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El anhelo del buhonero

Donald Trump, promotor en jefe de las emisiones de CO2

Fuentes: TomDispatch

Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

Difundiendo el culto del carbón

Introducción de Tom Engelhardt

Cuando el lector piensa en ello, ¿no es extraño que Donald Trump no represente la norma histórica, la que establece que los estadounidenses nunca antes habían votado a un presidente estilo P.T. Barnum** (aunque Barnum haya sido alcalde de Bridgeport, Connecticut)? Después de todo, como escribí acerca de Trump durante la campaña electoral de 2016 (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=217958&titular=tiempos-de-decadencia-de-pastel-de-manzana-y-del-terrorista-suicida-escogido-de-estados-unidos-), «¿qué podría ser más estadounidense que sus dos papeles principales: vendedor (o buhonero) e ilusionista». Los estadounidenses siempre han amado a los ilusionistas; algo que, de alguna manera, Hillary Clinton y sus asesores nunca captaron del todo. 

En el fondo, Trump ha sido siempre tanto un mercachifle como un ilusionista de la abundancia estadounidense, o mejor dicho de una peculiar versión estadounidense del consumismo ostentoso. De ahí, los siete millones de dólares gastados en dorar a la hoja el salón de baile estilo Luis XIV de su club privado de Mar-a-Lago, el lavabo enchapado en oro de su avión particular, el helicóptero dorado del que es propietario, las botellas -valuadas en 100 dólares- de su vodka Super Premium Trump 24K con una «T» de oro 24 quilates en la etiqueta y, por supuesto su nombre en enormes letras doradas recortándose en los cielos de todo el planeta. De ahí también su habilidad para convencer de su éxito a los demás, incluso cuando sus casinos quebraban -incluso consiguió salvar unos cuantos millones traspasando toda su responsabilidad a los inversores-, su revista luchaba por mantenerse a flote, sus bistecs iban a parar a los perros, los aviones de sus líneas aéreas rara vez despegaban y el triunfo de la Universidad Trump solo estaba en el número de juicios que producía (y el juez méxico-estadounidense que él difamó). Pensad que esto no es fracaso sino Donald Trump en su apogeo. 

Por tanto, es extraño que en medio de los relámpagos de la cobertura mediática del presidente Trump -jamás un presidente se ha aprovechado tanto de los medios como él lo ha hecho- su mayor golpe y lo que quizá sea su mayor manipulación en la historia ha llamado tan poco la atención en los últimos seis meses. Me refiero a su artificio -como informa hoy Michael T. Klare, colaborador habitual de TomDispatch– para abrir la espita dorada de los combustibles fósiles de Estados Unidos y vender el crudo y el gas natural de este país en el extranjero en cantidades mucho mayores que hoy en día. 

En el pasado, el temor que despertaba Trump tenía sus límites (aunque digámosles esto a esos inversores en sus casinos o a los ‘estudiantes’ de la Universidad Trump). Incluso el Trumpcare, que -de funcionar alguna vez, dejará hecha jirones la salud de millones de personas- hará daño a algunos, no a todo el mundo. Por otra parte, convencer al mundo de que este es el momento de quemar todavía más combustibles fósiles estadounidenses y así liberar aún más emisiones de carbón en una atmósfera ya recalentada, de llevarse a cabo «exitosamente», podría ser la mayor confabulación de la historia. El daño que derivaría de ello sería inconmensurable, dado que destruiría el propio medioambiente que durante miles de años ha sido tan acogedor para la humanidad. En resumen, representaría la más conspicua consunción… de dolor.

–ooOoo–

La política internacional de Trump, alimentada con combustibles fósiles

¿Quién dice que el presidente Trump no tiene una política exterior coherente? Expertos y críticos de todo el espectro político le han condenado por su fracaso a la hora de articular una agenda internacional clara. Sin embargo, si miramos detenidamente sus esfuerzos en el extranjero vemos que surge un patrón muy coherente: Donald Trump hará todo lo que pueda para prolongar el reinado de los combustibles fósiles mediante el sabotaje de los esfuerzos que se realicen para disminuir las emisiones de carbón y la promoción del consumo global del petróleo, la hulla y el gas natural de Estados Unidos. Por lo que parece, dondequiera que se encuentre con líderes extranjeros, su primer impulso es ofrecerles combustibles fósiles estadounidenses.

Su decisión de retirarse del acuerdo climático de París, que obligaba a que EEUU redujera su consumo de hulla y diera pasos adicionales para frenar su emisión de dióxido de carbono, fue profusamente cubierta por los medios noticiosos de la corriente dominante. Por el contrario, las acciones del presidente para promover un mayor consumo en el extranjero -tan significativas como lo anterior en términos de daño potencial al planeta- apenas tuvo repercusión en esos medios.

Es necesario tener en cuenta que mientras el sabotaje de Trump a los esfuerzos internacionales para parar las emisiones de carbón sin duda ralentizará el avance en esa área, difícilmente lo interrumpan. En la reciente cumbre del G-20 en Hamburgo, Alemania, 19 líderes de las 20 mayores economías del mundo ratificaron su compromiso con los acuerdos de París y prometieron «moderar la emisión de gases de efecto invernadero mediante, entre otras [iniciativas], el aumento en la innovación en el área de las energías sustentables y limpias». Esto significa que haga lo que haga Trump, la continuación en la innovación en el campo de las energías ciertamente ayudará a reducir la emisión global de gases de invernadero y por tanto enlentecer el cambio climático. Desagraciadamente, el incesante trabajo de Trump en favor del consumo de combustibles fósiles en el extranjero podría asegurar que las emisiones de carbón continúen aumentando de todos modos neutralizando así cualquier otro progreso que pudiera hacerse y condenando a la humanidad a un futuro asolado por el clima.

Es imposible prever cómo podrán compensarse los términos opuestos de esta ecuación -progreso de las energías verdes contra la pretensión exportadora de carbón de Trump- en los años venideros. No obstante, cualquier estímulo en las emisiones de carbón nos acerca aún más al momento en que la temperatura media global superará en 2º C a la de la era preindustrial, el nivel que -según los científicos- sería el máximo que la Tierra podría soportar sin sufrir consecuencias catastróficas. Entre ellas, el aumento del nivel del mar que podría dejar bajo el agua a Nueva York, Miami, Shangai, Londres y muchas otras ciudades costeras, pero también producir una abrupta caída de la producción global de alimentos capaz de aniquilar a poblaciones enteras.

Extender el culto del carbón

Se está viendo que el afán de aumentar el consumo mundial de carbón que anima al presidente Trump es una campaña que tiene dos frentes. Mientras trabaja en todas las formas imaginables para aumentar la producción nacional de combustibles fósiles, al mismo tiempo se implica en una ofensiva diplomática para abrir las puertas a la exportación de los combustibles fósiles de Estados Unidos.

En casa, Trump ya ha anulado numerosas restricciones de la época Obama que limitaban la extracción de combustibles fósiles, entre otras la que prohibía el desmoche de montañas -una peligrosa, desde el punto de vista medioambiental, forma de extraer hulla- y la perforación en el mar frente a las costas de Alaska para extraer petróleo y gas natural. También ordenó a Scott Pruitt, director de la agencia de protección ambiental (EPA, por sus siglas en inglés), un conocido enemigo de la normas ambientales que regulan la industria de la energía- que desmantele el Plan Energías Limpias, el programa diseñado por el presidente Obama para reducir drásticamente el uso de hulla para la generación de electricidad en el ámbito nacional.

Estas iniciativas y otras similares ya han conseguido bastante atención mediática, pero no es menos importante centrarse en otro aspecto clave de la iniciativa global en favor del carbón de Trump que ha pasado prácticamente desapercibido. Mientras que, en el marco del acuerdo climático de París, las otras potencias industriales siguen estando obligadas a ayudar a que los países en desarrollo instalen centrales de generación tecnológicamente libres de carbón, Trump se ha declarado libre de vender a discreción combustibles fósiles de origen estadounidense en cualquier sitio del mundo. En el mencionado encuentro del G-20, por ejemplo, forzó a sus homólogos para que incluyeran una cláusula en el comunicado de prensa final que declaraba: «Estados Unidos expresa que se esforzará por trabajar estrechamente con otros países para ayudarles a que tengan acceso a los combustibles fósiles y los utilicen del modo más limpio y eficiente posible» (sin duda, «el modo más limpio y eficiente posible» fue su modesta concesión a los otros 19 líderes).

Para hacer que cunda el mantra de los combustibles fósiles, Trump se ha convertido en el promotor en jefe del carbón de la nación. Ya se ha implicado personalmente en la diplomacia de la energía; simultáneamente, exige a varios de sus funcionarios que den prioridad a la exportación de crudo, gas natural y hulla. Por ejemplo, el 29 de junio, ordenó públicamente al departamento del Tesoro que suprimiera las «barreras al financiamiento de plantas de generación de electricidad de alta eficiencia alimentadas con carbón mineral en el extranjero». En el mismo discurso, expresó su deseo de suministrar hulla estadounidense a Ucrania, que actualmente se ve privada del gas natural de Rusia debido al conflicto existente con ese país. «Ucrania ya nos ha dicho que ahora mismo necesita millones y millones de toneladas [de hulla]», dijo Trump, señalando que hay muchos países más en situación similar, «y nosotros queremos vendérsela, a ellos y a cualquier otro país del mundo que la necesite.».

Y añadió: «Somos importantes productores de petróleo y el número 1 de los productores de gas natural. Tenemos mucho más de lo que creíamos tener: exportaremos combustibles. Exportaremos a todo el mundo la energía de Estados Unidos, a todo el planeta».

En su afán de conservar el reinado de los combustibles fósiles, el presidente Trump ya ha asumido un papel personal único: reunirse con funcionarios extranjeros y fomentar la cooperación con las empresas clave del sector de la energía de Estados Unidos. Un ejemplo: el 26 de junio, el primer ministro de India Marendra Modí visitó la Casa Blanca. Aunque los medios informaron acerca de cómo habían encarado ambos la futura venta de armas a ese país, no mencionaron los acuerdos en materia de energía. Aun así, el secretario de Energía Rick Perry reveló que este tema fue crucial en el encuentro. En una comida en la Casa Blanca que Trump ofreció a Modi, Perry informó: «Hablamos de las tres áreas en las que habrá gran intercambio y cooperación… en las que habrá acuerdos, si ustedes quieren. Una de ellas tiene que ver con el gas natural licuado (LNG, por sus siglas en inglés). Otra se relaciona con la hulla limpia. Y la tercera concierne a la energía nuclear. Entonces, hay una gran posibilidad de que India y Estados Unidos sean aliados todavía más estrechos… socios… y la energía será el pegamento que mantendrá unida a esa sociedad durante largo, largo, tiempo».

Pongamos esto en contexto: llegar a cuerdos para vender hulla a India es como vender OxiContin*** a un adicto al opio. Después de todo, en 2015, ese país supero a Estados Unidos y pasó a ser el segundo consumidor de carbón mineral (después de China). Para mantener su rápido ritmo de crecimiento económico, India proyecta aumentar aún más su dependencia de la hulla, lo que significará un constante aumento de su emisión de dióxido de carbono. Hoy en día, India solo va a la zaga de China y Estados Unidos en relación con la emisión de gases de invernadero. No obstante, es probable también que sufra desproporcionadamente por el cambio climático que estas emisiones no harán más que acelerar. Dado que se espera que los fenómenos de calores extremos en el futuro destruyan periódicamente los cultivos de los que depende una buena parte de su población, el gobierno de Modi ha empezado hace poco tiempo a buscar la manera de reducir en el largo plazo la dependencia del país de los combustibles fósiles, en parte transformándose en una potencia de la energía solar. En otras palabras, en la práctica, ofreciendo carbón a India -como si llevara hulla a Newcastle (o a Bombay)-, el trabajo de Trump es un sabotaje a la lucha de India por librarse de su adicción al carbón.

Del mismo modo, en su primer encuentro con el recientemente electo presidente de Corea del Sur Moon Jae-in hizo todo lo posible por exportar más combustibles fósiles. De ninguna manera sorprendió que la cobertura mediática del acontecimiento destacara sus conversaciones acerca de la amenaza nuclear planteada por Corea del Norte. Algunas informaciones señalaron que también habían surgido cuestiones comerciales, pero no hubo mención de temas vinculados a la energía. Aun así, muy poco tiempo antes de su comida protocolar con Moon, Trump anunció que justamente ese día una empresa estadounidense -Sempra Energy- había firmado un acuerdo para vender más gas natural de Estados Unidos a Corea del Sur. «Y, como ustedes saben», agregó, «los líderes de Corea del Sur vendrán hoy a la Casa Blanca; tenemos mucho que discutir, pero también hablaremos sobre su compra de energía estadounidense. Estoy seguro de que les gustará hacerlo.» En otras palabras, el presidente dejó muy en claro la forma en que los líderes extranjeros que necesitan apoyo de Estados Unidos pueden complacerle.

Los primeros viajes de Trump fuera de EEUU han mostrado su afición por la venta ambulante. En mayo, durante su visita a Arabia Saudí fue evidente que buscaba promover la cooperación entre empresas del ramo de la energía estadounidenses y saudíes. Una vez más, la cobertura de la prensa relacionada con su encuentro con el rey Salman destacó otros temas, sobre todo la guerra contra el terror, la fragmentación regional entre sunníes y shiíes y la línea dura del recientemente coronado príncipe Mohammed bin Salman respecto de Irán. Pero, de hecho, uno y otro hicieron pública una declaración en la que afirmaban «la importancia de las inversiones en materia de energía realizadas por empresas de ambos países y la necesidad de coordinar políticas que garanticen la estabilidad de los mercados y la abundancia del suministro». Adónde podría conducir esto es la conjetura que se hace todo el mundo: presumiblemente a un compromiso por la continuación del predominio del petróleo en los futuros mercados energéticos del mundo.

De los dos encuentros que Trump mantuvo con el presidente Vladimir Putin en la cumbre del G-20 (en el segundo de los cuales ni siquiera había intérprete estadounidense), obviamente sabemos mucho menos. Sin embargo, es razonable suponer que su interés por mejorar los vínculos con Rusia tiene que ver al menos en parte con la cuestión de la energía. En la primera de esas conversaciones, Trump solo estuvo acompañado por un intérprete y el secretario de Estado Rex Tillerson, quien -como CEO de ExxonMibil- había firmado acuerdos energéticos con Rosneft, el gigante ruso del petróleo de propiedad estatal y presionado contra la imposición de sanciones al sector de la energía de Rusia (en estos momentos, esos acuerdos están siendo investigados por el departamento del Tesoro por posible violaciones de las sanciones gubernamentales vigentes por entonces). Cinco días después, mientras volaba hacia parís en el Air Force One, Trump les dijo a los periodistas que le gustaría volver a reunirse con Putin cuando fuera posible, agregando, «a propósito; con Rusia, solo quiero conseguir grandes acuerdos».

Para estimular más la exportación de combustibles fósiles de Estados Unidos, el presidente se ha valido también de varias agencias estatales para facilitar ese esfuerzo. Por ejemplo, en una charla que ofreció el 29 de junio a directivos de empresas energéticas en el departamento de Energía, Trump celebró su aprobación de dos proyectos de largo plazo para promover la energía estadounidense en el extranjero: la exportación de volúmenes adicionales de gas natural desde una terminal en Lake Charles, Louisiana, y los planes para construir un nuevo oleoducto hacia México -acerca del cual, tranquilizó a sus oyentes: «Pasará por debajo del muro, ¿de acuerdo?… Ya sabéis; más o menos así [lo explicó con un gesto]. Justo por debajo del muro».

Y no olvidemos que sin duda tenemos apenas una vislumbre de las acciones que Trump realiza para promover la venta de petróleo, hulla y gas natural estadounidenses en el extranjero. A partir de lo poco que se ha informado sobre la cuestión en sus encuentros con el primer ministro Modi, el presidente Moon y el rey Salman, es razonable suponer que el tema ha surgido en la mayor parte de las conversaciones con otros líderes extranjeros y que esto representa un aspecto mucho más importante de su política internacional de lo que en general se percibe.

Predominio de la energía estadounidense

No obstante, no imaginemos que la habilidad trumpiana para la venta alimentada por los combustibles fósiles esté fundamentalmente movida por el deseo de enriquecer a las empresas estadounidenses del ramo de la energía (aunque sin duda él considera eso un beneficio extra). Trump está claramente motivado por un profundo y visceral conjunto de impulsos. Atrapado todavía en sus recuerdos infantiles de los años cincuenta del pasado siglo, cuando los insaciables coches estadounidenses eran uno de los símbolos más destacados de la riqueza y el poderío de esta nación, él tiene una profunda creencia en la capacidad de los combustibles fósiles para propulsar y sostener el predominio global del país. A menudo recuerda ese periodo en la que sus reflexiones tomaron forma y lo describe como la edad dorada en la que Estados Unidos ganaba sus guerras y dominaba en el escenario mundial. Para él, petróleo es igual a vigor, que es igual a supremacía nacional, y ningún otro país -menos aún una comunidad internacional unida detrás del acuerdo climático de París- debería ser capaz de privar a Estados Unidos de su dosis de dióxido de carbono.

Todo esto estaba implícito en ese discurso en el departamento de Energía, que proporcionó una auténtica visión de su pensamiento acerca de la cuestión. He aquí el pasaje crucial, dicho en su conocido estilo de improvisación:

«Nuestro país está bendecido con una extraordinaria abundancia de energía… Tenemos gas natural para cerca de 100 años y para más de 250 años de limpia y hermosa hulla… Tenemos mucho más de lo que pensábamos que sería posible. La verdad es que llevamos las riendas, ¿Y sabéis qué? No queremos que otros países se queden con nuestra soberanía y nos digan qué tenemos que hacer y cómo lo debemos hacer. Con estos recursos increíbles, mi administración no solo trabajará por la independencia energética que hemos estado buscando durante tanto tiempo, sino por el predominio de Estados Unidos en materia de energía.»

La peculiar fascinación de Trump por los símbolos del exceso -piénsese en esas gigantescas letras doradas que coronan su propiedades- se hace evidente en ese monólogo. Está claro que él está particularmente encantado por los grandes avances en la ampliación de la abundancia energética estadounidense, sobre todo el éxito de la fractura hidráulica o fracking. Esta tecnología ha permitido extraer enormes cantidades de crudo y gas natural provenientes de yacimientos no convencionales que antiguamente no se podían explotar. En Estados Unidos, antes de la introducción del fracking, la producción de petróleo y gas estaba declinando, pero gracias a lo que ha dado en llamarse la «revolución del esquisto», la producción se ha disparado. En julio de 2017, con 9,4 millones de barriles por día, la producción estadounidense de crudo había crecido un 68 por ciento respecto de la de seis años antes, cuando la extracción diaria era de solo 5,6 millones de barriles. La de gas natural subió de la misma manera. Todo esto, a su vez, creó -al menos durante un tiempo- una sensación de euforia en la industria del crudo y el gas; incluso hubo algunos expertos que llamaron a este país «Estados Unidos Saudíes» y lo describieron como el nuevo El Dorado de la energía.

Según se extendía esta sensación de euforia, los analistas de la industria estadounidense de la energía empezaron a ver la explosión de la producción nacional de hidrocarburos como una fuente muy importante de influencia geopolítica. El inmenso flujo de gas natural barato ha «aumentado la competitividad económica de Estados Unidos», dijo con bastante originalidad Robert Manning, del Consejo Atlántico, «y por extensión, el poder nacional y la capacidad de Estados Unidos para el liderazgo global». Una especie de Viagra para quienes formulaban la política de Washington.

Sin embargo, hace poco tiempo, una parte de esa euforia se ha disipado en la medida que los bajos precios básicos del petróleo y el gas natural -una inevitable consecuencia de la superproducción- erosionaron los beneficios corporativos y obligaron a algunas empresas de la energía que estaban demasiado expuestas a declararse en quiebra. Sin embargo, la trumpiana fe en la capacidad del petróleo de mejorar la influencia global de Estados Unidos permaneció claramente inalterable. «Tenemos bajo nuestros pies más petróleo que nadie», declaró Trump en una charla con periodistas mientras volaban en el Air Force One el 12 de julio. «Y queremos utilizarlo.»

Sea cual sea el origen de la fascinación de Trump por los combustibles fósiles, después de seis meses en la presidencia hay una cosa que está clara: él está decidido a difundir el culto por el carbón estadounidense en el ámbito internacional; este ambición ya se ha convertido en un tema definitorio de su política exterior. Y esto es así aunque los medios de la corriente dominante -con su habitual aluvión de noticias centradas en Trump- apenas se hayan enterado.

Un nuevo legado de Estados Unidos

Los anteriores presidentes de Estados Unidos han buscado la fama mediante el avance de las libertades, la democracia y los derechos humanos en el mundo. De hecho, prácticamente cada expresión presidencial formal de política exterior en la época posterior a la Guerra Fría ha identificado en forma ritualista esos valores como la más importante exportación de este país (más allá de los valores que en realidad haya exportado Washington). Sin embargo, no es este el caso de Donald Trump. Lo que él trata de exportar son los hidrocarburos, que alteran el clima y crean hábito.

Todavía queda por verse si tendrá éxito su anhelo de difundir el culto por el dióxido de carbono. A medida que transcurre el tiempo y se intensifican las consecuencias del cambio climático en la forma de calentamiento global, sin duda más países empiezan a centrarse en reducir o incluso poner fin a su dependencia de los combustibles fósiles y favorecer las alternativas libres de carbón. Las fuerzas del mercado tendrán un papel fundamental en este proceso, dado que el precio de las energías renovables -especialmente la solar- ha estado cayendo rápidamente y, en ciertas circunstancia, ya es la forma más económica de producir energía eléctrica.

Aun si la maquinación de Trump en favor de los combustibles fósiles no tuviese éxito en el largo plazo, es indudable que habrá hecho todo lo posible para que más y más gases de invernadero se metan en la atmósfera terrestre, con la consecuencia de que la temperatura continuará trepando y las extenuantes sequías y las olas de calor serán cada vez más la nueva normalidad del planeta.

Es tiempo de prestar a la venta ambulante de petróleo de Trump y al futuro de destrucción ambiental que le acompaña toda la atención que se merecen. Si la humanidad ha de tener alguna posibilidad de sobrevivir al calentamiento de la Tierra que se aproxima, todos los combustibles fósiles de Estados Unidos que Trump espera vender a los extranjeros no deben salir de donde están: bajo tierra.

Notas del traductor:

** El empresario estadounidense P.T. Barnum creó «El mayor espectáculo del mundo» en 1871. Diez años después fundó, junto con James Anthony Bailey, su primer circo.

*** OxyContin es un fármaco cuyo principio activo es la oxicodona , un analgésico opioide muy potente y potencialmente adictivo.

Michael T. Klare, colaborador habitual de TomDispatch, es profesor de Paz y Seguridad Mundial en el Instituto Hampshire y autor del recientemente publicado The Race for What’s Left. Una versión fílmica documental de su libro Blood and Oil está disponible en la Fundación de Educación y Medios. Por Tweeter se le puede encontrar en @mklare1.

Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176313/tomgram%3A_michael_klare%2C_spreading_the_cult_of_carbon/#more

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.