sobre los candidatos a la presidencia?

«Alka Seltzer» en los charcos de la lluvia

La primera señal de que algo andaba mal fue una breve sucesión de diminutas burbujas en la superficie del agua de Bayou Corne, y después otra, y otra. ¿Habría una fuga de gas en la tubería que atravesaba el fondo del marjal? Un empleado de la empresa local del gas hizo una comprobación en el lugar y dijo que la tubería estaba bien. En ese momento, recuerda Mike, «sentimos un fuerte olor a petróleo».

Poco después, él y sus vecinos se sorprendieron cuando la tierra empezó a temblar. «Yo estaba caminando dentro de casa cuando de pronto me sentí como si estuviese borracho; aquello duró unos 10 segundos», recuerda Mike. «Mi equilibrio se fue al diablo.»

Fue entonces cuando se dio cuenta de la grieta en el suelo de la sala y oyó un ruido parecido a un trueno. Una mujer, que vivía con sus dos niños en una casa rodante a un kilómetro y medio de Bayou Corne, pensó que su lavadora estaba funcionando, pero entonces recordó que estaba averiada desde hacía meses. Los prados de los jardines empezaron a combarse e inclinarse. No lejos de la casa de Mike, la tierra empezó a abrirse y, como si alguien hubiera quitado el tapón del sumidero de una bañera, el marjal empezó a aspirar la vegetación, el agua y los pinos. Cipreses de 100 años se quebraron en cámara lenta y desaparecieron en la boca abierta del socavón que estaba formándose. Dos trabajadores de la limpieza habían tendido una barrera flotante para contener el agua que brillaba por la presencia de petróleo en la zona. Habían amarrado su barca a un árbol cercano, que se deslizó dentro del socavón llevándose la barca consigo; a pesar de eso, los hombres se salvaron.

En las semanas siguientes, la vegetación original propia de las zonas de humedal fue reemplazada por un fango aceitoso y de la tierra empezó a salir gas natural. «Cuando llovía, los charcos brillaban y burbujeaban, como si alguien hubiese arrojados unas pastillas de Alka Seltzer en ellos», dijo Mike. Poco a poco, el fango infiltró su contenido de petróleo y gas en el acuífero, amenazando el agua potable del lugar.

¿Cuál fue la causa del socavón? La culpable fue Texas Brine, una empresa -escasamente regulada- de perforación de Houston (Texas). Había hecho una perforación de más de 1.700 metros para explotar intensivamente una concentración de sal, que es vendida a las empresas que elaboran cloro. Haciendo ese trabajo, se perforó accidentalmente la pared de una formación geológica subterránea llamada Cúpula de Sal Napoleón, de casi cinco kilómetros de ancho y 1.600 metros de profundidad, que cubre un estrato rocoso en el que hay petróleo y gas natural no convencionales (en el estado de Louisiana hay 126 de esas cúpulas, tanto subterránes tierra como bajo el agua. Es frecuente que de ellas se extraiga salmuera y que en las cavidades realizadas se almacenen productos químicos tóxicos). Cuando el equipo de perforación agujereó accidentalmente el lateral de una caverna dentro de la cúpula se derrumbó bajo el peso de la roca aledaña succionando todo lo que había sobre ella.

El socavón se extendió. Al principio era del tamaño de una parcela residencial, después del de cinco de ellas, después el de toda la longitud de la calle Crawfish. En 2016, ya cubría más de 150 hectáreas. El pavimento de la principal carretera para entrar y salir de Bayou Corne también comenzó a hundirse. Los taludes junto al socavón, originalmente levantados para controlar inundaciones en tiempos de creciente, también empezaron a colapsar, con el peligro de que el chapapote se desparramara en los prados y bosques cercanos. Mientras tanto, los traumatizados evacuados se alojaban con los familiares que podían acogerlos, en campings y moteles, e intercambiaban las últimas noticias sobre la extensión del socavón.

La protección ambiental: desaparecida en acción

Mike puso su barca en el canal y yo subí a bordo. Puso el motor en marcha y rumbeamos a lo más ancho del socavón. «Por aquí pescábamos lubinas, siluros, percas blancas, cangrejos y otros…» dice, «al menos, solíamos hacerlo.»

A Mike le encantaba pescar; era capaz de describir el hábitat y el aspecto de una docena de peces de la zona. Navegaba cada vez que podía, a pesar de que tenía poco tiempo libre. Entonces, para él «medioambiente» no era solo una palabra: era su pasión, su respiro, su modo de vida.

Hacía tiempo que a Mike le disgusta la idea de un gobierno federal fuerte porque «la gente acaba dependiendo de él en lugar de los demás». Él creció en una comunidad muy unida cerca de Bayou Corne, en la plantación de caña de azúcar Armelise; era el quinto de siete hermanos y su padre era fontanero y albañil. Cuando era niño, me cuenta, «andaba descalzo todo el verano, y le disparaba a los cuervos con mi rifle; les quitaba las tripas para encarnar los anzuelos». Ya adulto, trabajó en estimaciones de precios, midiendo y calculando los materiales para construir las enormes plataformas de extracción de petróleo que trabajan en el golfo de México. Habiendo sido un niño del viejo Sur que se hizo adulto en los tiempos del Gran Petróleo, él estaba a favor de los derechos de su estado; aun así, quería que el gobierno estatal se mantuviese en su mínima expresión.

Esta, sin embargo, era la última situación la que alguna vez él imaginara que estaría inmerso. «Nosotros formamos una comunidad muy unida. Aquí no cerramos la puerta con llave. Nos ayudamos unos a otros para reconstruir los taludes cunado hay inundaciones. «La paga es un par de cervezas», dice riendo. «Nos encanta vivir aquí».

Para un hombre que podía pasarse horas en su garaje montando las piezas de un avión biplaza Zenith 701 para armar y que se refería a su persona con la expresión «yo mismo», él disfrutaba con la tranquila sociabilidad de Bayou Corne. No era solo por la ausencia de gobierno apreciada por Mike; era por sentirse formando parte de un grupo cálido y cooperativo. Eso era lo que el pensaba acerca de la comunidad como reemplazo del gobierno. ¿Por que pagar altos impuestos para mantener a un gobierno que te roba lo que más aprecias?

A lo lejos, venos un cartel clavado en un tronco: PELIGRO, NO ACERCARSE. GAS MUY INFLAMABLE. A su alrededor, el agua burbujea. «Metano», dice Mike con toda naturalidad.

A mediados de 2013, las autoridades municipales declararon «zona de sacrificio» a Bayou Corne, y la mayoría de sus 350 residentes se marcharon. Un pequeño grupo de «resistentes», como Mike, es ahora criticado por quienes se fueron porque temen que su permanencia sugiera a Texas Brine que la cuestión «no era tan mala» y de ese modo rebaje el monto de las indemnizaciones que podrían plantearse por su sufrimiento.

Todo el mundo sabe que la perforación realizada por la empresa es la causa del socavón, pero eso no resuelve el tema de la culpabilidad. Para empezar, Texas Brine la ha echado la culpa a la Madre Naturaleza, argumentando -falsamente- que los sismos eran naturales en la zona. Después culpó a sus aseguradoras y a la empresa a la que arrendó un espacio en la cúpula.

Tanto quienes se quedaron en Bayou Corne como quienes se marcharon descargan su ira principalmente contra «el gobierno». Sobre todo por el hecho de que el gobernador Bobby Jindal dejó pasar siete meses antes de visitar a las víctimas. «¿Por qué dejó pasar tanto tiempo antes de hacer su primera visita?», se le preguntó, «¿y por qué fue anunciada tan repentinamente en la mañana de un día de semana, cuando la mayoría de los afectados por el socavón estaban trabajando?»

Como muchos de sus vecinos, Mike Schaff había votado dos veces a Bobby Jindal y, como alguien que había trabajado toda la vida en la explotación del petróleo, aprobó el programa fiscal de incentivos por 1.600 millones de dólares del gobernador para atraer a más empresas del sector para que trabajaran en el estado. Durante tres años no hubo manera de saber si acaso las empresas del petróleo habían aportado un solo céntimo a las arcas de Louisiana ya que, en la administración Jindal, la auditoría de los pagos empresariales había sido delegada a la Oficina de Recursos Minerales, estrechamente vinculada a la industria, y que entre 2010 y 2013 no efectuó ninguna auditoria.

Es bien sabido que, en Louisina, los controles medioambientales no eran la principal preocupación de los legisladores conservadores del estado, muchos de los cuales tenían intereses en la industria petrolera o, como el gobernador Jindal, había recibido donaciones de empresas del sector de la energía. Un informe muy ilustrativo hecho público en 2003 por el inspector general de la EPA situó a Louisina en el último lugar en relación con la puesta en marcha de controles medioambientales de ámbito federal. La base de datos sobre instalaciones de manejo de residuos peligrosos estaba plagada de errores. El departamento de Calidad Ambiental (un nombre que olvida la palabra «protección») no sabía si muchas de las compañías que supuestamente debía controlar estaban «en conformidad». Sus funcionarios no habían podido inspeccionar muchas plantas e, incluso cuando lo hicieron, ninguna empresa había sido multada ni penalizada aunque no haubiera cumplido las regulaciones estatales.

El Inspector General fue «incapaz de garantizar al público que Louisiana estaba manejando programas de una forma que protegiera efectivamente la salud humana y el medioambiente». Según la propia página web del estado de Louisiana se había gestionado 89.787 permisos para almacenar desechos peligrosos o hacer otras cosas que afectaban al medioambiente solicitados entre julio de 1967 y julio de 2015. En ese lapso, solo 60 de ellos -el 0,07 por ciento- habían sido denagados.

Cuanto más rojo es el estado, más desechos tóxicos

Resultó ser que Louisiana estaba en buena compañía. Un estudio realizado en 2012 por el sociólogo Arthur O’Connor mostró que los residentes de los estados rojos sufren mayores índices de contaminación industrial que los sufridos por los estados azules. Los votantes de los 22 estados que optaron por los republicanos en las elecciones presidenciales realizadas entre 1992 y 2008 viven en entornos más contaminados. Ciertamente, lo que era verdad para los estados rojos en general, y Loisiana en particular, también lo era para el mismo Mike. Si nos detenemos en la exposición a los desechos tóxicos, Rebecca Elliot -mi ayudante en investigación- y yo descubrimos que es probable que las personas que creen que los estadounidenses «se preocupan demasiado por el medio ambiente» y que Estados Unidos ya «esta haciendo lo suficiente» para proteger ese entorno vivan en zonas con elevado índice de polución. Como integrante del Tea Party afectado por el desastre del socavón de Bayou Corne, Mike no era más que un ejemplo desmesurado de una inquietante situación de ámbito nacional.

La aspiración de Mike era vivir en una sociedad que gozara de una libertad de mercado prácticamente total. En cierta forma, Louisiana ya era exactamente eso. El gobierno estaba ausente en casi todo. Pero, ¿cómo, me preguntaba yo, conciliaba Mike su profundo amor por Bayou Corne y su deseo de protegerlo con su intensa aversión por los controles gubernamentales? Tal como sucedió, él hizo lo que hacemos casi todos cuando nos vemos ante un fuerte conflicto: a partir de sus desesperadas convicciones, construyó una nueva -aunque llena de imperfecciones- realidad convirtiéndose así en lo que el llama un «conservacionista Tea Party».

Sentado a la mesa de su comedor, rodeado de cajas de cartón con sus pertenencias, él escribe una carta de queja tras otra y las envía a los integrantes de la legislatura del estado de Louisiana; en ellas les reclama que obliguen a las empresas como Texas Brine a indemnizar adecuadamente a las víctimas, que no permitan el almacenamiento precario de desechos peligrosos en las vías fluviales ni que vuelvan a perforar en el lago Peigneur, donde en 1980 se produjo un devastador accidente debido a una perforación. En agosto de 2015, Mike ya había escrito 50 cartas para diversos funcionarios, tanto estatales como federales. «Nunca he estado tan cerca de convertirme en uno de esos que abrazan los árboles», dice. «El 99 por ciento de los ambientalistas que yo conozco son progres. Pero yo tenía que hacer algo; Bayou Corne nunca volverá a ser lo que era».

-¿Qué ha hecho el gobierno federal por lo que usted se sienta agradecido? -le pregunté mientras navegábamos por el socavón

-La ayuda a los afectados por los huracanes -respondió después de una larga pausa. Y después de otra pausa, agregó-: La I-10 -se refería a la autopista sin peaje financiada por el gobierno federal. Otra larga pausa-. Muy bien; el seguro de desempleo -una vez se había beneficiado brevemente de él.

Le preguntó sobre los inspectores de la Administración de Alimentos y Drogas (FDA, por sus siglas en inglés).

-Sí, eso también.

-¿Y las fuerzas armadas en las que usted sirvió?

-Sí, muy bien.

-¿Conoce a alguien que reciba prestaciones del gobierno federal?

-Sí, claro -respondió-. Y no los reprocho por eso. Muchos conocidos míos se benefician de los programas disponibles, ya que pagan una parte de ellos. Si los programas están ahí, ¿por qué no aprovecharlos?

Después, la conversación continuó acerca de que para esto, para eso o para eso otro no es necesario un gobierno.

Hace poco tiempo, Mike y su mujer dejaron su casa en ruinas junto al socavón para ir a una vivienda más grande necesitada de mantenimiento junto a un canal que desagua en el lago Verret, a unos 24 kilómetros al sur de Bayou Corne. Por las noches, el puede oír el criar de las ranas arbóreas y los sapos. Mike ha reparado el suelo de la sala, rehecho las molduras del dormitorio, cambiado las tablas del suelo de la galería y retomado el montaje del avión. Hace unos días, un tornado rompió la bandera estadounidense izada en un mástil sobre el garaje, pero dejó intacta otra de la Confederación que colgaba en el porche de una casa vecina.

La nueva casa está cerca del comienzo del canal de desagüe de la magnífica cuenca del Atchafalaya, un Refugio Nacional de la Vida Silvestre de 3.200.000 hectáreas -el mayor humedal de tierra fértil poblado de árboles de maderas nobles del país- en parte gestionado por el departamento de Vida Silvestre y Pesquerías del estado de Lousiana. En mi última visita, Mike me llevó en su barca a pescar percas; allí me mostró un águila de cabeza blanca en una rama desnuda de un alto ciprés. «He saltado de la sartén al fuego», me explicó. «Aquí, en esta cuenca, se están deshaciendo de millones de litros de desechos del fracking -la industria dice que es «agua producida»-. Es posible que contengan metanol, cloro, sulfatos y radio. Y las están trayendo de Pennsylvania y otros lugares donde se hace fracking para inyectarlas en un pozo cerca de aquí. La sal puede corroer el revestimiento de esos pozos, que no están lejos de nuestro acuífero.»

Un socavón de soberbia

Mike ama más las aguas de Luisiana que cualquier otra cosa en el mundo. Un voto por Hillary Clinton quizás defendería la Ley del Agua Limpia, aseguraría la protección del medioambiente y garantizaría que el gobierno pudiera continuar actuando de contrapeso de todas las Texas Brine del país. Pero para Mike había algo más importante que el agua potable: el orgullo por su pueblo.

Ha tenido que luchar duramente para saltar del mundo de su padre, un lampista pobre, para llegar a ganar 70.000 dólares anuales trabajando en una empresa que construía plataformas petroleras, tener una tercera esposa y una casa que ahora estaba en ruinas. Cuando estaba accediendo a la clase media, Mike sintió que recibía una bofetada en la cara. Para los movimientos progresistas de los años sesenta -en apoyo de negros, mujeres, minorías sexuales, inmigrantes, refugiados…- el gobierno federal era una enorme máquina expendedora de billetes, pensaba él, en una época en la que la clase media y los trabajadores industriales blancos estaban recibiendo el tipo de castigo que antes había estado reservado a los negros. Los demócratas continuaban haciendo que el gobierno -Mike estaba convencido de ello- se convirtiera en el instrumento de su propia marginación; ahora, los medios progresistas ridiculizaban a las personas como él y les decían que eran unos sureños ignorantes, atrasados y reaccionarios de la clase baja rural. Desde el punto de vista cultural, demográfico, económico y, últimamente, ambientalista, se sentía cada vez más como un extraño en su propia tierra.

A Mike le importaba poco que Donald Trump no redujera el excesivamente crecido gobierno que él recortaría fervorosamente, o que Donald fuera blando con las posiciones en pro de la vida y el matrimonio que él valoraba, o que no hubiese dicho ni pío sobre la deuda nacional. Nada de eso le importaba porque Trump, le parecía a él, apagaría esa máquina de la marginación y restauraría el honor de las personas como él, de él mismo. Mike sabía que los progresistas estaban en favor del cuidado del medioambiente mucho más que los republicanos, o los del Tea Party o Donald Trump. Aun así, a pesar de haber perdido su casa en una tierra saqueada, al igual que el resto de sus más antiguos vecinos blancos de Bayou Corne y aquí en la cuenca de Atchafalaya, Mike estaba decididamente a favor de Trump; su orgullo había sido profundamente herido y esa firmeza era la medida de la ira que le daba su herida.

¿Qué haría Trump para impedir otra calamidad como la de Bayou Corne con su chapapote empapado de metano, su bosque perdido, sus peces muertos? Siempre ha sido impreciso acerca de muchas de las políticas que favorecería en caso de ser presidente, pero hay algo en lo que se expresó claramente: eliminaría la Agencia de Protección Ambiental (EPA).

* En Estados Unidos, la expresión ‘estados rojos’ se refiere a aquellos que votan predominantemente al Partido Republicano; la expresión ‘estados azules’ aplica a aquellos que se inclinan predominantemente por el Partido Demócrata. (N. del T.)

Arlie Hochschild es autora de muchos libros, entre ellos The Second Shift y The Time Bind. El más reciente es Strangers in Their Own Land: Anger and Mourning on the American Right (The New Press): será publicado en estos días. Esta nota es un extracto de ese libro que ella ha hecho para TomDispatch.

Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176181/tomgram%3A_arlie_hochschild%2C_trumping_environmentalism/#more

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar a la autora, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.