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Mientras Venezuela prohíbe la pesca de arrastre, Canadá autoriza la caza de focas tiernas

¿Dónde queda el primer mundo?

Fuentes: Rebelión

Un rincón de Boyacá, Colombia, donde transcurrió nuestra infancia fue el escenario de la primera reflexión sobre el respeto a la biodiversidad. No nos parábamos en mientes, apertrechados de caucheras invadíamos solares, jardines, traspatios, cruzábamos cercas, violentábamos granjas y cultivos tras la caza de pájaros de todos los trinos, pelajes y colores. El trofeo lo […]

Un rincón de Boyacá, Colombia, donde transcurrió nuestra infancia fue el escenario de la primera reflexión sobre el respeto a la biodiversidad. No nos parábamos en mientes, apertrechados de caucheras invadíamos solares, jardines, traspatios, cruzábamos cercas, violentábamos granjas y cultivos tras la caza de pájaros de todos los trinos, pelajes y colores. El trofeo lo merecía quien diera muerte al ave más exótica. Cargábamos nuestras presas en cuellos y pechos como el aborigen africano luce las pezuñas y garras de sus logros y ya más reciente el asesino porta dientes y falanges de sus «objetivos». Bueno, hace poco, un gatillero puesto como ejemplo y de paso premiado, resolvió presentar la mano entera de su víctima humana para cobrar la recompensa ante la ovación del respetable.

En esas andábamos hasta que una mujer que podría ser nuestra madre nos invitó a su casa y en medio de su llanto adolorido nos reprendió porque nunca podríamos entregarle respirando un hermoso cardenal rojo de pecho negro que se había acostumbrado a pasear por la estancia sin necesidad de jaula. Ella con su bondad humedecida por el llanto nos persuadió de parar la mortandad de pajaritos. Nosotros la recompensamos con el obsequio de nuestras caucheras de colores, provistas de hondas de cuero y horquetas talladas. En realidad fue una entrega masiva de armas a cambio de una sonrisa maternal.

Volví a acordarme del episodio a las pocas semanas al recorrer los pasos de un Corpus Cristi. En los cuatro costados de la plaza que le daban marco al imponente frontis de la iglesia levantaban arcos o ermitas y estos eran cubiertos, para la devoción de la multitud, de miles y miles de aves, roedores, animales silvestres y un sinfín de especies menores. Todos colgados, exánimes, algunos aún sangrantes, otros con muerte de días y arriba en el firmamento una nube de carroñeros que se movía cadenciosa esperando el momento para bajar a cumplir su cometido.

Para producir semejante sangría no hubiesen bastado 50 cuadrillas de muchachos como nosotros. Nunca indagué, pero luego comprendí, que en ciertas épocas del año, exhortados por el cura y las autoridades, los campesinos de todas las veredas y los vecinos del pueblo se concentraban en la caza masiva para adornar los pasos de la procesión como un tributo a las deidades introducidas con violencia por España. Volví, entonces, a acordarme de la mujer que nos reclamó por la vida de su cardenal precioso con su copete de «punketo» futuro.

Luego venían los festejos de fin de año que incluían como elemento central la corrida de toros. Los pueblos más importantes de la provincia se distinguían por anunciar en el cartel los toros a muerte. Cruzamos nuestra pubertad y adolescencia admirando la muerte en el ruedo. Al principio era arrojo, luego maestría y ya en la adultez nos convencieron que era arte.

Existían las galleras para los apostadores y hasta allá íbamos a meter nuestros ojos fisgones en medio del bosque de piernas de campesinos que ebrios y exaltados deseaban con furia que su pajarraco le atravesara la cabeza a su oponente con las espuelas cotejadas y «rezadas» por el gallero. El contraste lo marcaba la apoteosis luciferina de los apostadores con el manojo de plumas tristes que terminaba yaciente a un extremo del círculo. En otras ocasiones, no pocas, la algarabía terminaba alrededor de un cuerpo acuchillado. «Viernes sin difunto, no era mercado».

En otra época del año, mi padre con los labriegos adultos de las fincas vecinas se internaba en los confines de la sierra nevada de El Cocuy a darle caza al venado y antes al oso mientras no lo extinguieron. La vereda que presentara el más grande y soberbio «cuernipelón» merecería el honor de que su botín fuese colgado en la parte superior del arco de la torre presidiendo el atrio parroquial.

Es la muerte rigiendo siempre lo más sagrado de nuestros actos. Pero no cualquier muerte, es la muerte producida por nuestras manos la que merece ser premiada y reverenciada. Aún hoy la santa madre iglesia, persiste en su cruzada de arrancar el musgo y los guiches para los pesebres y aniquilar la palma de cera en los domingos de ramos.

Por eso nos parece de enorme importancia que un gobierno y todo un país hayan tomado la decisión de erradicar la pesca de arrastre. Pero claro, es obvio, esa noticia no merece resonancia internacional porque no hay un filón para atacar al «dictador populista». Lo cierto es que Venezuela, contrario a toda América Latina, por norma de la República, resuelve penalizar la orgía de sangre que hacían impunes buques improvisados arrasando con todo lo que encontraban a su paso para cumplir con los pedidos en el mercado internacional del camarón. El 80 por ciento de especies (fauna y flora marina) que eran extirpadas de su ambiente morían en el proceso y puestas como deshecho. Eso sigue ocurriendo en todo el mundo bajo la mirada cómplice de Estados y gobiernos.

Igual de significativa la decisión del gobierno ruso de prohibir el sacrificio de focas en sus costas e islotes. No así Canadá, que como gran cosa publicita que este año sólo se permitirá la muerte de 270 mil ejemplares.

La grotesca matanza de focas siempre fue hecha a escondidas del mundo y ocultada por los medios. Tal felonía la puso al descubierto la internet. Aún con todos los «controles» se calcula que en el año son asesinadas de manera brutal un millón de focas tiernas. En semejante operación no alcanza a participar el 2 por ciento de la población de la península del Labrador en el Atlántico canadiense. Pero lo más espeluznante es que la cruzada de sangre se hace contra una camada recién nacida que no llega al año de edad, no toma aún alimento sólido, está en periodo de lactancia, no ha tenido su primera inmersión, en la más completa vulnerabilidad y sin posibilidades de protección. Pero además, cerca del 50 por ciento de los sacrificios son cometidos a porrazos y buena parte de los bebés son despellejados aún vivos o agonizantes para que las pieles no pierdan valor en el comercio de élite, que es el usuario de semejante demostración de civilidad y convivencia. El que la piel lleve orificios de disparos de rifle baja la cotización, por eso se opta por el trauma encefálico para que el vellón llegue «limpio».

El gobierno alega razones económicas; que la comunidad de focas está lejos de la extinción porque supera los 5 millones y medios de mamíferos; y, que además, es una manera de controlar la baja del bacalao de gran importancia en la industria marinera canadiense. Expertos del mismo gobierno han demostrado que el bacalao se reduce por el cambio climático y el perfeccionamiento de la industria pesquera, más que la depredación natural. Pero en el fondo, el tema es si se justifica tanta crueldad e irrespeto por la fauna a cambio de que el primer mundo luzca prendas arrancadas a seres aún concientes e indefensos. ¿De qué civilidad nos habla el mundo desarrollado, cuando nos señala de bárbaros e ignorantes?

Caracas, marzo de 2009. [email protected]