El presidente Bush y el primer ministro Blair montaron una escena enternecedora al estilo de la Casa Blanca para este género de demostraciones: punto de vista bajo en las cámaras, ademán enérgico y decidido al andar, semblante a la vez resuelto y piadoso en los dos protagonistas. Acuciados ambos por la pérdida de popularidad que […]
El presidente Bush y el primer ministro Blair montaron una escena enternecedora al estilo de la Casa Blanca para este género de demostraciones: punto de vista bajo en las cámaras, ademán enérgico y decidido al andar, semblante a la vez resuelto y piadoso en los dos protagonistas. Acuciados ambos por la pérdida de popularidad que reflejan las encuestas de opinión en sus respectivos países, sus asesores de imagen les indujeron a organizar una especie de acto conjunto de contrición, aunque es poco probable que alguno de ellos proceda a enmendarse.
Con gesto compungido, Bush afirmó que el principal error militar cometido en Iraq fue el trato dado a los prisioneros de Abu Ghraib. Acentuó el tono contrito de su voz cuando afirmó que había estado pagando durante mucho tiempo los efectos negativos de tan repugnantes y difundidas acciones.
El análisis de la situación no puede ser más equivocado. Sus errores militares son muchos y lo ocurrido en Abu Ghraib es sólo uno más, simple consecuencia de las decisiones previamente adoptadas. El principal error es el origen de esta triste historia: responder a una acción terrorista, por grave y sangrienta que ésta fuera, mediante la fuerza de las armas contra un país extranjero. Por él le juzgará la Historia. Se enfrentó al terrorismo con la guerra. Desdeñó los procedimientos habituales de las democracias asentadas para afrontar los actos terroristas: la acción policial, la investigación, la búsqueda y detención de los culpables y su entrega a la Justicia. Su arrogancia y el espíritu de venganza hicieron el resto y llevaron al mundo a la peligrosa situación en la que hoy se encuentra.
Eso ocurrió una vez sufrida la humillación que supuso ver en todas las televisiones del mundo aquelescena en la que Bush era informado de los atentados en Nueva York. La puerilidad y la pasividad de su expresión pasmada y su inmediata desaparición de la escena pública durante las horas siguientes hacían prever la reacción clásica de los pusilánimes investidos de poder: la venganza ciega e irracional.
El siguiente error fue no haber completado la tarea emprendida y haber buscado por otros caminos un resultado que aumentara su popularidad. Tras el ataque contra Afganistán dejó de interesarse por los talibanes en ese país (que sí estaban vinculados con la agresión del 11-S), obcecado por la idea de lograr un triunfo fácil y brillante ocupando Iraq, país que nada tenía que ver con el terrorismo de Al Qaeda.
Y todavía no hemos llegado a Abu Ghraib. Porque la acumulación de errores tácticos, estratégicos y políticos durante la invasión y ocupación de Iraq es de tal magnitud que las torturas de los presos en el siniestro penal pasan a un segundo plano. La trama de mentiras y falsedades con las que se intentó justificar la invasión, el desprecio por la ONU, el esfuerzo por engañar a la comunidad internacional y la comedia que tuvo que representar el disciplinado Colin Powell informando al Consejo de Seguridad de un conjunto de mentiras, con una presentación de que pasará a la historia de las patrañas políticas, constituyen en su conjunto un baldón para el prestigio de EEUU que tardará mucho tiempo en olvidarse.
Ante tal cúmulo de errores es risible el esfuerzo de Bush de mostrar en público su arrepentimiento: «Expresiones duras, ya saben ustedes, que daban una señal equivocada a la gente. He aprendido algunas lecciones sobre cómo expresarme de modo algo más refinado». Suelen gustar a los gobernados las expresiones humildes de sus dirigentes cuando reconocen sus fallos, pues los sienten más próximos. Pero no es creíble la falsa sinceridad de Bush.
Blair, en el tradicional papel de acólito de Bush, también hizo en su visita a la Casa Blanca todo lo posible por recuperar el prestigio perdido. Dos falsos arrepentidos, cuya credibilidad está por los suelos, se esfuerzan por no salir de la Historia por la puerta trasera, como parece ser su irremediable destino. Del tercero de los participantes en el llamado «ultimátum de las Azores» no se ha oído expresión alguna de arrepentimiento. Aunque fuese tan falsa como las de Bush y Blair. Empecinarse en el error tiene también cierto mérito cuando se carece de otros.
* Alberto Piris. General de Artillería en la Reserva. Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)